alvaro-barrios

Foto: The Blow Up. Unsplash.

Un Estado efectivo, que ejecute cabalmente las políticas públicas, es un imperativo para resolver los problemas del país. Para esto es fundamental contar con un servicio civil capacitado y comprometido. Armando Montenegro escribe sobre este tema al que los gobiernos le prestan muy poca atención.

Desde los primeros días de la República la desorganización e ineficacia de la burocracia estatal colombiana ha sido un dolor de cabeza. La selección, promoción y manejo del personal público han sido caóticos. Nunca se ha sabido cuántos empleados públicos hay, qué hacen y cómo lo hacen. 

Puesto que la eficacia de la intervención del Estado depende en buena medida de la calidad y el desempeño de su personal, este problema tiene consecuencias negativas para el crecimiento y la mejoría de la calidad de vida de la población. De hecho, en los últimos años, los estudiosos del desarrollo económico han puesto creciente atención a este tema. 

A lo largo de la historia han sido infructuosos los intentos de modernizar la carrera administrativa y el servicio civil. La violencia partidista y el reparto de los empleos públicos como un botín excluyente impidió la profesionalización de la burocracia en buena parte del siglo XX. Aunque los primeros intentos de reforma se remontan al gobierno de Eduardo Santos en 1938, fue en 1957, con los acuerdos para crear el Frente Nacional y el plebiscito de ese año, que la Constitución estipuló que el acceso al servicio público estaría regido por el mérito y la antigüedad y prohibió la actividad política de los servidores públicos. En desarrollo de esas normas, en 1958 se creó el Departamento Administrativo del Servicio Civil, una comisión de reclutamiento y la ESAP, una escuela que debía ser de excelencia para elevar el nivel de la administración pública. 

Todo esto fracasó. Como los cargos se siguieron repartiendo con criterio político, pero paritario, se descuidó el mérito en la selección y el desempeño.  La ESAP nació sin ningún prestigio académico, en realidad, una entidad menos que marginal dentro de las universidades del país. 

La situación no mejoró con la Constitución de 1991. En su artículo 125 ordenó que todos los empleos públicos debían ser de carrera, la selección por mérito y el retiro por indisciplina y mal desempeño. Además, el artículo 130 creó la Comisión Nacional del Servicio Civil, entidad que debía realizar los concursos para la selección de los servidores públicos. De poco o nada valieron estas reformas. 

Subsisten los mismos problemas detectados desde comienzos del siglo XX. No existen cifras precisas sobre los funcionarios públicos y sus características (un exdirector DAFP dijo: “estuve ocho años,… y no hemos podido saber cuántos funcionarios hay”); el régimen de carrera no funciona o funciona mal; pululan los contratos de servicios, las nóminas paralelas y la inestabilidad; no existen mecanismos para evaluar el rendimiento y la eficacia del personal y, en consecuencia, no es posible premiar los buenos resultados o castigar la ineficiencia y la indisciplina. Dado que la Comisión del Servicio Civil es débil, de bajo nivel y mal articulada con los demás organismos, los concursos son escasos y de dudosa calidad. De esta forma, el mérito no guía el ingreso, la promoción y el desempeño. 

La administración del personal del Estado sigue regida por normas que desconocen los avances de las ciencias modernas de la administración, la estadística y la informática.

No debe sorprender que, sin buenas políticas generales, el sector público se haya llenado de carreras y regímenes especiales, sobre los cuales las instituciones como el DAFP poco o nada tienen que hacer. Jueces, maestros, militares, carceleros, funcionarios de la Procuraduría, la Contraloría, la Dirección de Inteligencia, los empleados de las universidades públicas se rigen por carreras separadas, creadas por leyes dispersas, sin que sea claro que estos regímenes excepcionales cumplan fielmente las normas constitucionales sobre mérito, promoción y disciplina.  

Y hay más problemas. La administración del personal del Estado sigue regida por normas que desconocen los avances de las ciencias modernas de la administración, la estadística y la informática; no tiene en cuenta la descentralización; pretende concentrarse, sin efecto alguno, en los concursos y olvida mecanismos modernos de promoción, evaluación y despido. Poco o nada se evalúa el impacto de la burocracia sobre el bienestar de la sociedad. 

Una buena reforma a la carrera administrativa debería estar en el centro de la agenda de la modernización del Estado colombiano y del desarrollo económico. Esta iniciativa debería basarse en un estudio profundo de la situación actual: las cifras, la composición, los problemas, los costos, los incentivos. Una misión técnica, apoyada por una institución mundial de primer nivel, que consulte expertos, académicos y dirigentes del sector, podría dar los lineamentos de la necesaria reforma constitucional y los urgentes desarrollos legales. 

Querido lector: nuestros contenidos son gratuitos, libres de publicidad y cookies. ¿Te gusta lo que lees? Apoya a Contexto y compártelos en redes sociales.

Armando Montenegro

Doctor en Economía de la Universidad de Nueva York. Fue Director de Departamento Nacional de Planeación, Presidente de ANIF y director alterno del Banco Mundial. En la actualidad es socio de Ágora, un banco de inversión y columnista de El Espectador.

 

 

https://pitta-patta.com/