Margarita Garcia

En esta selva de parlantes donde el silencio es sospechoso, hemos convertido la contaminación auditiva en un derecho fundamental no escrito. El Carnaval de Barranquilla no escapa a esta realidad.

En la Carrera 50, durante Baila a la Calle, el carnaval estalla como una bomba de sonido. A la izquierda, un reguetón despiadado sacude los huesos con cada “perreo”; a la derecha, una champeta desaforada grita vengativa. Un océano de cuerpos contorsionados intenta bailar, pero sus cerebros, emboscados por más de 110 decibeles, ya no distinguen entre el ritmo y un ataque epiléptico sonoro, mientras se intenta llegar al final del recorrido donde es ahogada la identidad del Festival llamado La noche del Rio.

Bailar en la Cra 50 con una música que no se escucha, se sobrevive. Con cada bocanada de aire, los tímpanos reciben un mazazo que ni un martillo neumático en plena rabia igualaría. ¿El resultado? Pérdida auditiva irreversible, acúfenos infernales, hipertensión y el estrés de un examen final eterno. Todo esto mientras el borracho de turno grita “¡Súbale, primo!”, sin saber que su sistema nervioso está tan sacudido como su hígado.

Pero la peor parte no es solo el volumen, sino quién tiene el poder del botón de sonido. Cada empresa de licores o expositora de la Cra 50 compite en una guerra sin cuartel, donde el objetivo no es la calidad, sino ser el más estridente. El resultado es una dictadura sonora donde el goce es un rehén, sacrificando la diversidad musical en favor de una brutalidad acústica que convierte la diversión en una batalla de egos decibélicos.

Colombia: donde la tortura sonora es “ambiente”

Según la Osha (Administración de Seguridad y Salud Ocupacional de EE.UU.), la exposición máxima recomendada a 113 dB es de solo 1 minuto y 15 segundos antes de que pueda producirse daño auditivo permanente. Ayer con mi medidor de decibeles se marcaron en el festejo de Baila a la calle hasta 113 Db en cada punto musical, lo suficiente para matar neuronas como si fueran mosquitos en verano.

El carnaval es alegría, dicen. Pero aquí la única alegría es para los fabricantes de audífonos para sordos. La calle del baile no es un festejo: es una tortura acústica con lentejuela

Pero, ¿qué importa la salud auditiva cuando se trata de “pasarla bueno”? Pérdida auditiva irreversible, hiperacusia (cuando hasta el ruido de una cuchara parece una explosión), acúfenos (ese pitido infernal que nunca se apaga) y hasta estrés auditivo, que eleva la presión arterial y te deja con el corazón marchando al ritmo de la cumbia que jamás pediste. La OMS lo ha dicho hasta el cansancio: exposiciones prolongadas a más de 85 dB ya son peligrosas. Aquí estamos 30 decibeles por encima, en un festín de destrucción auditiva.

Ahora, miremos a Colombia, donde el ruido no es solo un problema: es una epidemia. En este país donde la alegría se mide en decibeles y el silencio es sospechoso, el 60 % de la población vive con niveles de ruido peligrosos, según el Instituto Nacional de Salud. Pero nadie se inmuta. Aquí no hay contaminación auditiva, hay “sabor”. Si te quejas, eres un amargado; si pides bajar el volumen, un antisocial; si dices que el ruido mata, un aguafiestas.  

Las autoridades, mientras tanto, parecen medir el impacto del ruido con un medidor de indiferencia. ¿Regulación del sonido en eventos masivos? ¡Pero si el problema aquí es que se oye poco! Mientras tanto, el carnaval sigue, y con cada festejo nos vamos quedando más sordos y más resignados.

El carnaval es la celebración de la transgresión, pero para desafiar lo establecido, primero hay que sobrevivirlo. De lo contrario, dentro de unos años, el carnaval será una fiesta de sordos bailando al ritmo de un ruido ensordecedor.

¿Cómo ser gozón sin quedar sordón?

