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A pesar de lucir desordenado, el debate de “El Tiempo” y “Semana” del pasado lunes 23 de mayo tuvo una histórica audiencia de 916.000 televidentes en el país.

Para los comicios presidenciales de 2022 en Colombia los debates parecen no cumplir su propósito. Los ciudadanos se han quedado sin elementos para ratificar, cambiar o tomar decisiones.

La presente campaña electoral deja la impresión de que poco se ha debatido. Hay más insultos que propuestas, y éstas, si se presentan, se hacen sin mayor sustento. Los debates presidenciales han estado enmarcados por las dificultades propias de la política colombiana donde los partidos juegan un papel menor, por la ausencia de algunos candidatos, y principalmente por la superficialidad de parte de quienes los conducen o hacen las preguntas.

Según la teoría política, en los debates los candidatos se confrontan ideológicamente en igualdad de condiciones, exponiendo sus propuestas y su postura frente a diferentes temas de interés nacional. Buscan que los votantes, en particular los indecisos –que no son pocos– despejen sus dudas sobre los candidatos o que incluso cambien de opinión. Por esto, los debates se consideran un buen ejercicio de la democracia, de la transparencia y de la libertad de expresión.

Desde la masificación de los medios de comunicación, estos ejercicios suelen tener una alta audiencia y usualmente los moderadores son periodistas de reconocida trayectoria. Un ejemplo clásico es el primer debate presidencial televisado en Estados Unidos para las elecciones de 1960 entre Richard Nixon, entonces vicepresidente por el Partido Republicano y John F. Kennedy del Partido Demócrata. Llegar en un solo ejercicio a más de 70 millones de personas cambió para siempre la manera de hacer política.

Antes del debate, Kennedy tenía varios factores en contra que resolvió con la solvencia de una excelente preparación. No fueron únicamente sus respuestas sino también la proyección de una figura fresca, saludable, la utilización de un traje oscuro para resaltar su figura en televisión, entre otros detalles, lo que le dio la ligera ventaja que le permitiría ser elegido unas semanas después. El formato fue similar al que hoy se utiliza con un moderador y periodistas planteando temas y cuestionarios. Tiempo limitado, contrapreguntas y espacios para presentar propuestas generales. Con el tiempo, los debates se volvieron parte importante de los procesos de elección popular de gobernantes en América Latina.

Para los comicios presidenciales de 2022 en Colombia los debates parecen no cumplir su propósito. Su alcance ha sido limitado. Los ciudadanos se han quedado sin elementos para ratificar, cambiar o tomar decisiones.

En primer lugar, resaltan las dificultades organizativas. Anteriormente un grupo amplio de medios acordaban su realización, lo que garantizaba la mayor audiencia posible al tiempo que neutralizaba posibles preferencias políticas de los organizadores.

Usualmente se utilizaban canales de alcance nacional. No podemos desconocer la importancia de las redes y canales digitales pero tampoco podemos negar que los canales principales de televisión aseguran un mayor cubrimiento.

En un país con problemas tan complejos para los cuáles existen diagnósticos y propuestas muy interesantes elaboradas por expertos, centros de pensamientos y diversos líderes de opinión, la discusión, con poquísimas excepciones, no superó lugares comunes, la publicidad negativa, el chisme, la puya.

De otro lado, tradicionalmente se aseguraba la participación de todos los candidatos. Si bien esta es una decisión de los participantes o sus campañas, es un hecho que refleja la falta de voluntad de debatir y, de alguna manera, la pérdida de importancia de partidos políticos organizados. En democracias modernas asistir a un debate es, o debería ser, casi que una obligación.

Entrando en el evento en sí, en el más reciente fue notorio el desorden del formato. No hubo un moderador único, ni respeto a las reglas establecidas. Los candidatos se interrumpían, se apoderaban de la palabra, utilizaban más tiempo del establecido o ni siquiera contestaban lo que se les preguntaba.

Pero lo más decepcionante fue el nivel de las preguntas y por lo tanto de la profundidad en el tratamiento de los temas. En un país con problemas tan complejos para los cuáles existen diagnósticos y propuestas muy interesantes elaboradas por expertos, centros de pensamientos y diversos líderes de opinión, la discusión, con poquísimas excepciones, no superó lugares comunes, la publicidad negativa, el chisme, la puya, y la reiteración de frases y afirmaciones sin fondo. Preguntas cuyas respuestas se anticipaban, como la de si invitarían o si aceptarían una invitación a una reunión, o que harían con fulanito en tu gobierno, o si saludarías a sutanita, no aportan al sentido del debate. Como tampoco abordar temas complejos sin indagar en la racionalidad de las respuestas, muchas veces porque quienes preguntan no dominan los asuntos tratados, lo que genera la superficialidad.

No se pregunta, no se puntualiza, no se cuestiona, solo se deja que todos hablen al tiempo. Ojalá, en lo que queda de campaña suba el nivel. Esto corresponde más a los organizadores que a los mismos candidatos. Estos deben preparase bien y, como Kennedy, aprovechar el momento para atraer y convencer.

julio-martín
Arnold Gómez Mendoza

Empresario, PhD en Economía de New York University, profesor de la Universidad del Norte.

 

 

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