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De barrio fundacional de Cartagena a destino ‘cool’ del turismo global, las calles y casas de Getsemaní encierran siglos de historia. Gran parte de sus antiguos moradores han dejado el barrio ante el avance sin freno del turismo. Foto: JP Cardona. Facebook.

Viaje al ayer del barrio cartagenero cuna de artesanos y hombres de mar, y en el que convivieron negros libres, españoles, sirio-libaneses y judíos.

En 1777, Cartagena, con 13.690 habitantes registrados en el censo de ese año, era la segunda ciudad en población del virreinato de la Nueva Granada, después de Santafé. Sus habitantes estaban concentrados en dos islotes, el Centro y Getsemaní, separados entre sí por las aguas cenagosas del caño de la Matuna, y unidos por una calzada o terraplén que iba desde la puerta de entrada al Centro, hasta la plazoleta frente el convento de los franciscanos, en Getsemaní.

El trazado de la ciudad sobre estos dos grandes islotes prefiguraba la distancia existente entre esos dos núcleos de población. La ciudad tenía entonces cuatro barrios y un arrabal —un barrio de la periferia—, con un total de 71 manzanas, 22 de ellas en el arrabal de Getsemaní, que era el sector más poblado y de mayor extensión en la ciudad. La única comunicación de estos islotes con tierra firme era a través de la Puerta de la Media Luna, desde el arrabal de Getsemaní.

Los cuatro barrios restantes en el Centro eran Santa Catalina (o La Catedral), Santo Thoribio, San Sebastián y La Merced. El Centro albergaba los edificios de gobierno, la aduana, los principales conventos, la catedral y las casas altas de los comerciantes más ricos de la ciudad.

En el censo de 1777, y en los censos de artesanos de 1779 y 1780, se registraron la categoría racial y la ocupación de esta población, lo que nos permite observar más en detalle su distribución y el quehacer de sus habitantes. Se observa en esta distribución que no parecían existir restricciones de clase o de oficio en la elección del lugar de trabajo o de habitación. Al parecer era común en el Centro encontrar lujosas casas altas en el vecindario de pulperías y de accesorias habitadas por gente del común. Está por ejemplo el caso de una casa alta en el barrio La Merced, ocupada por 41 personas que agrupaban seis núcleos familiares de distinto rango, oficio y condición social. Esta casa había conformado en su interior, sin saberlo, un microcosmos social en miniatura.

Dos cosas se destacan a primera vista en estos censos: una, es la presencia de artesanos en todos los barrios de la ciudad y en todas las categorías raciales; aunque están concentrados en mayor número en Getsemaní, hay casi igual número de ellos en Santo Thoribio (hoy San Diego) y en La Catedral. Entre los 250 registrados en el censo de artesanos en 1780, cincuenta fueron anotados bajo la categoría de blancos.

Lo otro a destacar es la gran diversidad de oficios que caracterizó el modo de vida de los sectores económicos medios y bajos de esta población. Tan solo los oficios llamados artesanales contabilizaron 26 actividades diferentes. Los cinco oficios más extendidos fueron los de sastres (163), carpinteros (143), “hombres de la mar” (125), zapateros (118) y pulperos (100).

Llama la atención que el pulpero (tendero) se incluya entre los oficios artesanales, y que en el barrio de La Catedral, de 32 pulperías censadas, 27 fueran de hombres blancos y las cinco restantes de pardos. Algunas de estas pulperías eran propiedad de comerciantes mayoristas, quienes las abastecían entregándolas en arriendo. Así sucedía también en Mompós, en donde el marqués de Santa Coa era propietario de 22 pulperías que mantenía arrendadas.

En Getsemaní vivía más de la mitad de los trabajadores libres y no libres de la población, la mayoría de ellos con actividades relacionadas con el puerto. De los 125 hombres cuyo oficio se describe como “hombres de la mar”, 99 vivían en Getsemaní. También había muchas pulperías —tiendas—, en la zona del terraplén que comunicaba al arrabal con el centro de la ciudad. En Getsemaní vivía el músculo que ponía en movimiento la vida cotidiana de esta urbe.

