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Panorámica de Sevilla dominada al fondo por la Giralda. El casco histórico de la capital andaluza es uno de los mayores de España y es una de las ciudades con más monumentos catalogados en Europa.

Un viajero es en esencia un inconformista que no se resigna con lo que tiene en las manos porque sabe que el mundo le pertenece. La autora de este texto narra, en clave femenina, su visita a la capital andaluza.

Terminé en Sevilla por rebeldía. Había tenido un sueño en el que unas mujeres en pleno aquelarre se quedaban mirándome, esperaban un acto o una palabra de mi parte pero me desperté. Estaba en vísperas de dejar definitivamente a quien fue mi compañero de aventuras durante nueve años. Aquella cosa que uno conoce en la vida adulta: hacer lo que se debe aunque duela me llenaba de razones o de pretextos –que es lo mismo– para dejarlo mientras él vivía como-si-nada-en-el-mundo. Lo miraba aferrado al timón de aquel Xsara Picasso con sus rizos al aire y la carretera de Extremadura a lado y lado ¡La frescura!

60 kilómetros antes de llegar a Sevilla paramos en un café de la autopista y dudosa cómo estaba, había olvidado sentirme segura de lo que ya sabía “Quiero un macchiato, eso es poco café con mucha leche, ¿no?” y el esposo me interrumpía “Eso no se llama así, hombre, lo que quieres es un cortado”. Debió haberlo dicho con bastante agresividad porque la mujer de la barra lo espetó diciéndole que, en efecto, aquello era un macchiato. Cuando él se hubo dado la vuelta la mujer me dijo “Mándalo a tomar por culo” y me miró con tanto fuego en los ojos que no pude sino darme cuenta de que era una de las brujas del aquelarre de mi sueño.

Decidí hacerle caso a la señora y muy oronda le dije al esposo que continuara su viaje a Cádiz solo, yo me bajaba en la próxima ciudad y eso era Sevilla.

Él aparcó en cualquier lado, yo bajé mi mochila del carro para después verlo atravesar un puente sobre el río Guadalquivir, echar humo negro por el exosto y decirme adiós por el espejo retrovisor con toda tranquilidad.

 

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Fenicios o tartesios, romanos y musulmanes fueron algunos de los pueblos que se asentaron en Sevilla en la antigüedad. El paso de estas culturas se evidencia en los monumentos y la arquitectura sevillanas. Foto: Ifrah Akter. Unsplash.

Lo primero que hay que hacer cuando se llega a una ciudad desconocida sin tener planes es buscar alojamiento. Me conecté a internet y encontré un hostal no muy lejos. Con el mapa en el teléfono, el peso de mi mochila y mis piernas fuertes llevándome por un laberinto de callejones me sentí capaz de todo, solo quedaba rogar que hubiese sitio en el albergue.

Me recibió un muchacho portugués, moreno y chiquito que me recordó a Mariecito Tolentino, uno de mis vecinos en Barranquilla. Me dio las llaves de una habitación para cuatro personas, los objetos de valor eran para ser dejados en un pequeño locker con un muy frágil candado. “No importa” –pensé– la cosa más valiosa que tenía ya no podía quitármela nadie.

Una vez instalada, lo segundo que una viajera hace es salir a vagabundear. Nada de mapas o guías turísticas. Seguí las indicaciones de Mariecito y andé por una calle larga y asoleada que me llevo de frente al río Guadalquivir y vi una hilera de restaurantes que parecían cerrados. Ya eran casi las tres de la tarde y no había tomado sino aquel macciato pero no tenía apetito.

A pesar de ser caribeña comencé a sentir que el calor de Sevilla es de otra cepa, capaz de engullirse la vida. Las calles comenzaban a vaciarse. Era como si todas las cosas hubieran perdido su capacidad de movimiento. Me instalé en un restaurante con vista al río Guadalquivir, que parecía petroleo de tan espeso, elegí al azar y me encontré con un plato de cosas fritas y correosas.

En Sevilla las cosas no están detenidas sino que son densas. El chocolate de la mañana espeso como el reloj de Dalí, las frituras asfixiadas en su aceite, el pescado ahogado en su salsa. El flamenco como desenredando hilo por hilo un nudo imposible de desenmarañar. No existían los pájaros y a los arboles, como estatuas, no se les movía ni una hojita.

Después de la comida quise seguir mi expedición pero el calor era en verdad demasiado intenso, subía como un vaho de las entrañas del asfalto y nos asfixiaba. Ni rastro de los sevillanos, solo cruzaban ingleses jadeando, rojos como un tomate, con las piernas y los brazos del color de los camarones en el sartén. Noté que traían siempre un litro de agua bajo el brazo y los imité. No existe otra manera de andar por Sevilla en pleno verano.

