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Foto: Wilson Sánchez. Unsplash.

Para que Colombia deje de fragmentarse vamos a necesitar un gran acuerdo ético alrededor del valor de cada vida humana. No podemos seguir viviendo en un país en el que haya que contemplar la posibilidad de no regresar a casa cada vez que salimos a la calle.

Hace unas semanas, un martes por la tarde quizás, estaba trabajando en un café, sentado junto a la ventana. Levanté la mirada, distraído, y vi cómo una señora, que llevaba de la mano a una niña pequeña salió apurada del lugar para alcanzar a tomar el bus que acababa de detenerse justo enfrente. Llevaba en la mano una bolsa con lo que había acabado de comprar. Encartada, hizo un movimiento y el sándwich cayó al piso. Hizo un gesto de frustración, agravado quizás porque el bus había partido. Se quedó parada conteniéndose, imaginé, porque le acaba de pasar una de aquellas pequeñas cosas que nos pueden amargar el día de manera inobjetable.

Inmediatamente, vi como salió del lugar –apurado también– el vendedor y le entregó otra bolsa con algo. Fue un gesto tan rápido como espontáneo que me conmovió, pero sobre todo, me sorprendió: uno se acostumbra a la hostilidad de la calle. Por eso, un rato después, cuando iba a salir del lugar, me acerqué, miré su nombre en la solapa, y le dije:

–Oye Toni, vi lo que hiciste con la señora.
–Bueno, ví que se le cayó el sándwich… y fue cómo, ahh qué mal que le haya pasado eso.
–Pero, ¿ustedes reportan esos productos como defectuosos y tienen algún margen para esos casos?
—Hmm fue más una cosa de sentido común. La señora acababa de comprar algo y se le cayó sin probarlo.

Me despedí de él, sintiéndome como un idiota por intentar buscar una elaborada justificación a un gesto de empatía o de solidaridad elemental. O de sentido común.

Recordé este episodio en estos días que estamos presenciando actos transmitidos por las redes sociales en los cuales la empatía y la compasión están ausentes, en los que la vida humana, perdón el cliché, no vale nada. Y es que creo que estamos asistiendo a un momento histórico de deshumanización sin precedentes. Un momento en el cual la vida humana parecería valer menos que un discurso oficial, que un celular, que una protesta, que una estadística, que un episodio de ira.

No estoy asumiendo la cantaleta de la fracasomanía nacional: hace unos días en Barcelona un taxista arrolló sin más a un motociclista y a su hija; en La Coruña asesinaron a golpes a un joven mientras le gritaban maricón; y desde Cuba hasta Hong Kong la policía reprime sin piedad a quienes protestan. Es decir, en cualquier lugar del mundo se puede encontrar la muerte en una esquina. Pero en Colombia la violencia se volvió parte del paisaje otra vez.

Por eso, si queremos que el país deje de fragmentarse de manera irremediable, vamos a necesitar un gran acuerdo ético alrededor del valor de cada vida humana en su individualidad. No podemos seguir viviendo en un país en el que haya que contemplar la posibilidad de no regresar a casa cada vez que salimos a la calle. De lo contrario, seremos un país éticamente fallido.

Estamos asistiendo a un momento histórico de deshumanización sin precedentes. Un momento en el cual la vida humana parecería valer menos que un discurso oficial, que un celular, que una protesta, que una estadística, que un episodio de ira.

Todas las vidas son potencialmente llorables

En su libro Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy (Taurus, 2020), la filósofa Judith Butler propone una ética política de la no violencia articulada sobre la idea de que todas las vidas son potencialmente llorables, pues cada vida merece un futuro cuya forma no conocemos y que “posee el estatus de un potencial radical, un potencial que se comparte y se activa por otras vidas, un potencial que implica la vida de uno en la vida del otro”.

