Ramón era un estrábico integral. Un bizco orgánico, un interlocutor delicioso, un autor lleno de anécdotas al que le preocupaba el olvido.

Tan divertido y curioso como los libros que escribía, Ramón Illán Bacca nos acostumbró a verlo aparecer en lugares o reuniones a las que no había sido convocado y no llegar en cambio a la mayoría de encuentros a los que era invitado. Si lo citaban a La Cueva iba derecho al Amira de la Rosa. Invitado al Carnaval de las Artes, aparecía, digamos, en la Universidad del Norte. Ramón era un estrábico integral. Un bizco orgánico, un interlocutor delicioso, un autor lleno de anécdotas al que le preocupaba el olvido.

Cuando muchos escritores del mundo se ufanaban de su amistad con el Nobel de Aracataca, Ramón escribió su crónica muy personal “Cómo no conocí a García Márquez”. Hace muchos años me contó que había terminado en el suelo de un cementerio de Ciénaga, agarrado a las manos del obispo de Santa Marta, mientras asistían al sepelio de un contrabandista, atacado a bala por una banda de mafiosos.

“Vengo a que garantices mi inmortalidad”, dijo una tarde al llegar a mi oficina, creyendo que estábamos en la Librería Nacional.”Necesito que por lo menos editen mis obras completas. Es que mis libros son buenos pero no tienen buena suerte. Acaban de cerrar la editorial que estaba ad portas de publicar mi última novela”.

 

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El paraíso de Bacca fueron los libros.

Hace muchos años me contó que había terminado en el suelo de un cementerio de Ciénaga, agarrado a las manos del obispo de Santa Marta, mientras asistían al sepelio de un contrabandista, atacado a bala por una banda de mafiosos.

Ramón paseaba por todas partes su alma de perdido. Amaba la literatura. Su amor al dulce le correspondió con una diabetes temprana.

Una noche me habló de sus años como seminarista. Estudiaba latín y le apasionaban los milagros: “Yo iba a la capilla con la segura convicción de que se me iba a aparecer la virgen o iban a moverse las estatuas”. 

El milagro podía ser cotidiano, ocurrir a la vuelta de la esquina. Claro, una lotería que nunca le tocaba a él. “Pero –me advirtió Ramón Bacca– yo era rápido para recuperar mi fe. Creo que todo empezó con Supermán. Estaba seguro de que elevando una mano al cielo y apretando contra mi vientre el puño de la otra, alzaría el vuelo”.

Al parecer, ensayó de nuevo y ya debe estar en el paraíso. 

¡Adiós, Ramón!

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Heriberto Fiorillo

Escritor, editor y gestor cultural. Autor de La Cueva, crónica del Grupo de Barranquilla; Arde Raúl, la terrible y asombrosa historia del poeta Raúl Gómez Jattin; Nada es mentira; Cantar mi pena; La mejor vida que tuve; y El hombre que murió en el bar. Cineasta, guionista y director de Ay, carnaval; Aroma de muerte y Amores lícitos, entre otros. Es director de la Fundación La Cueva y del Carnaval Internacional de las Artes.