Margarita Garcia

Alfonso Fuenmayor, uno de los integrantes del Grupo de Barranquilla, se definió a sí mismo como un “escritor público”. Su obra fue publicada durante décadas en la prensa. Foto: La Cueva.

Y todo es recuerdo… evocación personal de uno de los integrantes del Grupo de Barranquilla, a treinta años de su partida.

Organizar los recuerdos es una tarea ardua para algunas personas. 
Me doy
cuenta de que soy una de esas personas.
Esto bastaría para hacerme desistir del propósito que me anima.
Pero, en fin, no hagamos de esto un caso de conciencia 
y veamos si es cierto que en el camino se enderezan las cargas.

Alfonso Fuenmayor
El Grupo de Barranquilla

El próximo 20 de septiembre, Papalfonso –como siempre me he referido a mi abuelo Alfonso– cumple 30 años de fallecido. En el intento por recordarlo me doy cuenta de que las páginas de la realidad, memoria y mito, con el tiempo, se empegostan, haciendo la tarea de despegarlas e hilarlas más difícil. Al intentar identificar cada una de estas, me encuentro con otro Alfonso, uno muy personal que me ha acompañado todos estos años en silencio. 

Empecé a releer Crónicas del Grupo de Barranquilla y un pasaje en particular me llamó la atención: “La clase de memoria de que estoy dotado, si es que puedes llamar memoria a mi pobre o empobrecida capacidad de evocación, es de las que retiene emociones y solo uno que otro detalle”. Mi memoria también se remonta a las emociones cuando pienso en él. Casi todos estos recuerdos me inundan, camuflándose entre distintos momentos, eventos y lugares, generando una borrosa pero contundente y plácida sensación.

Desde que tengo memoria, los encuentros con él giraban alrededor de la literatura. Y por literatura me refiero a las tareas de clase de español que me asignaban en el colegio. Papalfonso era una especie de oráculo griego; sentado en el mesón, con una mezcla de humor y sabiduría, despachaba todo tipo de respuestas y anécdotas con elegancia y sofisticación. Era cariñoso y siempre dispuesto a ayudar. 

Una reproducción de Saturno devorando a su hijo al fondo de la biblioteca, enmarcada por centenares de libros de todos los tamaños y temas con sus olores propios, las máquinas de escribir, los cajones llenos de borradores y papeles, caracterizaban el paisaje. Muchas tardes y noches nos sentábamos juntos en su despacho desordenado lleno de lupas, lápices y discos. Él al frente de su máquina de escribir, y yo a su lado, con mi cuaderno repleto de apuntes. 

Música clásica o cantos de ballenas jorobadas en el tocadiscos, animaban las sesiones. Nos sentábamos lado a lado; un gaguito en potencia y otro que gagueaba hasta escribiendo a máquina, según bromeaba. Él al frente de su Remington, yo al frente de mis apuntes y con cierta complicidad escribíamos ensayos acerca de libros de Gabo, Vargas Llosa, Hemingway, Calderón de la Barca, entre otros. ¿Cuáles son los datos escondidos por Hipérbaton en Los jefes? ¿Cuál es el conflicto del personaje central de El Coronel no tiene quien le escriba? ¿Cuál es la simbología del Gallo? Estas eran el tipo de tareas que nos ponían. 

Gonzalo Fuenmayor, autor de este texto, acompañado por su abuelo Alfonso en una foto familiar de los años ochenta. Foto: Archivo personal.

Nos sentábamos lado a lado; un gaguito en potencia y otro que gagueaba hasta escribiendo a máquina, según bromeaba. 

Las manos de mi abuelo eran gordas y arrugadas; dedos largos, nudillos como rodillas de elefante que bailaban tap en una superficie inclinada llena de teclas. Había momentos en donde me maravillaba viéndolas moverse con gracia sobre el teclado, al mismo tiempo que escuchaba las correcciones de estilo en su pausada voz. En algunas ocasiones se debatían las ideas, en otras dejaba que él las perfumara un poco, mientras que en otras, ya probablemente cansado, se limitaba a ser únicamente mi escriba.  

Aprovechando ser el primer nieto, le encimaba a Papalfonso todas las tareas que tenían que ver con escribir un resumen o un ensayo acerca de cualquier libro. A esa edad no tenía conciencia de La Cueva o del Grupo de Barranquilla… En ningún momento, se me cruzó por la mente que las tareas que me ponían (o nos ponían) eran de sus amigos de toda la vida.  Aprendí a escribir gracias a él. 

Un par de años antes de morir, mi abuelo decide comprar un computador Compaq Presario.  Nunca se sintió cómodo reemplazando la hoja de papel por una pantalla… Yo tenía unos 17 años y de cierta manera los papeles se comenzaban a invertir.  Ahora era yo el que se sentaba al frente del teclado, mientras él, con algo de desdén, me traducía sus manuscritos –que cada vez eran más difíciles de entender. Mi labor era la de transcribir eficientemente sus cartas y apuntes para guardarlas en carpetas o floppy disks y estar atento a resolver cualquier frustración con las constantes trabas de la impresora. 

Al rememorar esa complicidad que teníamos cuando escribíamos juntos, me detengo en mis manos nuevamente. Trato de reconocerlas al intentar honrarlo mientras pienso en nuestras colaboraciones. De repente, el silencio al escribir es más sonoro que cuando se dibuja. Con nostalgia veo sus manos en las mías y me doy cuenta que todo es recuerdo…

Querido lector: nuestros contenidos son gratuitos, libres de publicidad y cookies. ¿Te gusta lo que lees? Apoya a Contexto y compártelos en redes sociales.

Gonzalo Fuenmayor

Artista colombiano residente en Miami, Florida. Recibió su MFA del School of the Museum of Fine Arts en Boston en 2004.

 

 

https://pitta-patta.com/