Si consideramos a todas las vidas humanas de este modo se siguen dos consecuencias. La primera es que ninguna vida debe perderse y se lloraría cada vida perdida. Y la segunda es el imperativo de salvaguardar el futuro abierto de una vida y no imponer la forma que adoptará esa vida, el camino que seguirá.

Poner colectivamente en el centro el valor de cada vida humana quizás sea una utopía en este mundo desencantado y en este país roto. Pero no se trata de un sermón de moralina. De hecho, la profesora de la Universidad de California (Berkeley) advierte que se trata de una cuestión política más que legal. Por ello, negar la violencia del Estado y justificar las otras violencias genera “una cultura política y un ethos en los que la violencia está presente”, en la que los actos violentos se han podido exonerar o dejar pasar, lo cual actúa como una legitimación de nuevas violencias.

Una conciencia ética compartida

La deshumanización adopta varias formas. Pero en síntesis, consiste en asumir que hay vidas valiosas y otras que no lo son. El listado de las segundas es de sobra conocido, así que no entraré en ello. Solo quisiera advertir que el desprecio hacia ciertas vidas es consecuencia del desprecio hacia sus formas de vida, aquellas que no coinciden con nuestro grupo, partido, ideología, religión, estatus social o simplemente porque no nos generan simpatía.

Desde la formulación de la regla de oro –“Haz a los demás lo que quisieras que te hicieran”–, la humanidad en general y los filósofos morales en particular se han ocupado de formular máximas que deberían educar nuestra conciencia moral y orientar nuestra conducta de modo empático y razonable. La parábola bíblica del buen samaritano ilustra la virtud de socorrer a un desconocido. Y Kant, por ejemplo, creía que había en nosotros un imperativo categórico que nos impulsaba a “actuar de tal modo que tu conducta pueda ser tenida como ley universal para los demás”, un principio poderoso que reprocharía de antemano a los violentos, corruptos, injustos o simplemente, a los patanes o descorteses.

Pero en el reino de las justificaciones intelectuales, uno se encuentra que la insensibilidad y la maldad tienen también razones que las respaldan. La más insidiosa para la cultura política es aquella que sostiene que los adversarios hacen lo mismo, pero peor (en mayor proporción, durante más tiempo, da igual). Es decir, el cinismo del “ustedes también” es una forma de nivelar la ética por lo bajo. Por eso, además de razones y argumentos necesitamos apelar a las emociones y a los sentimientos que nos guían como ciudadanos.

De hecho, el sentido común al que aludía Toni está más próximo a un profundo sentimiento de injusticia que nos interpela en situaciones concretas y que, como plantea Amartya Sen en La idea de la justicia, nos mueve a hacer algo para corregirlo así la sociedad siga siendo globalmente injusta. El fin de la esclavitud, por ejemplo, tuvo que ver más con el desarrollo de una conciencia ética compartida que con el consenso en torno a una teoría de la igualdad. Entre nosotros, los grandes pactos políticos nacionales –como el Frente Nacional y la Constitución de 1991–, así como los procesos de paz han estado precedidos por expresiones sociales de hastío hacia la guerra y de ilusión con la paz.

Ahora bien, es difícil saber si esa conciencia ética compartida será de carácter familiar, grupal, comunitario, nacional o cosmopolita. De hecho, si Toni le hubiera repuesto el sándwich a su hermana, pensaríamos que no tuvo mayor virtud en ello, que era casi una obligación. El problema es que las sociedades híper-individualistas y consumistas contemporáneas carecen de resortes colectivos que les permitan desarrollar sentimientos de solidaridad y compasión hacia los extraños.

Por lo tanto, el reto ético de nuestro tiempo es desarrollar un sentido de humanidad y respeto por la vida de cualquier ser humano independientemente de su identidad racial, étnica, sexual o nacional. Reconocer, ni más ni menos, que la vida del vecino es tan llorable como la mía y la de los míos.

Iván Garzón Vallejo

Profesor universitario. Su más reciente libro se titula: Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano (Ariel, 2020). @igarzonvallejo