Margarita Garcia

Parrandero, mecenas de la música vallenata y gran amigo de sus amigos, Roberto “el Turco” Pavajeau zarpó de este mundo a la edad de 81 años. Foto: Henry Mostter.

Puede que no nazca otro parrandero como Roberto Pavajeau. El escritor Felipe Núñez Mestre charló con él, en vida, en el patio de su casa. Allí “el Turco” recordó charlas y parrandas en su quiosco, y los primeros pasos en la música de leyendas como Alejo Durán y Alfredo Gutiérrez.

La historia de Roberto Pavajeau, el Turco”, se confunde con la historia del vallenato. Nos damos cita en su casa, a un costado de la plaza Alfonso López. Me advierte que por su quiosco han pasado todos los reyes vallenatos, o al menos los buenos. Los dos patios de la casa están comunicados por una puerta de rejas metálicas por la que van y vienen pollos de campo. 

Hay un árbol centenario plantado en cada patio. El primero, que suma sombra al quiosco, es un mamón macho con bombillos enredados como frutas para las noches de parranda, al que no se le ve la copa desde abajo. El otro es un matarratón que pudo haber pasado desapercibido de no ser porque el Turco me muestra esa foto que he visto muchas veces en Google; la tomó Gustavo Vásquez y en ella posan, de derecha a izquierda, Rafael Escalona, Hernando Molina Maestre, Gabriel García Márquez, Roberto Pavajeau –el papá del Turco–, Álvaro Cepeda Samudio y Clemente Quintero. Todos los hombres de la foto están muertos. El árbol sobrevive. Los muertos se apilan como generaciones de hojas secas.

Calixto Ochoa, músico y chofer

–De niño conocía a Calixto –dice el Turco.

Lo veía pasar a lomo de burro todos los días, soplando el pito con el que anunciaba la llegada de la leche a las seis de la mañana. Después coincidió con él en Medellín. Roberto vivía en una casa vieja junto al Hotel Nutibara. El corazón le saltó al escuchar un acordeón a lo lejos. Buscó la fuente de las notas musicales por la cuadra entera. Calixto Ochoa vestía pantalón caqui y botas de trabajo. Estaba en Medellín para grabar un disco. Su cordialidad era campesina y, entre tragos, le pidió al Turco que lo acompañara al estudio de Discos Fuentes, donde se iba a producir el vinilo de 78 revoluciones con ‘Músicos y choferes”’en la cara A y ‘Si el mar se volviera ron’ en la cara B. Calixto confirma el encuentro al final de la primera canción: 

Ahora que ya yo sé manejar,
mi vida será doble e feliz,
porque me voy a comprar un jeep
pacargar las mujeres de a par…
Claro que sí. Así que anota, Turco, esa. 

Una foto legendaria reposa en los archivos de “el Turco” Pavajeau: Cepeda Samudio, García Márquez y Rafael Escalona, en compañía de Hernando Molina Maestre, Roberto Pavajeau padre, y Clemente Quintero. Foto: Archivo personal.

El fin de la parranda

El Turco no es solo un parrandero. Es un coleccionista de parrandas. Desconfía de los acordeoneros jóvenes. De los que tocan y no cantan, quizá con excepción de Miguel López, el Rey mudo”. Dice que a Escalona no le gustaba la caja en parranda porque sonaba muy duro. Que una vez discutió con Juancho Polo por pegarle una palmada en las nalgas a una de las empleadas de su casa. Que nunca creyó que Leandro Díaz fuera ciego de verdad verdad, porque conocía el color de las mesas y sabía dónde estaba sentado cada invitado, que a veces llegaban a ser más de ochenta. Que Alberto Pacheco fue el primer Rey bachiller. Que a los borrachos peleoneros se los manda a dormir y a los peleoneros de verdad no se los invita. Me cuenta esto señalando los lugares para que yo me imagine a los personajes sentados por todo el patio.

Arruga la frente cuando le pregunto por su primera parranda. Se lleva la mano al mentón. Se defiende diciendo que han sido más de quinientas (¡solo en su patio!). Su gesto no es de amnesia o demencia senil. Es el de quienes empezaron a besar desde muy niños y no saben cuál fue su primer beso. La última parranda la tiene más clara: fue para su cumpleaños en septiembre.