Es hora de reformular la frase “¡Es carnaval, todo se vale!” porque divertirse no tiene que ser una sentencia de sordera prematura. ¿Cómo evitar que el carnaval termine en cita con el otorrino?

  • Ruido con criterio: ¿música sin tímpanos perforados? Sí, es posible. Espacios con sonido regulado evitarían que cada calle parezca el motor de un avión en pleno despegue.
  • Tecnología, no tortura: parlantes direccionales y audio inteligente, para que el baile sea goce y no resistencia acústica.
  • Pausas estratégicas: hasta el rock más salvaje sabe que el silencio hace parte del ritmo. Un respiro no mata a nadie (a diferencia de los 110 decibeles).
  • Educación sonora: así como nos enseñaron que el exceso de trago tumba, hay que aprender que el exceso de ruido aturde… y encabrona.

La paradoja del carnaval: proteger la irreverencia

El carnaval es la celebración de la transgresión, pero para desafiar lo establecido, primero hay que sobrevivirlo. De lo contrario, dentro de unos años, el carnaval será una fiesta de sordos bailando al ritmo de un ruido ensordecedor. El carnaval no es un grito descontrolado en el vacío; es rebeldía con propósito. Nació para desafiar normas, pero eso no significa que deba pisotear la salud de quienes lo celebran. Si queremos honrar su esencia, tenemos que proteger lo que lo sostiene: los sentidos que nos permiten vivirlo.

Así que sí, que el carnaval sea excesivo, que sea una locura, que sea irreverente. Si el carnaval es exceso, que lo sea de alegría, no de negligencia. Que desafíe la indiferencia, no que la refuerce. Y si todo se vale, que se valga también gozar sin destruirnos en el proceso. Porque la calle del baile no tiene que ser el preámbulo de una fila en el consultorio de audiología.

Ruido, luego existo: cómo los decibeles nos volvieron violentos

En esta selva de parlantes donde el silencio es sospechoso, hemos convertido la contaminación auditiva en un derecho fundamental no escrito. En los conciertos, gana el sonido más brutal; en el barrio, el vecino más terco. ¿La consecuencia? Vivimos a punta de gritos, bocinas y peleas por el dominio del espacio acústico.

Gana La dictadura del volumen. Nos entrenaron bien. En carnavales y conciertos, si el suelo no tiembla y los tímpanos no sangran, la gente cree que falta ambiente. Después, en casa, aplicamos la misma lógica: el que se queja del ruido es un enemigo de la felicidad colectiva.

Aumentan los Vecinos DJs y la competencia sonora. La fiesta nunca termina: en el balcón, en la tienda de la esquina, en el carro con el bajo reventando. Nadie se pregunta si el de al lado quiere dormir o tiene un bebé recién nacido. ¿Solución? Responder con más ruido. Y así, la guerra fría de parlantes escala hasta que la única salida es la policía… o los golpes.

Y las autoridades: sordas por conveniencia. Si un festival de 120 decibeles no es problema, ¿qué importa que tu vecino tenga una discoteca en su patio? Las quejas por ruido son atendidas con la velocidad de una tortuga en coma, y para cuando llega una solución, ya alguien resolvió el problema con un bate de béisbol.

Ruido y violencia: una dupla infalible. Está probado: la contaminación auditiva no solo aturde, también irrita y desquicia. Cuando tu cerebro no descansa porque alguien cree que el reguetón a todo volumen es oxígeno, la paciencia se vuelve un lujo y la convivencia, un ring de boxeo.

Si seguimos midiendo la alegría en decibeles, pronto ni podremos celebrar: porque nadie oirá nada o porque ya nos habremos matado antes.

Simbiotia

En esta columna, una humana y una IA se sientan a escribir juntos… o más bien, a discutir quién manda. Mientras el humano pone las ideas y la voz, la inteligencia artificial solo organiza el caos, sin robarse el crédito (por ahora). ¿El tema? Cómo la contaminación auditiva del baile del carnaval está destruyendo la convivencia urbana. ¿El reto? Demostrar que la tecnología puede ayudar a escribir, pero nunca a pensar.

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