Margarita Garcia

Foto: Archivo Colprensa

Para Sigifredo Eusse.

Buena parte de mis recuerdos de Barranquilla son del barrio Boston, donde nací y viví hasta los dieciocho años, antes de irme a Los Ángeles, en los Estados Unidos.

Boston fue el primer barrio moderno de la ciudad, fundado por el ingeniero norteamericano William Ladd, quien lo bautizó así, con el nombre de la ciudad donde había nacido.

En Barranquilla, primero fue Boston y luego El Prado, barrio que construyó Karl Parrish para los más pudientes. Ladd diseño su sector pensando en las familias de nuestra clase media ascendente, barrio de calles bien trazadas y avenidas rectas de norte a sur.

Va desde la calle Murillo (45) hasta la 72 y de la carrera Veinte de Julio (43) hasta la avenida Olaya Herrera (46). Como todas las fronteras, algunas zonas colindantes de El Prado, el barrio Abajo, el Rosario, el Recreo y Las Delicias se confunden y sus habitantes asumen vivir en Boston.

De William Ladd nadie parece guardar aquí foto alguna. No se le hizo una estatua ni se le dedicó una calle. Fue olvidado por completo. Olvidado por los individuos de una sociedad que, vaya ironía, cree vivir en Miami y suspira por ser gringa. Lo olvidaron a él, que montó aquí la primera compañía telefónica, que fundó con John Vanderbilt el Colegio Americano y que donó los terrenos en los que se construyó el estadio Romelio Martínez.

William Ladd pertenece al combo de estadounidenses que vinieron a hacer ciudad y se quedaron a vivir, muchos de ellos, hasta su muerte. Hablamos de hombres como Elías Porter Pellet, Karl Parrish y Samuel Hollopeter, actores y testigos de una Barranquilla que dejó huellas.

Al barrio Boston llegó, hace 110 años, la estatua de Cristóbal Colón, que mi tío abuelo, Francisco Fiorillo, ordenó construir en mármol, desde 1892, a la compañía Tomagnini de Pietrasanta, en la provincia de Carrara, como un regalo de la colonia italiana a nuestra ciudad.

El regalo apenas pudo concretarse 18 años después, a fines de julio de 1910. A partir de esa fecha, la estatua del almirante recorrió varios sitios de importancia en Barranquilla, entre ellos la plaza de San Nicolás y el Paseo Colón, hoy Paseo Bolívar, hasta llegar al lugar que ocupa en la actualidad, frente a la iglesia del Carmen, en pleno Boston.

Nací en 1951, en una casa grande de la calle Victoria (la 59) con Líbano (carrera 45) a dos cuadras de La Cueva. Entonces todas las calles eran de arena y los niños del barrio, testigos de cómo el modernismo las iba cubriendo de asfalto.

De William Ladd, fundador del barrio Boston, nadie parece guardar aquí foto alguna. No se le hizo una estatua ni se le dedicó una calle. Fue olvidado por completo. Olvidado por los individuos de una sociedad que, vaya ironía, cree vivir en Miami y suspira por ser gringa.

Siempre he tenido la sensación de que la ciudad creció alrededor de esa casa, en realidad la casa de Herminia Prada, mi abuela materna, que había llegado huyendo de la violencia reinante en Piedecuesta, Santander, donde se masacraban liberales y conservadores. Mi abuela y su hermana, mi tía Juanita, lavaban en el río más cercano a la finca que habitaban, cuando de regreso a casa encontraron asesinados a sus padres. Aterrorizadas, tomaron lo que pudieron, entre ellos los anillos de su madre y se montaron a una carreta que venía para la costa. En Barranquilla, tiempo después, mi abuela conocería a mi abuelo Luis Tapias, un contador público que había llegado antes también de Piedecuesta, buscando mejor vida. Se enamoraron, se casaron y tuvieron dos hijas: Alicia, mi madre, y mi tía Graciela. También ellas nacieron en aquella casona de Boston.

Luis, mi abuelo materno, había comprado la casa de Boston en 1922 y la había puesto a nombre de su mujer, mi abuela Herminia, pero en 1946 se le metió al abuelo la terca picazón de venderla para mudarse con toda la familia a Minca, un pequeño poblado en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, donde se respiraba, decía él, el mejor aire del mundo.

La abuela y sus hijas parecían, empero, integradas al vecindario de Boston y sentían que ese era su lugar para vivir. Las dos niñas estudiaban bachillerato en la ciudad y no querían mudarse, pero si algo enrarecía la situación y agravaba el mal humor de la abuela en aquellos tiempos era su absoluta sospecha de que el abuelo andaba trastornado por los encantos de otra mujer, en otro barrio.

