Foto: Mesh en Unsplash.
Breve perfil de Wilhelm Steinitz, el genio y loco que reinventó el juego ciencia.
Wilhelm Steinitz fue el primer campeón mundial de ajedrez. Desde 1886 hasta 1894 estuvo invicto en la cumbre del deporte mental. Al final de su vida, sin embargo, tuvo la partida más importante que cualquier ajedrecista podría tener jamás: Se enfrentó a Dios sobre el tablero de 8×8, dándole un peón de ventaja y el beneficio de la primera jugada. Aún así, venció a Dios, y el hecho fue reportado en los medios impresos de la época, lamentándose y al mismo tiempo burlándose de cómo el más grande ajedrecista de tiempos recientes había sucumbido a una grave afectación nerviosa. Steinitz estaba loco. Esa locura satisfizo el mito del genio como un individuo que está a un paso de enloquecerse definitivamente. Y satisfizo también el gusto que nos da ver a un grande caer bajo.
Steinitz nació en el guetto judío de Praga en 1836. Medía poco menos de metro y medio, y dicen las fuentes que era lacerante e irónico en el trato. Además de jugador, fue también comentarista y teórico de la disciplina. Alrededor de 1877 inventó una nueva manera de interpretar el problema del juego. Hasta el momento la estrategia imperante era la “Romántica”, que consistía en ser lo más agresivo posible con el contrincante, atacándolo a cada oportunidad y sacrificando piezas sin escrúpulo con el fin de llegar a la victoria. Steinitz propuso una estrategia “posicional” en la que, más que atacar, lo que se intenta es construir una posición, dominar el espacio del tablero, constriñendo las posibilidades del adversario hasta que se lo vence. Ese es el ajedrez que se juega todavía. Un ajedrez, para la opinión de quien escribe, más industrial, conceptualmente relacionado a los procesos terciarios de producción, el orden y la distribución de recursos, y menos a la valentía desmedida como única estrategia, provincia de los Napoleones y los Alejandros.
Después de vivir durante décadas en Inglaterra, y luego en los Estados Unidos, Steinitz murió el 12 de Agosto de 1900 en el hospital estatal de Manhattan, destituido por igual de dinero y de salud mental. Fue poco antes de morir que Steinitz parece haber contado a algún medio sobre su partida con el todopoderoso. Pero, incluso antes de eso, en 1897, un periódico anunció la defunción del ajedrecista, loco y encerrado. No había muerto, pero ya no estaba en sí mismo. Fue notorio su colapso mental, de esa manera en la que ahora disfrutamos de los escándalos de los famosos cuando actúan como seres humanos con debilidades que, por ser de ellos, nos parecen más graves que si nosotros mismos hiciéramos esas cosas.
Pero ¿Qué significa jugar ajedrez contra Dios? ¿Por qué Steinitz diría eso? La ambición, por supuesto. Y una pérdida de las coordenadas del mundo.
Wilhelm Steinitz (sentado a la derecha) y varios jugadores aprendices de ajedrez, fotografiados en Nueva Orleans en enero de 1883.
Pero ¿Qué significa jugar ajedrez contra Dios? ¿Por qué Steinitz diría eso? La ambición, por supuesto. Y una pérdida de las coordenadas del mundo. Después de haber sido el primer ajedrecista entre todos, Steinitz cayó en el hoyo profundo de la locura. Quienes logran grandes cosas casi siempre van animados por una gran ambición, que puede ser una reacción a una falta de algún tipo en otro momento de sus vidas. Haber sido pobre, rechazado o haber tenido padres negligentes puede producir la necesidad de afirmarse de una manera extraordinaria. Steinitz era el menor de trece hermanos, por lo que cabe suponer que no recibió tanta atención como hubiera querido. Su padre era sastre, un buen oficio para el momento, pero la familia no era rica. Además, Steinitz era carente en estatura, como se dice también de Napoleón, que en realidad era de estatura promedio. Pero el mito dice algo importante: La búsqueda de la gloria intenta recuperar algo que se siente perdido.
Se especula que el ajedrecista puede haber contraído una neurosífilis, como Nietzsche, que también satisface el mito del genio que se vuelve loco de tanta genialidad. Sea cual sea la causa, Steinitz deliraba. Y el delirio muchas veces repara imaginariamente lo que hace falta en la realidad. Incluso en los delirios paranoicos, cuando el enfermo siente que el gobierno o los ciudadanos en general hacen planes contra él, debajo de ese horror se esconde una gran necesidad de ser visto y valorado. De sentirse importante.
Tal vez lo de vencer a Dios con un peón de menos fue solo un comentario en un mal día, algo que en nuestras vidas corrientes un familiar nos puede decir y no pasa de ahí. Pero, como Steinitz era Steinitz, todo lo que decía iba cargado con el peso de la verdad. Un gran peso, para bien o para mal. Durante la mayor parte de su vida ese peso sirvió a sus propósitos. Steinitz reinventó el ajedrez y era temido en la prensa por sus críticas inmisericordes y acertadas. Ese respeto, en cierto sentido, hace que, más adelante, sus divagaciones enfermas sean tomadas también con completa seriedad. Esa es la suerte del que porta el don de la palabra. Todo lo que dice puede ser usado en su contra, porque se presume que, de alguna manera, siempre sabe lo que está diciendo. Tal vez estando loco adquiere propiedades de brujo, que se comunica con fuerzas escondidas y, con la distancia segura que otorga la burla, logramos pensar esas incoherencias que dice el brujo, sin que nos contaminemos de esas fuerzas.
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José Covo
Escritor y artista plástico.