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Con 22 años Edgar Rentería corre hacia la gloria. Un hit de oro que sobrevuela la cabeza del pitcher y se cuela más allá de la segunda base le dan la victoria a los Marlins en la Serie Mundial de Béisbol de 1997.

Hace 25 años el beisbolista barranquillero Edgar Rentería conectó el histórico ‘hit’ con el que los Marlins ganarían la Serie Mundial de 1997. Crónica desde el otro lado del diamante beisbolero.

Era domingo, pero tengo un recuerdo sobrio del olor a cerveza. También recuerdo que supe que recordaría a las familias expectantes y a los pensionados balanceándose en las mecedoras, en camisillas, bermudas y chancletas; concentrados, ensayando en silencio el ruido futuro, la algarabía posible, bajo la luz amarilla frente a los televisores en las salas de las barriadas del Caribe. En las terrazas había perros echados, las lagartijas cazaban polillas atraídas por los focos –que no bombillos– y uno que otro despistado se preguntaba en la esquina por qué esa noche la banda no había acudido a la cita con el pretil como era costumbre. Era domingo. Hay cosas que se inventan pensando en cómo serán recordadas y contadas.

El 26 de octubre de 1997, en Miami, Florida, Marlins e Indios (Ahora Guardianes por aquello de la corrección política) jugaban el séptimo y último partido de la Serie Mundial de Béisbol. La serie venía empatada 3 a 3. El juego estaba empatado 2 a 2 y se había ido a extrainning. Parte baja de la entrada extra número 11. Edgar Rentería estaba al bate. Antes, Bobby Bonilla, un boricua jonronero, de esos que hacen que en sus manos el bate parezca una simple baqueta para tocar batería, había conectado un sencillo después de dos strikes y cero bolas en su cuenta. A esa altura del juego todo el mundo esperaba que Jim Leyland, el manager de los Marlins, cambiara la figura pesada de Bonilla por un corredor más rápido. Pero para él, Bobby era una especie de amuleto, y lo había mantenido dentro del cuadro a pesar de una temporada irregular. Se jugaba pelota con el presentimiento porque en esos tiempos la sabermetría de ahora ni siquiera se presentía.

Con el puertorriqueño en primera base, Gregg Zaun quiso poner en circulación a Bonilla tocando la pelota, pero falló en dos ocasiones mandando la bola de foul, y en el tercer intento le salió un bombeado vergonzante a los terrenos del pitcher. Bonilla regresó pesadamente a la primera base para evitar la doble matanza. Un out en la pizarra. Craig Counsell, un pelotero que bateaba haciendo un compás de 45 grados con sus piernas, el tronco erguido y el bate sostenido lo más alto posible, como si quisiera alcanzar mangos en el patio de la abuela, se paró en la parte izquierda del pentágono. Después de dos bolas y dos strikes, sacó un machucón entre primera y segunda, fácil para una jugada de doble play, pero Tony Fernández, el segunda base de los Indios fue por la pelota y sorprendentemente se le pasó por debajo de su guante. En una carrera eterna –desde la inicial a hasta la tercera–, Bobby Bonilla deslizó como pudo su pesada humanidad sobre la base, y cansado, tuvo que hacer su máximo esfuerzo para levantarse y no quedarse allí, acostado boca abajo, abrazado a la almohadilla. Con Counsell en primera y Bonilla en tercera, los de Cleveland le otorgaron base por bolas intencional al siguiente bateador con el fin de llenar las bases y tener la posibilidad del doble play o el out forzado en el plato. Luego, Devon White, bateando a la zurda, sacó un roletazo cargado a la primera base. Esta vez Fernández no falló, tomó la pelota a dos manos para asegurarla, lanzó al receptor, y Bonilla fue forzado en el plato. Dos outs en la pizarra.

Entonces vino El Niño. El barrio murmuró. El primer lanzamiento de Charles Nagy fue una curva que parecía alta y adentro, pero que bajó en el momento preciso y entró por el centro del plato. Rentería, engañado –o fingiéndose engañado para presionar una decisión a su favor del umpire–, encogió los brazos sobre su cuerpo y se salió de la caja de bateo dando pasos acompasados con esa estética que se aprende desde las ligas menores. Primer strike en su cuenta.

–¡Vamos, pelao! –dijo Mike Schmulson en el televisor con su dicción de notario consagrado.

Marlins, en su quinta temporada como equipo de las grandes ligas, eran los campeones de la Serie Mundial de Béisbol por primera vez, con un hit de oro del Niño, from Barranquilla, Colombia.

Volvió a la caja de bateo, afincó los pies sobre la seña que ya había hecho con sus zapatos sobre el terreno al momento de comenzar su turno. El siguiente fue un lanzamiento bajo y un tanto afuera del plato, Rentería estiró los brazos y conectó la pelota con la punta del bate. La bola pasó por encima del pitcher, picó justo después de la segunda base, Fernández intentó atraparla pero llegó tarde, y la pelota se internó lentamente dando rebotes suaves en predios del jardín central. Mientras tanto, Edgar flotaba emocionado hacia la primera base en una celebración espontánea, que no era parte de la estética aprendida en las ligas menores, que nunca había ensayado. Counsell, el alcanzador de mangos, cruzó el plato. 3 a 2 en la pizarra. El barrio gritó. Marlins, en su quinta temporada como equipo de las grandes ligas, eran los campeones de la Serie Mundial de Béisbol por primera vez, con un hit de oro de El Niño, from Barranquilla, Colombia, como le gustaba anunciarlo con su voz de tenor caribeño el gran locutor Ernesto Jerez.

De todo esto se cumplen 25 años. Edgar tenía 22 y la mirada tímida que todavía tiene. No sé a quien le escuché decir o donde leí, que Edinson Rentería, el hermano que siempre estuvo a su lado, durmió varias veces en el suelo para que los sueños de El Niño de llegar a las mayores los tuviera descansando en un buen colchón. Cierto o no, me emociona la cursilería de la épica deportiva. Esta va por mi cuenta: seguramente, cuando Edinson lo vio dando saltos de alegría hacia la primera base después de chocar la pelota, supo que todo el sacrificio había valido la pena.

Trece años después, en el televisor de un bar del centro de la ciudad de Querétaro, en México, lo vimos con mis amigos Raúl Nivón y Oscar Barrera, conectar un jonrón decisivo de tres carreras en la séptima entrada con los Gigantes de San Francisco, después de que los Rangers de Texas subestimaran su poder al bate dándole base por bolas al bateador anterior. Era 1º de noviembre. Era lunes, pero tengo un recuerdo ebrio del olor y el sabor de la cerveza.

 

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Javier Ortiz Cassiani

Es escritor e historiador de la Universidad de Cartagena. Ha sido profesor de las universidades de Cartagena, Jorge Tadeo Lozano (seccional del Caribe), los Andes y la Santo Tomás de Cartagena. Es doctorando en Historia de El Colegio de México.

 

 

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