De nada valieron los argumentos de las niñas para convencer a su padre de no vender la casa. De nada sirvió que las tres mujeres se turnaran para darle sus razones al hombre ni que se pusieran de acuerdo para no dirigirle la palabra en protesta, porque el abuelo avanzó en su propósito de venta y un sábado en que las niñas visitaban a sus primos, llegó con el cuento de que cerraría negocio el lunes y fue entonces cuando la abuela se quitó y arrojó su delantal con furia al piso y le gritó “¡desleal!” y se le fue encima en el instante en que los dos recordaron que una vieja escopeta reposaba en el baúl de la sala y ambos se lanzaron en aquella dirección pero fue la abuela quien llegó primero y abrió el baúl, tomó el arma y detuvo el envión del esposo que debió pararse en seco y con las manos arriba.

“¡La casa no se vende!”, dijo la abuela, quitándole el seguro a la escopeta y con los ojos fijos en los del abuelo, que ya caminaba de espaldas hacia la puerta principal, empujado por su mujer y el cañón del arma olisqueándole su corazón.

“¡Esta casa es de mis hijas! ¡Y aquí no vuelva!”, añadió enfurecida la abuela, empujándolo al otro lado de la puerta, cerrándola en su cara, dejándolo afuera.

Después, sin soltar la escopeta, la abuela empezó a dar vueltas por toda la sala, una y otra vez, hasta que tomó una mecedora que el abuelo le había traído de Piedecuesta, la rodó en dirección a la puerta y, frente a ella, se sentó a esperar.

Así, abrazada a la escopeta, la encontraron esa tarde sus hijas.

El lunes siguiente el abuelo Luis regresó a la casa con la intención tal vez de hacer las paces o de continuar su vida de esposo y padre como si nada hubiera sucedido, Herminia seguía allí, vigilante desde la mecedora y no había terminado él de asomarse a la ventana, cuando la punta de la vieja escopeta apuntó a sus narices al tiempo que la abuela le reiteraba con firmeza: “¡Le dije que no volviera! Que esta casa era de mis hijas…”.

Debieron pasar veinte años para que pudiera el abuelo regresar de visita a la casa de Boston, aquella edificación original que fue en sus comienzos de bahareque y que mis padres fueron poco a poco remodelando y convirtiendo en un chalet, como esos en las boletas de la popular Rifa Urbe, que prometía entonces casa y carro.

A siete cuadras de allí, el María Auxiliadora era ya un colegio para señoritas, que tenía además un kinder para niños y niñas. En ese colegio estudiaba Abella, mi hermana mayor y ahí, en ese kinder, me matricularon y me convirtieron las monjas en monaguillo de indias, haciéndome sonar la campana y poner la patena durante las misas, bajo la barbilla de los comulgantes. Yo me esforzaba evitando que cayeran al suelo las migajas del cuerpo de Cristo, aunque lo que más me gustaba del María Auxiliadora era cuando el bus del colegio nos recogía y las muchachas del bachillerato me cargaban y me llevaban al colegio sobre sus piernas.

En la casa había un radio Phillips de tubos, que demoraba para encender. Gracias a él me aprendí hermosos sones y boleros, imaginé las radionovelas de mi abuela y reviví las aventuras del Capitán Silver.

El primer radio de pilas que tuve en mis manos me lo prestó un bombero, como se llamaba a quien servía en las bombas o estaciones de gasolina. César era su nombre, un tipo bien plantado que trabajaba frente a mi casa, cantaba como Javier Solis y se había levantado a Beatriz, amiga de mi hermana mayor, a punta de miradas y buena voz.

Una noche, mientras Beatriz esperaba en mi casa que César atravesara la calle desde la estación, no sé con qué clase de astucia logré robarle a la muchacha uno de los besos que ella ensayaba para él.  De ese modo, César me prestaba su radio de baterías y, de tarde en tarde, mientras esperábamos juntos la llegada de Beatriz, me enseñaba a cantar como Javier Solís.

De niño, mi madre me disfrazaba de diablito, de Batman, de vaquero o de indio. De vaquero me robaban siempre el sombrero y las pistolas.

Tres restaurantes marcaron mi crecimiento en el barrio Boston: el ABC de Urbano Salgado, en la 60 con Olaya Herrera, por su exquisito arroz con pollo y sus deliciosas ofertas de navidad; los sándwiches incomparables de Los Cámbulos en aquella misma avenida con la 58; la carne asada de Mi vaquita, junto al cinema Doña Maruja y, ahí mismo, en la 72, el ambiente extraordinario del Chop Suey, con tríos de guitarra paseando y tocando entre los bungalows.