El Turco dice que la parranda se está acabando porque los acordeoneros se han vuelto pretenciosos. Antes no cobraban, pero la gente les daba. Se dejaban atender por los anfitriones y se quedaban a beber. Hoy tienen que tocar rápido porque cobran. No beben porque están agendados con cinco y seis parrandas para el mismo día. El Turco afirma que el mejor acordeonero de todos es Alfredo Gutiérrez. Salta de un tema a otro con naturalidad, tal vez por la costumbre de no tener delante a una sola persona sino a varias. No hay parrandas de dos; transcurren en conversaciones enriquecidas por la abundancia de voces. La sucesión de parrandas es un tejido de conversaciones que configura la tradición de los cuentos que hoy son leyenda y que respaldan la tradición misma del vallenato. Alfredo es el mejor porque toca como le pidas, y te canta con el lloradito de Alejo o ahogado como Zuleta, el viejo”, me aclara el Turco y añade que lo conoció por un bautismo al que lo invitaron en la sabana.

Un joven Alfredo Gutiérrez con sombrero vueltiao sonríe ante la cámara. Foto: El Heraldo.

La primera serenata de Alfredo Gutiérrez

Por esos azares del parrandero, el Turco llegó a Sincelejo a enamorarse de la Señorita Sucre. Recuerda que el papá de la reina le guardaba el mismo odio siniestro que cargan todos los suegros del mundo hacia los pretendientes parranderos de sus hijas. No lo querían por ser del valle y por bebedor. Y haciéndose al método más eficiente que conocía para ganar el amor definitivo de una muchacha, el Turco decidió llevarle a la reina una serenata de acordeón.

Le dijeron que Calixto Ochoa estaba en Sincelejo, pero no lo encontró, y más preocupado por la serenata en sí misma que por quien la diera, contrató al joven talento Alfredo Gutiérrez, que a pesar de sus 22 años ya mostraba perfil para convertirse en uno de los grandes del acordeón. Llegaron frente a la casa de la reina a la una de la mañana. El Turco se levanta de su asiento con un acordeón imaginario entre las manos y me dice que haga de cuenta que el descanso de la silla es la defensa de uno de esos jeeps Willys que recomendaba Calixto Ochoa para conquistar: monta el pie en el carro y abre el acordeón a más no poder. El gesto es suficiente para que yo entienda por qué el relato sigue con las mujeres de toda la cuadra asomadas a sus balcones y con otros reprochando lo absurdo de la escena. Fue la primera serenata de Alfredo Gutiérrez y la primera con acordeón en Sincelejo.

Alejandro Durán, el mejoral de la amistad 

–A Alejo Durán lo traje yo a Valledupar –dice.

Sincelejo tenía la mejor gallera de la costa y el Turco viajó con la doble intención de apostarle al gallo de su hermano, la Mecedora, y para visitar a su pretendida, la reina. Los antecedentes del gallo eran buenos en Valledupar y su estilo de combatir, de atrás para adelante y vuelta atrás, hacía honor a su nombre. La Mecedora perdió contra la Amistad, un gallo negro de Montería con un nombre premonitorio. El Turco perdió dos apuestas más antes de irse al bar de la gallera a lavarse la mala suerte con ron. En el bar, un gallero tolimense al que conocía de parrandas, consciente de los gustos musicales del Turco, le trajo del fondo de la cantina a un acordeonero a quien él solo conocía de nombre: Alejandro Durán.