 

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Luego del descubrimiento de América en 1492, Sevilla se convirtió en el centro económico del Imperio español. Los Reyes Católicos fundaron la Casa de Contratación, desde donde se dirigían y contrataban los viajes, así como controlaban las riquezas que entraban de América.

En Sevilla las cosas no están detenidas sino que son densas. El chocolate de la mañana espeso como el reloj de Dalí, las frituras asfixiadas en su aceite, el pescado ahogado en su salsa. El flamenco como desenredando hilo por hilo un nudo imposible de desenmarañar.

Al cabo de veinte minutos di media vuelta rumbo al hostal, ahora Sevilla era una ciudad fantasma, muda y desierta. Los sevillanos confinados, haciendo sus siestas obligatorias en sus habitaciones oscuras, cerradas a cal y canto.

Mariecito había mencionado que en la azotea del hostal había una pequeña piscina. Allí estaban todos: Ariane, la inglesa de origen pakistaní que viajaba alrededor del mundo; Anna, la maltesa que era enfermera en La Valete y estaba buscando compañía (femenina) para bajar hasta Marruecos; Jane y Joe, dos norteamericanos que venían a Europa por primera vez y un grupo de chicos italianos que hacían un viaje de amigos.

Desde allí se veían todas las terrazas de Sevilla, con sus buganvilias, como en Cartagena. En la piscina comenzamos a hablar de la carretera, de dónde veníamos y hacía adónde íbamos, dándonos consejos de restaurantes, pueblos y playas.

No había más remedio que esperar a que fuese de noche para explorar Sevilla, decían.

Los italianos prepararon una pasta carbonara para el grupo –ya éramos un grupo– y uno de ellos me hablaba en tono íntimo. ¿Qué cosa es la atracción sino eso, dos imanes que sin entender su causa obedecen a eso que desde adentro clama?

Mariecito se apareció perfumado y con el pelo engominado y nos anunció que nos llevaría de fiesta, nos acogió entre sus brazos y nos llevó por entre los callejones sevillanos hasta que aparecimos frente a la Torre del Oro. Ana preguntó de dónde había salido y alguien respondió que la mandó a construir un gobernador moro. Los árabes vivieron aquí casi ochocientos años, mencioné, “Y luego Isabel la Católica los echó como perros”, dijo Ariane.

 

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El barrio de Triana, a orillas del río Guadalquivir, fue tradicionalmente un barrio de marineros, obreros, alfareros e industriales, famoso por sus toreros, cantaores y bailaores de flamenco.

El grupo siguió avanzando pero con Ariane seguimos comentando el doble crimen de Isabel: cazadora de moros y judios, colonizadora de indígenas en América. Ariane me explicaba que el 97 % de la población de Pakistan es musulmana cuando, como por arte de magia, salió música de una ventana con el vozarrón de Camarón de la Isla entonando: “Río de Guadalquivir, río de Guadalquivir, adónde se fueron los moros que no se quisieron ir”.

Nuestro guía nos metió en un bar al lado del río que se llamaba “Manhattan” y que estaba repleto de turistas. Ariana, Anna y yo nos miramos: viajeras de mochila en la espalda, hoteles sin reservar y aventura. “Manhattan” no estábamos buscando.

El italiano de la atracción estaba ahora enojado porque ya no hablaba con él y Anna me dijo al oído “Así son esos italianos, se creen dueños tuyos enseguida, les das un poquito de atención y creen que ya te tienen, huye de ellos como de la peste” y yo le expliqué que jamás hubo segunda intención de mi parte porque estaba casada, mi esposo estaba en Cádiz. Jane y Joe que escuchaban la conversación saltaron como un resorte “Estás casada y aquí, sola, en la noche, ¿buscando qué? ¿Dónde está tu anillo? Yo jamás dejaría a mi esposo/a sola porque el matrimonio…”

Les respondí hablando confusamente de libertades e individualidad y de querer seguir siendo yo a pesar de todo, pero me enredé.

Por la mañana salí con Ariane y Anna a ver Sevilla desde el mirador de La Giralda, luego las chicas entraban a un bar de tapas pero yo llamaba al esposo y tomaba el próximo tren a Cádiz. Al borde de la puerta de la estación de trenes el único pájaro de la ciudad estaba muerto, pensé en los moros y pensé en mí. Aquí vinimos a buscar amparo pero antes o después morimos, nos echan o nos vamos.

Liz Viloria

Escritora barranquillera. Doctorante en la Sorbona (Paris) y Ca’ Foscari (Venecia) con una tesis sobre el estatus de las mujeres en el Caribe.