Alejandro Obregón, junto a otros pintores y escultores, renovaría el panorama de la plástica colombiana.
Semblanza breve de un pintor telúrico cuya huella en Barranquilla invita a ser redescubierta.
El hombre que dedicó su vida a los cóndores, los toros y las barracudas decidió hacerse pintor mientras contemplaba las montañas del Catatumbo colombiano.Tenía diecinueve años, un trabajo como camionero y su vida era extrañamente inestable para alguien de su abolengo. La familia era dueña de una de las empresas textileras más grandes de Colombia, pero él desestimó aquel negocio aduciendo ser alérgico al algodón. “Me aburría todo –recuerda–, era un tipo lleno de tendencias, de ansiedades, de tensiones”. Prefirió subirse a un camión para zafarse del implacable destino familiar y allí, 500 kilómetros al sureste del punto de partida, comprendió de repente la verdad de la pintura. Mucho después, siendo ya un artista consagrado, diría en reiteradas ocasiones que su vida estuvo signada por la casualidad.
Quiso esa misma casualidad que Alejandro Jesús Obregón Rosés (1920-1992), Caribe como era, viera por primera vez la luz del mundo en Barcelona, España, la ciudad de su madre. Vendría a Barranquilla por primera vez a los seis años, pero su espíritu andariego lo mantuvo viajando por Estados Unidos y Europa. Entre 1930 y 1934 estudia en el Stonyhurst College, una pequeña escuela de jesuítas en Lancashire, Inglaterra, que recuerda como un lugar horrendo donde se moría de frío en la oscuridad. A los dieciséis años regresa a Barranquilla, trabaja un corto tiempo en el negocio familiar y en 1938 acepta conducir aquel camión de Petroleras del Catatumbo hasta el momento en que es sobrecogido por la epifanía de la pintura. “¿De dónde te sale pintar si nunca has pintado?”, preguntó en una ocasión su padre. “No sé, señor, yo no sé… pero quiero”, respondió. Renuncia y se inscribe en la Escuela del Museo de Bellas Artes, en Boston, donde concluye que la academia pervierte la creación artística y abandona la universidad. Regresa a Barcelona, donde hace de vicecónsul en las mañanas y de noche, por fin, pinta: sus primeras obras son autorretratos, bodegones y anatomías humanas. De aquellas jornadas nocturnas salieron los tres cuadros, su aporte al V Salón Nacional de Artistas celebrado en Bogotá en 1944. Aquella exposición colectiva sería clave para la exaltación de su obra y su figura, y el crítico austríaco Walter Engel vaticinó su futuro: “su nombre –dijo– tendrá derecho de ser recordado, pues tiene innato el sentido por la forma, por el colorido, por la pintura al óleo, en resumen, la capacidad de crear buenos cuadros”. Alejandro Obregón formó junto con Enrique Grau, Cecilia Porras, Fernando Botero, Guillermo Wiedemann, Eduardo Ramírez Villamizar y Armando Villegas una generación de pintores y escultores que rompieron con el costumbrismo y anecdotario de la pintura colombiana para crear un expresionismo que –como el mismo Obregón advirtió– tardó demasiados años en aparecer en Colombia.
Estudio para «Violencia», una de las obras más representativas de Alejandro Obregón.
El hombre, el artista
Quienes lo conocieron coinciden en que fue un hombre excéntrico, un vitalista con la habilidad de meterse en problemas y salir ileso. “Su fortaleza, la física y la moral, estaba hecha para resistir cualquier tipo de adversidad”, contó su amigo Alfonso Fuenmayor. Es célebre la vez en que se lió a golpes con varios marines que acosaban a una prostituta, cuando se comió un grillo amaestrado ante el asombro de sus amigos y del domador, o la ocasión en que quiso entrar al bar La Cueva en el lomo de un elefante de circo. Cuenta el fotógrafo húngaro Cornell Capa que, durante un paseo con Obregón y el hijo de éste, Mateo, el niño cayó en arenas movedizas y estaba enlodado hasta la cintura. “¡La foto –gritó Obregón– ahí está la foto!”. Capa tiró la cámara y salió a socorrer al pequeño. “Qué mal fotógrafo eres”, le reprochó. “Admito que soy un pésimo fotógrafo –contestó Capa–, pero tú eres el peor padre que he visto en mi vida”.
Al igual que ocurría con su compadre Álvaro Cepeda Samudio, aquella personalidad díscola servía muy bien para esconder su sensibilidad. Poco amigo de las entrevistas, dejó aquí y allá fragmentos sobre su propia teoría del arte en sentencias breves y efectistas. Sentía pánico al enfrentar un lienzo en blanco, aunque aseguraba que debía ser así porque solo lo difícil es estimulante. “Al pintar se comienza con la realidad, se le añade un poco de lo otro y tres gotas de enigma para producir una magia pictórica, porque espiritualidad es una palabra que no me gusta: prefiero la magia”, explicaba. Admiraba la rebeldía contra la injusticia de Goya y Rembrandt, la versatilidad de Picasso y la potencia histórica de los bisontes de Altamira.