El Turco presentó a Alejo con los galleros vallenatos. Lo montaron en el platón de la camioneta y le pidieron que tocara su acordeón de camino al hotel. El Turco se ríe al decir que los chiflaron por corronchos desde los teatros y las plazas. Bebieron toda la noche. Alejo no tomaba, pero se quedaba. Fumaba mucho. Se ganó el corazón del Turco por llevarle al día siguiente un alka-seltzer para el guayabo. El Turco se despertó sin dolor de cabeza esa mañana, pero se tomó la pastilla por lo bonito del gesto. Entonces le dijo a Alejo que se estaba organizando un festival de acordeón en Valledupar, parecido al que habían hecho el año anterior en Aracataca. Invitó a Alejo a participar y a bajarse en su casa. Alejo rechazó la invitación a concursar, pero aceptó venir al patio del Turco solo en son de parranda. Y vino. Su anfitrión lo inscribió en secreto al festival, en parte porque Alejo Durán no sabía escribir. Después de una parranda de tres días, un político momposino vino corriendo adonde el Turco para decirle que Alfonso López Michelsen quería escuchar a Alejo. Durán aceptó dichoso y a los tres días regresó a la casa del Turco con la corona del primer Rey Vallenato.

Parada más allá de la estatua del Sagrado Corazón, entre los palos de plátano, nos oye María, sobrina segunda de Alejandro Durán y nieta de Asunción Durán, hermano de Alejo. Se fue a Venezuela a los trece años, junto a su mamá, Timotea Durán, y sus ocho hermanos. Volvió a Valledupar el año pasado, con 58 años recién cumplidos, arreada por la crisis venezolana. Ahora se encarga de las cuestiones domésticas de la casa Pavajeau. María se siente ayudada, acaso sin desconocer que no es nueva la generosidad de la familia Pavajeau en los temas asociados al vallenato. 

Alejo Durán: la leyenda, el acordeón, el hombre. Foto: Sayco

Los gallos componen junto al acordeón y la parranda la trinidad del vallenato. Así de simple: el vallenato no se habría propagado por la región sin las galleras.

Colacho Mendoza, el lechero puntual 

En un rincón del segundo patio se distinguen las ruinas del expendio lechero en el que trabajó Nicolás Colacho” Mendoza. Colacho llegó a Valledupar, proveniente de San Juan del Cesar, a vender lotería en una bicicleta oxidada.

Los talonarios de la lotería comparten con los acordeones ese misterio que rodea los objetos de la suerte, la sencillez de los que se pueden cargar al hombro sobre las bicicletas o las bestias. Y más: los tres instrumentos del vallenato tradicional pueden ser cargados por un solo hombre, y esto es suficiente para entender que el vallenato es una música de nómadas. Se dice que Colacho Mendoza debe sus primeros conocimientos musicales a una academia en su región, dirigida por Nandito el Cubano, y que le fueron suficientes para ganarse un sitio en las fiestas de los pobres en Valledupar. 

Jaime Molina y Gío Pavajeau, hermano del Turco, lo encontraron a las tres de la mañana en los desayunaderos de la plaza Brasilia y lo trajeron a la casa para convertirlo en músico y chofer. Luego Colacho mismo enseñaría al Turco a manejar. Y como tocaba con acordeones de alquiler, rentados a Lorenzo Morales para los días que durara la parranda, los Pavajeau le compraron su primer acordeón, en lo que iba creciendo su nombre.

Los ojos del Turco son azules, de pupilas que se contraen con seriedad cuando describe a Colacho Mendoza como un trabajador responsable”. Agrega que no puede recordar una sola vez en que Colacho quedara mal con su oficio de traer la leche desde la finca hasta el expendio. Cuando estaba de parranda, era claro en advertir que se iba a las tres de la mañana a recoger los calambucos de leche a la finca Pavajeau. Esta es la razón de que el expendio Pavajeau fuera el primero en repartir la leche en Valledupar al sonido de acordeón. Los parranderos no se dejaban aguar la fiesta por el trabajo de un músico: se ofrecían a llevarlo hasta la finca y luego al expendio con tal que Colacho no dejara de tocar.

El Turco me muestra un papel viejísimo, fue enviado desde  Barranquilla y dirigido a Jaime Molina y a Darío Pavajeau en 1967:

Telegrama enviado por Gabriel García Márquez. El futuro Nobel invitaba a Jaime Molina y Darío Pavajeau al primer festival vallenato realizado en Aracataca en 1966. Foto: Archivo personal.