Boston fue siempre un barrio de buenos bailes y verbenas de carnaval. Como yo era zurdo, descubrí algunas dificultades al bailar. Es decir, tendía a bailar al revés y, en consecuencia, a pisar a la pareja. Esto en mi adolescencia, porque cuando llegué a los quince años decidí aprender a bailar como es debido y decidí visitar en unos carnavales al vecino barrio El Recreo, donde pagué mi entrada a uno de esos bailes que empezaban desde bien temprano.

Una vez allí observé con cuidado quienes eran las muchachas que mejor bailaban y descubrí entre todas a una flaca incansable y virtuosa, a la que, arrojado, me acerqué y le dije: He venido desde Boston para que me enseñes a bailar. Soy zurdo y tiendo a hacerlo al revés. ¿Me ayudas?

La muchacha sonrió, me tomó de las manos y me acercó a uno de los parlantes de la sala, por donde salía una guaracha de Aníbal Velásquez. “Déjate llevar”, me dijo. Y así bailamos varias horas. “Ahora llévame tú”, invitó ella al anochecer, mientras Dioris Valladares cantaba “A lo oscuro”, un merengue de Ángel Viloria.

Al día siguiente, cuando regresé a los bailes de Boston, todos apreciaron mis pericias de bailarín, gracias a las clases de aquella muchacha generosa de El Recreo que nunca volví a ver.

Tres restaurantes marcaron mi crecimiento en el barrio Boston: el ABC de Urbano Salgado, en la 60 con Olaya Herrera, por su exquisito arroz con pollo y sus deliciosas ofertas de navidad; los sándwiches incomparables de Los Cámbulos en aquella misma avenida con la 58; la carne asada de Mi vaquita, junto al cinema Doña Maruja y, ahí mismo, en la 72, el ambiente extraordinario del Chop Suey, con tríos de guitarra paseando y tocando entre los bungalows a los que me llevaban mis padres a comer Chow Fan desde muy pequeño. Años después, con las muchachas de otros barrios, aprenderíamos mis carnales de colegio y yo a apreciar las oscuridades del Jimmy Lounge, el Caroni y El Toro Sentado, los tres detrás del Hotel Majestic.

No olvido la línea de buses rojos y verdes de Boston-Prado y Prado-Boston que pasaban por la esquina y por la puerta de mi casa. Ni olvido la noche en que al asfalto de aquellas calles cayó aplastado el cubo de helado que un vecino gordo, enamorado de mi hermana, le envió conmigo.

El gordo me había invitado antes a El Mediterráneo, concurrido lugar de la calle 72, famoso por sus sándwiches. Allí pedimos un helado para cada uno y compró él un cubo de varios litros que me pidió llevar en su nombre a mi hermana.

Ofendida, Abella lanzó con todas sus fuerzas a la calle aquel friolento tarro de cartón que vi impotente estrellarse contra la dureza de la avenida y desparramarse por completo. Qué culpa teníamos yo y el helado.

Bueno, ya mencioné el beso que le robé a una muchacha vecina pero el primero de verdad me lo dio otra, mayorcita, de piernas doradas, jugadora de tenis, vestida de blanco, que pasó un día chupando una paleta de crema por la esquina de mi casa, me vio encaramado a la verja mirando a los transeúntes y me preguntó, cuando mis ojos se extasiaron sobre ella: ¿Qué me miras? ¿Quieres un beso?

Medio apenado dije que sí pero no tuve tiempo para añadir nada porque la muchacha había saltado con rapidez y estaba ya al otro lado de la verja, ayudándome a bajar, empujándome con suavidad hasta el tronco de un árbol de mango donde me estampó un largo y sabroso beso en la boca, iniciando con él un juego infantil y secreto de los dos, que encontramos desde entonces, en el besarse, nuestro mejor vicio.

Recuerdo personajes que vivían o pasaban por nuestra casa: Mariamoñito, la alegre viejecita de cabello blanco ensortijado, pestañas postizas y labios carmesí, tan maquillada como Bette Davis en su papel de Baby Jean y tan alucinada como sus historias. El loco Azúcar, mendigo de larga y blanca barba que se habría cansado un buen día de serlo, reunido sus ahorros, entrado a una barbería y dejado en el suelo, para siempre, su barba y su pobreza. Carlos, el hijo de Rebeca Peñate que viajaba a los Estados Unidos con regularidad y traía carros de pila para atropellarnos de la envidia. Las hermanitas Acosta y sus camisetas mojadas bajo el aguacero, además de Plebedad, como llamaban al muchacho que se vanagloriaba de entrar a los bailes de carnaval sin ropa bajo su capuchón de monocuco, para sensibilizar a las damas.

