Las calamidades derivadas del cambio climático golpean cada vez con más frecuencia a Colombia, pero los gobiernos de turno no logran consolidar una estrategia eficaz de prevención del riesgo. ¿Cuándo nos golpeará la próxima tragedia?

El pasado mes de noviembre, el huracán Iota embistió con furia el Caribe colombiano, especialmente a las islas de San Andrés y Providencia, dejando a su paso caos y desolación en el archipiélago. A 100 días de esta tragedia, la reconstrucción de Providencia avanza a paso lento. El Gobierno Nacional se comprometió a entregar el pasado 10 de abril del año en curso 1.266 viviendas con servicios públicos instalados en el marco del programa de reconstrucción de las islas llamado Plan 100. Sin embargo, las afectaciones reales ascienden a 1.134 viviendas que quedaron completamente destruidas y 877 viviendas con fallas que deben ser reparadas.

Según un reporte de la Contraloría General de la Nación, a 1 de marzo se habían intervenido 215 de las 877 viviendas que requieren reparaciones y no se había construido ninguna de las viviendas que quedaron en pérdida total, aunque se habían hecho avances en la preparación de los lotes para la construcción de las nuevas casas. Es decir, el gobierno nacional contaba entonces con un mes para entregar más de 1.000 soluciones de vivienda a las que se comprometió, una meta difícil de cumplir. Esto sin contar que muchas de las viviendas destruidas tienen problemas de titulación que requieren soluciones institucionales ágiles y eficientes para no afectar a sus propietarios a la hora de la entrega.

Otro evento climático que afecta a Colombia cada vez con mayor frecuencia e intensidad es el Fenómeno de la Niña, el cual ocurre debido a cambios de temperatura en la superficie del océano Pacífico. En los últimos 10 años ha dejado un saldo trágico en el país en términos de infraestructura perdida y destrucción de tejido social.

Por ejemplo, el Fenómeno de la Niña que ocurrió entre 2010 y 2011, catalogado como el peor en lo que va de la historia del país, dejó un total de 2.350.207 personas damnificadas y los daños causados ascendieron a $11,2 billones, equivalentes al 2% del PIB del país de 2011 según un estudio publicado por el Centro de Estudios Económicos Regionales (CEER) del Banco de la República. El sur del Atlántico fue una de las regiones más afectadas en ese momento, dado que fue en donde se presentó la mayor inundación luego del rompimiento del Canal del Dique y desbordamiento del Río Magdalena. La historia de la desapareción de Gramalote, en Norte de Santander, es igual de trágica.

 

migracion venezolana

Una zona costera de la isla de Providencia destruida tras el paso del huracán Iota. El cambio climático augura más catástrofes de este tipo en países como Colombia.

Si bien fenómenos como la Niña o los huracances no se pueden evitar, la historia habría podido ser diferente si en vez de ayudar a los damnificados después de las tragedias, se hubiera tenido un plan concreto de manejo y prevención del riesgo.

No obstante lo que sucedió durante la llamada “Ola Invernal” de 2010, 10 años después los titulares de prensa volvieron a mostrar que tanto el sur del Atlántico como otras poblaciones ribereñas del país (por ejemplo, Lloró en el Chocó, Cúcuta y varios municipios de Córdoba, entre otros) estaban nuevamente en medio de una inundación o en riesgo inminente de una a finales de 2020. Entonces, cabe preguntarnos: ¿qué pasó con los aprendizajes de la crisis causada por la Ola Invernal de 2010? ¿Estamos repitiendo la historia?

Si bien fenómenos como la Niña o los huracances no se pueden evitar, la historia habría podido ser diferente si en vez de ayudar a los damnificados después de las tragedias, se hubiera tenido un plan concreto de manejo y prevención del riesgo. No solo se debe tener claridad en cómo y cuándo evacuar a las poblaciones vulnerables, sino que también se debe contar con la infraestructura y tecnología necesaria para hacer frente a los fenómenos naturales que sabemos pueden ocurrir con alguna frecuencia.

Estas calamidades no solo tienen consecuencias nefastas sobre los activos de los hogares, sino también sobre el empleo y la escolarización de la niñez y poblaciones jóvenes, lo cual se traslada en menor generación de ingresos para los hogares y aumentos en la probabilidad de caer en la pobreza a futuro. Para el caso del Fenómeno de la Niña, otro estudio del CEER muestra que los episodios de exceso de lluvia destruyen el empleo formal porque hacen que la productividad agrícola caiga a través de distintos mecanismos. Por un lado, hay pérdida de cultivos por las inundaciones y daños de las cosechas y, por otro lado, los campesinos y pequeños productores enfrentan grandes retos a la hora de llevar sus productos a los centros de acopio y mercados principales debido a la ausencia de carreteras en buen estado. Ambos problemas pueden mitigarse con inversión en infraestructura como sistemas de drenaje y construcción de vías terciarias que permitan transitar en época de lluvias.

A pesar de que el gobierno nacional y los gobiernos locales intentan ayudar a los miles de damnificados, los daños ya ocurrieron y, como siempre, las personas más afectadas fueron las poblaciones más vulnerables, que son quienes suelen estar asentados en terrenos de alto riesgo o en las zonas más remotas del país.

Los fenómenos climáticos extremos no son hechos aislados y serán cada vez más frecuentes como lo indica la ciencia (ver aquí y aquí). La consolidación de una estrategia de prevención y mitigación ante la vulnerabilidad del país frente a estos eventos es urgente. No hacerlo tiene un costo altísimo no solo en términos de vidas perdidas y daños materiales, sino también por la destrucción del tejido social a causa de las reubicaciones, el aumento de la pobreza en las poblaciones afectadas y el costo emocional y psicológico que genera el verse enfrentado a una inundación y perderlo todo.

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Andrea Otero

Economista y magíster en economía de la Universidad de los Andes con doctorado en economía de la Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill. En el Banco de la República se desempeña como investigadora junior del Centro de Estudios Económicos Regionales, sucursal Cartagena.

 

 

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