Su amigo, el crítico e historiador Álvaro Medina, ve en Obregón a un pintor de temas locales con un lenguaje internacional: “Los cóndores, los volcanes, la selva amazónica o la violencia, por lo menos la de su época, no son temas caribeños, más bien pienso en él como un pintor tropicalista”. Para la curadora e historiadora Isabel Ramírez: “estamos frente a un artista muy versátil, que no tuvo problemas para realizar una serie dedicada a los paisajes de los Andes, explorando grises y claroscuros. Obregón insistía en la idea de que la realidad había que volverla pintura, pero no como una copia fácil sino absorbiéndola y volcándola después en la obra”.
«Simbología de Barranquilla» (1956), pintura mural de Alejandro Obregón, ubicada en la antigua Aduana.
La huella de Obregón en Barranquilla
El artista y docente Néstor Martínez Celis observa una feliz coincidencia entre el periodo más creativo de Obregón y el desarrollo de Barranquilla. “En 1955 el pintor regresa de Francia y se queda aquí hasta 1963. La ciudad tenía un gran auge cultural, se hicieron los más importantes salones nacionales e interamericanos de arte, y era frecuentada por artistas y críticos”. En esa época pintó Violencia (1962), un cuadro que refleja el horror y la desolación a través de la figura de una mujer muerta.
En Barranquilla hay un puñado de obras de Obregón, ubicadas casi todas en la localidad Norte-Centro Histórico. El mosaico Tierra, mar y aire (1958) se deteriora mientras los transeúntes pasan de largo por la carrera 53 sin advertir su existencia; otras, como el fresco Simbología de Barranquilla (1956), el mural Cosas del aire (1956), la escultura Telecóndor (1969) o Se va el caimán (1982), el telón de boca del Teatro Amira de la Rosa, han sido restauradas o trasladadas para su conservación. Con la reapertura de La Cueva en 2004 se puede apreciar de nuevo La mulata, mientras que el Museo de Arte Moderno de la ciudad conserva ocho pinturas del artista. El Vitral de Jesús (1957) de la capilla del Colegio Marymount y el mural Agrario del edificio Manzur son inaccesibles para el público. “La inmensa mayoría de los barranquilleros desconocen el valor de las obras que están en el espacio público, pasan al lado de sus obras sin saber que están frente al más importante artista colombiano de una época. Es difícil de comprender la falta de valor que tiene su legado”, se lamenta Martínez Celis.
A cien años de su nacimiento, el panorama de su trabajo en la ciudad es bastante disperso. El pasado 4 de junio, la ministra de Cultura Carmen Inés Vásquez declaró 2020 como el año del Centenario de Alejandro Obregón “para conmemorar el nacimiento, honrar la memoria y promover la divulgación de la obra de uno de los referentes más importantes del arte en Colombia”; en octubre, el Museo Nacional de Colombia expondrá su obra junto a la de otros siete artistas nacidos también en 1920. El Distrito, por su parte, anunció recientemente que declarará su obra como Bien de Interés Cultural, para facilitar su conservación y divulgación. Barranquilla echa de menos una retrospectiva de su obra. “Lo que tendría que ocurrir con una figura como la de Alejandro Obregón es que uno pudiera ir a un museo y ver juntas muchas obras de envergadura”, sugiere la curadora e investigadora Sylvia Suárez.
En 1992, el Museo de Arte Moderno realizó una exposición que reunió su obra por espacio de cinco décadas. Obregón, que estuvo presente, se asombró al ver cuadros que no recordaba haber pintado. Acaso nosotros, casi treinta años después, podríamos decir lo mismo por puro descuido.
OBREGÓN, CICLO DE CONFERENCIAS VIRTUALES
Como parte de la Cátedra Obregón 2020, iniciativa que desarrolla el Museo Moderno de Arte de Barranquilla en el centenario del nacimiento de Alejandro Obregón, durante los meses de agosto y septiembre se realizarán las siguientes conferencias virtuales:
Obregón, la trampa del ángel.
Samuel Vásquez. (13 de agosto).
1962: el año de las dos Violencias. Obregón y las repercusiones de un doble hito en Colombia.
Christian Padilla. (20 de agosto).
Obregón, Mutis y Gabo: amistad e identidad.
Ramón Cote. (3 de septiembre).
Obregón, la década del setenta, transición del óleo al acrílico.
Eduardo Serrano. (10 de septiembre).
El premio de la Bienal de Córdoba y la polémica de Marta Traba.
Cristina Rossi. (17 de septiembre).
La lectura formalista de la obra de Alejandro Obregón y la domesticación de su contenido crítico.
Isabel Cristina Ramírez. (24 de septiembre).
Querido lector: nuestros contenidos son gratuitos, libres de publicidad y cookies. ¿Te gusta lo que lees? Apoya a Contexto y compártelos en redes sociales.
Fabián Buelvas
Autor del libro de cuentos La hipótesis de la Reina Roja (2017, Collage). Ha escrito para El Malpensante, El Heraldo y Corónica. En 2017 obtuvo el Premio de Novela Distrito de Barranquilla, con Tres informes de carnaval. Es profesor de Psicología en la Universidad del Norte.