A la casa de Boston llegaba, también de visita, Eva Rodríguez, una señora analfabeta que nos pedía —a mi hermana y a mi— le leyéramos, una y otra vez, las cartas de su hija Myriam, que se había ido a vivir a un remoto lugar del país.

Las cartas llegaban a la casa de Boston, pero no con la regularidad de Eva. De modo que mi hermana y yo decidimos inventarnos una tarde la carta que Myriam no había escrito, sólo para emocionar y complacer a su madre. A partir de allí, Eva encontró siempre en nuestro poder una carta feliz de Myriam, que nosotros divertidos le inventábamos.

Recuerdo que cuando Myriam era una adolescente, y yo apenas un niño de cinco años, resultó ella mordida por mi perro Nerón, diagnosticado con mal de rabia. A Myriam le pusieron 25 inyecciones de antitetánica en su pancita y a mi perro lo fusilaron ante mi estupor tres policías contra uno de los paredones del patio.

Jamás quise volver a tener otro perro de mascota. Me conformé con los conejos blancos, de ojos rojos, que habitaban el patio y se dormían en mis brazos.

Algunos amigos mencionan, entre los personajes de Boston, a mi padre y a su Ferretería América, rival de otro almacén ferretero llamado El Nuevo San Antonio, atendido por los Tatekawa, una familia de japoneses que vivían ahí mismo, en la calle 60 con 45, a una cuadra de nosotros, y que tenían una hija joven muy simpática, de piernas robustas.

La ferretería de mi padre había nacido dos décadas atrás en el mercado de Barranquilla, como un negocio adicional con uno de sus grandes amigos, de apellido Consuegra. Mi padre, que había trabajado en la Marconi, adonde debió ir siempre de corbata, laboraba entonces como administrador del Hotel Victoria, donde me presentó al futbolista Delio Maravilla Gamboa, al músico Richie Ray y al joyero William Mebarak, el papá de Shakira.

Alto, buen mozo, de ojos azules y trato amable, camisa impecable, mancornas, corbata y pisacorbata, papá era sin duda el tipo más elegante de la calle de San Blas, donde funcionaban la Librería Mundo y Discos Daro.

La Cueva está ubicada en la calle Victoria (59) con Veinte de Julio. Por dirección estaría dentro de los límites del barrio Boston pero, por estricta geografía, ocupa la esquina opuesta, que pertenece al barrio El Recreo. “En La Cueva empieza el recreo”, digo a veces con doble sentido.

Cuando mi padre dejó de trabajar ahí, decidió construir en la esquina de nuestra casa en Boston un local de dos puertas donde armó y reabrió esa ferretería, la que él atendió hasta su muerte tirado al tres, con la misma elegancia de sus tiempos de oficina, nada como para vender cemento, tornillos, lijas, pinturas y aguarrás, pero que el viejo siguió conservando sin untarse, recostado a su mecedora, leyendo libros y periódicos, atendiendo a sus clientes, oteando el barrio, tarareando sus tangos favoritos, fumando Pielroja y viviendo feliz.

Un día, muchos años después, mi padre se presentó a casa con un perro juguetón de pelo blanco muy largo, un cachorro samoyedo, de raza rusa, que creció a su lado, consentido por él y bautizado con el irónico nombre de Freezer.

Consciente de la situación climática de su mascota, mi padre se acostumbró a acostarla junto a su mecedora, sobre una cama de hielo, con un ventilador especial a la altura del piso, mientras, acomodados, los dos veían televisión.

En esa misma antesala recibió mi padre una tarde la visita de su sobrino, el médico Fernando Fiorillo, que la ciudad conocía más entonces por haber sido centro delantero y jugador estrella del Junior y de la Selección Colombia. Fernando se había retirado del fútbol y atendía ahora su propio consultorio, con un gran volumen de pacientes. Pero la razón de su visita era esa tarde escuchar de labios de mi padre la aventura amorosa de Freezer con una perra de su misma raza, que habían encontrado los dos gracias a informaciones de amigos. Así que, sentado frente a su tío, Fernando escuchaba con atención la manera cómo Freezer y mi padre habían visitado esa mañana a la perra y a su dueña, una rubia alta y elegante que cuidaba a su animal con la misma delicadeza con que se acicalaba.