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La plaza de la Trinidad, en el corazón del barrio Getsemaní. Foto: Yomaira Grandett: El Tiempo.

El trabajo femenino en esta ciudad de mayoría de mujeres, no aparece registrado en el padrón de 1777, ni en los censos de artesanos mencionados, aunque sabemos por otras fuentes que muchas de ellas trabajaban. Por ejemplo, de 25 registros de panaderos que había en la ciudad once eran desempeñados por mujeres. Otras tenían negocios propios, como el caso de Florentina García, Manuela Ramos y María de la Cruz, dueñas de volantas de alquiler —carruajes tirados por caballos—; éstas se quejaron ante el gobernador por un nuevo impuesto de ocho reales mensuales, lo que además denota una iniciativa sin mediaciones y en defensa de sus intereses económicos.

Negras esclavas y libres eran revendedoras de víveres, como el caso de Luisa Sánchez, apodada “la mondonguera” porque su oficio era revender vísceras y otros despojos en la carnicería, aprovechando la clientela que tenían entre los dueños de esclavos y los pobres. También vendían frutas congregándose en la llamada “Plaza de las negras”, oficio que conservan hoy en Cartagena las oriundas del antiguo palenque de San Basilio. Se sabe del caso de una negra comerciante, quien en 1796 debió afrontar una acusación por contrabando de telas.

Algunas de las mujeres de la elite eran hábiles comerciantes, oficio que generalmente asumían ante la ausencia del marido por muerte o por guerras. Están los casos de la marquesa de Valdehoyos, comerciante en harina y esclavos; los de María Amador de Pombo y Nicolasa García de Andrés Torres, quienes al enviudar se hicieron cargo de los almacenes de sus cónyuges. Otras, como la esposa de Ignacio Cavero, tenían almacén propio con el que contribuían a los ingresos de la familia.

Los censos que registran un alto número de sastres ignoran a las modistas o costureras, la contraparte femenina del oficio. Las podemos ver en otros documentos, como en la cuenta de gastos personales de María Josefa Madariaga, quien pagó siete pesos por la hechura de un vestido, 10 reales por mandar pintar un pañuelo, 12 reales por la hechura de una faja, y por armar un sombrero con lazos y plumas la suma de cuatro pesos. Vemos en este ejemplo la pericia de manos femenina generando ingresos por su trabajo.

Podemos evaluar esos ingresos comparándolos con los arriendos que se pagaban en esa época: por un local o accesoria a fines del siglo XVIII se pagaba entre tres y ocho pesos al mes, si la accesoria era de esquina. Por una casa baja en Santo Thoribio el arriendo oscilaba entre cinco y seis pesos al mes, pero se podía arrendar solo una habitación por dos o tres pesos mensuales.

Para 1808 la población de Getsemaní registró un aumento importante, al pasar de 4.075 habitantes en 1777, a 5.490 anotados en 1808. En Getsemaní vivía más de la mitad de los trabajadores libres y no libres de la población, la mayoría de ellos con actividades relacionadas con el puerto. De los 125 hombres cuyo oficio se describe como “hombres de la mar”, 99 vivían en Getsemaní. También había muchas pulperías, especialmente en la zona del puente o terraplén que comunicaba al arrabal con el centro de la ciudad. En Getsemaní vivía el músculo que ponía en movimiento la vida cotidiana de esta urbe.

La iglesia de la Trinidad sobresale imponente en medio de la plaza del mismo nombre, en el corazón mismo de Getsemaní. En sus pisos se puede ver la lápida de quien fuera la esposa de Pedro Romero, el artesano héroe de la Independencia, con una inscripción que dice lo siguiente:

Pasó así María Gregoria Domínguez de Romero, convencida íntimamente que solo la virtud puede reanimar hasta los siglos remotos los restos del ser mortal, porque sin ella la vida es vidrio de tiempo, tiempo de un sol pasajero.

María Teresa Ripoll

Historiadora. Docente de la Universidad Tecnológica de Bolívar en Cartagena.