Una imagen sintetiza la tragedia que se cobró la vida de 39 migrantes tratando de alcanzar las costas de la Florida y en la que solo sobrevivió Juan Esteban Montoya, nacido en Guacarí, Valle del Cauca.
39 migrantes ahogados en aguas de la Florida, un sobreviviente colombiano, y una sola imagen. Olvido y soledad, en “Palabra que mira”.
El juego de tonos sobre el agua –oro y plata– evoca a un grupo de surfistas en reposo después de la jornada, conversando acaballados sobre sus tablas viendo caer la tarde. Pero lo que aparece aquí es la soledad. La soledad jineteando a la esperanza volteada. Lo podríamos decir de otra manera. Podríamos decir que aquí hay un joven de apenas 22 años a expensas de la desesperanza, a la deriva, encaramado en el casco de la nave que hasta hace poco era el vehículo que lo depositaría en un mundo mejor –no hace falta ser marinero para saber que la desesperanza es la quilla de una embarcación haciendo de proa–. Uno también puede sentir muchas cosas viendo la imagen. A mí me produce dolor. Pero no el dolor común que sentimos ante la tragedia. Me duele incluso sin pensar en el contexto tan vasto como un océano que la postal tiene detrás; me duele justo ese instante de la infinita soledad de Juan Esteban Montoya Caicedo capturado por el lente.
El chico está quebrado, inmóvil, en desilusión sedante. No se le ve el rostro por el ángulo a contra luz, pero allí, parapetado sobre los restos del naufragio, su cuerpo revela la condición de resignado. Uno sabe que está mirando el barco que se acerca pero su expresión corporal no evidencia el ansia de ser salvado. No le salen los ademanes típicos del náufrago al que la inminencia del rescate lo lleva a sacar las fuerzas que ya no creía tener para que no quede la menor duda de que está allí con vida. No espera nada porque en ese momento siente que lo perdió todo. El carguero hubiera podido pasar a su lado y él simplemente lo hubiera visto alejarse sin quitarle la vista pero sin lanzar ningún grito de auxilio. Estamos ante la imagen de un joven apagado por las circunstancias de la vida. Tres días atrás –cuando la embarcación que había salido de las Bahamas naufragó con cuarenta pasajeros intentando alcanzar la costa de la Florida– había tratado de encontrar a su hermana de dieciocho años en medio de aquel caos líquido sin ningún éxito y los días posteriores vio cómo más de veinte personas que trataban de sobrevivir como él, aferrados al casco del bote, se fueron desprendiendo como frutas de racimo, y convertidos en cadáveres dispersados por las corrientes marinas. Mucho de él también se moría con el resto, como si el pensamiento se desprendiera del cuerpo.
Podríamos decir que aquí hay un joven de apenas 22 años a expensas de la desesperanza, a la deriva, encaramado en el casco de la nave que hasta hace poco era el vehículo que lo depositaría en un mundo mejor.
El año pasado se cumplieron cincuenta años de la publicación de Relato de un naufrago, un reportaje icónico que Gabriel García Márquez publicó primero por entregas en 1955 en El Espectador, usando el relato que Luis Alejandro Velasco –marinero de la Armada Nacional–, le contó en largas entrevistas. Velasco fue el único sobreviviente de ocho marineros que cayeron al agua en el mar Caribe, arrastrados por una carga mal asegurada en la cubierta del destructor A.R.C Caldas. Alcanzó a nado una balsa que cayó de la embarcación y sobrevivió diez días hasta que llegó a la costa del Caribe colombiano. En un guiño a las formas de titular de los cronistas de Indias, el verdadero nombre del libro de García Márquez es Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre. Todo estuvo bien hasta que confesó que el accidente no había sido causado por una tormenta en el Caribe –como declaró el presidente Gustavo Rojas Pinilla– sino por el exceso de peso en una embarcación oficial que venía a reventar de mercancías de contrabando. Juan Esteban seguramente no tiene las habilidades narrativas de Luis Alejandro, tampoco será declarado héroe nacional, ni besado por reinas ni paseado en un carro de bomberos ni se hará rico por la publicidad. Será olvidado inmediatamente, como se olvida a los miles de seres humanos que a diario ofrendan sus vidas a las aguas huyéndole precisamente a eso, al olvido de la sociedad.
Javier Ortiz Cassiani
Es escritor e historiador de la Universidad de Cartagena. Ha sido profesor de las universidades de Cartagena, Jorge Tadeo Lozano (seccional del Caribe), los Andes y la Santo Tomás de Cartagena. Es doctorando en Historia de El Colegio de México.