(A través maestro escalona me cabe honor haber heredado preciosa amistad uds. favor aceptarme cordial saludo y a la vez permítome invitarlos unión Colacho Festival Vallenato mañana Aracataca. García Márquez)

Colacho Mendoza ganó en Aracataca, pero se negó a participar al año siguiente en el primer Festival Vallenato de Valledupar. El Turco dice que Colacho solo entendió la importancia del festival cuando vio en las primeras planas de los periódicos la foto de Alejandro Durán con el acordeón desplegado. Pienso en que Colacho debía intuir que la plaza se llenaría de enrejadores, ordeñadores y campesinos del algodón que reclamarían a toda costa un rey parecido a su pueblo. Imagino a Colacho ensayando durante un año entero lo que tocaría en la tarima del siguiente festival, cuando puso su nombre de segundo en la lista real del acordeón, igual que Calixto Ochoa, que fue el tercero, y Alfredo Gutiérrez, que fue séptimo, undécimo y decimonoveno. Colacho Mendoza también sería el primer Rey de Reyes en 1987.

El hombre y la parranda

El lugar donde se levanta el quiosco funcionó como la primera gallera de Valledupar. Al igual que en los expendios de licor, en las galleras no se permitía la entrada de mujeres. De aquí que figuren pocas en los cuentos del Turco. Los gallos componen junto al acordeón y la parranda la trinidad del vallenato. Así de simple: el vallenato no se habría propagado por la región sin las galleras. Roberto Pavajeau, su papá, fue el primer odontólogo de Valledupar y era gallero. Darío Pavajeau, su hermano, fue uno de los galleros más reconocidos del país.

Las riñas de gallos fijan un circuito de parrandas que coinciden con las fiestas patronales de los pueblos: 8 de diciembre en San Juan, 25 de diciembre en Patillal, 29 y 30 de abril en Valledupar. El Festival Vallenato coincide con la conmemoración religiosa de la Leyenda Vallenata:

–Una celebración es religiosa y la otra es pagana –dice el Turco.

Antes del primer festival, en 1968, los gallos eran la fiesta pagana. La composición de la letra del vallenato materializa como puede los sucesos de la parranda y las galleras. El compositor actúa como cronista de chismes, fiestas, riñas, ambiciones y héroes. El Turco recuerda las canciones que lo nombran: la que lleva su nombre por título, compuesta por Fredy Molina e interpretada por Alfredo Gutiérrez, y el ‘Abrazo guajiro’ de Carlos Huertas, con Colacho Mendoza en el acordeón y la voz de Jorge Oñate.

Hay vallenatos compuestos a todo lo que existe. Los incidentes que quedaron por fuera del registro de la música vallenata viven en las personas como el Turco. Esas otras partes de los cuentos que no captó la crónica habitan en el parrandero. Crecen y se extinguen con la indiferencia del fuego en la memoria de cada uno. Todas las personas somos una metáfora de la parranda: juntamos azares, caminos, músicas y nombres. La memoria del Turco es una gran parranda de acordeoneros vivos y muertos.

El Turco se ha cambiado la camisa por una negra a cuadros. Tiene que ir a un velorio. Los pollos rondan el lugar en el que irá la mesa en el próximo festival. Las sillas y las mesas son de madera tolúa, cortada en cuarto menguante. Los espaldares y asientos de las sillas recuerdan el cuero de los tambores. Las hojas de los plátanos enmantelarán la mesa bajo el bastimento del sancocho de chivo, hecho sobre leña brasil y apoyado en tres piedras quemadas que el Turco me señala como se hace con un monumento. Hay algo triste en salir de su casa. Me despido y antes de salir lo oigo, sus palabras traen el tono de haber olvidado algo importante:

–Te invito al próximo festival para que hables con los viejos y los conozcas antes de que se mueran. ¡Porque esto se acabó!

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Felipe Núñez Mestre

Valledupar, 1992. Abogado con maestría en periodismo. Autor del libro de cuentos Todos somos islas, premio Casa de las Américas 2023. Ganador del concurso distrital de cuento ciudad de Bogotá 2018 y del III premio nacional de cuento La Cueva.

 

 

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