Abajo, sobre su colcha de hielo, Freezer parecía escuchar con placidez. En medio del relato, cuando estaba a punto de revelar la frase con que la mujer decidía si Freezer podía hacer suya a su perrita, mi padre se detuvo.

—¿Y entonces, tío? –preguntó Fernando, ansioso.

Mi padre tenía sus ojos clavados en él y sonreía, suspendido en el instante en que un recuerdo se anticipó a su verbalización.

—¿Qué pasa, tío? –insistió Fernando, en otro tono.

Demasiado para un instante o para jugar a la estatua, pensó. Freezer empezó a ladrar. Mi padre seguía sonriendo, congelado, sin haber podido entregar a su sobrino el final de aquella historia. Entonces Fernando decidió tocarlo y el cuerpo de papá se le vino encima. Fernando lo abrazó, lo auscultó, se lo echó a los hombros con rapidez y lo acomodó en su automóvil hasta la Clínica del Prado, a pocas cuadras de allí, donde otros médicos le comprobaron lo que él ya sabía: que el corazón de mi padre se había detenido en la mitad de aquella historia.

Menos de dos años antes, en esa misma casa de Boston, había fallecido mi madre, sentada en una banca mecedora del antejardín, mientras Domingo, el muchacho que trabajaba para ellos, le bajaba cocos de una palmera. Cocos para el arroz del almuerzo.

—Domingo, ven –dijo ella de pronto. No me siento bien.

El oxígeno no llegaba a su cerebro. Sufría de presión baja y el mareo la había invadido, obligándola a sentarse.

El muchacho descendió con la agilidad de un mono. ¡Don Heriberto!, gritó desesperado, acostumbrado a los desmayos de mamá.

Mi padre corrió desde la ferretería al lugar donde estaba ella, que parecía dormir con placidez. Domingo la tomó de los brazos y mi padre de las piernas para llevarla hasta la cama de su habitación, pero ya ella no estaba en su cuerpo.

Más de un año después, en aquella misma casa, como suelen decir mis hermanas, ella se llevó a mi padre.

La Cueva está ubicada en la calle Victoria (59) con Veinte de Julio. Por dirección estaría dentro de los límites del barrio Boston pero, por estricta geografía, ocupa la esquina opuesta, que pertenece al barrio El Recreo. “En La Cueva empieza el recreo”, digo a veces con doble sentido.

Hace muchos años, cruzando allí la calle 59, en un galpón oscuro a mitad de cuadra funcionaba el Teatro Boston, donde vi mis primeras películas en blanco y negro (la primera con Johnny Weismuller como Tarzán), sentado en un banquito que yo mismo llevé. Una peculiaridad del lugar. No tenía bancas y el público debía resolver dónde y cómo se acomodaba. Los mayores optaban por el piso, pero a los niños les llevaban sillas, cojines o banquitos como el mío. El teatro, como su nombre lo indicaba, también creía, de manera equivocada, pertenecer a Boston, al otro lado de la carrera.

Por idéntica razón, también se asumía en Boston el cine San Jorge, otro teatro popular a cielo abierto, en la 68 con Veinte de Julio. A ese lugar caminábamos desde la casa con frecuencia mi padre y yo, teniendo siempre en la ruta a La Cueva.

Una noche se detuvo él en toda la esquina de la 59 con 43 y me contó, señalando al otro lado de la avenida, el sitio donde se reunían unos tipos excéntricos que bebían, discutían, salían y se liaban a golpes y luego se abrazaban y regresaban al lugar para seguir bebiendo.

Me lo dijo muy serio, en el mismo tono de advertencia del Rey León al pequeño Simba, enseñándole los peligros del territorio. Años después empecé a leer a Rojas Herazo, a Cepeda Samudio, a García Márquez y a descubrir que eran aquel mismo grupo de amigos y mi interés por su obra y por su vida creció con cada uno de sus libros, con cada una de sus anécdotas. Este es, sin duda, el origen de mi libro La Cueva, crónica del Grupo de Barranquilla.

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Heriberto Fiorillo

Escritor, editor y gestor cultural. Autor de La Cueva, crónica del Grupo de Barranquilla; Arde Raúl, la terrible y asombrosa historia del poeta Raúl Gómez Jattin; Nada es mentira; Cantar mi pena; La mejor vida que tuve; y El hombre que murió en el bar. Cineasta, guionista y director de Ay, carnaval; Aroma de muerte y Amores lícitos, entre otros. Es director de la Fundación La Cueva y del Carnaval Internacional de las Artes.

 

 

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