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Ramón Bacca partió de este mundo el 17 de enero de 2021. Su legado literario y el trabajo cultural realizado durante décadas le aseguran un lugar de honor en el campo de los creadores literarios costeños.

Ramón Bacca parecía estar al mismo tiempo en todos lados. Era común encontrárselo cualquier día en la calle, en un centro comercial, en la recepción de “El Heraldo”, o en los pasillos de la universidad, siempre con el apunte gracioso y culto en el bolsillo de su imaginación. El autor de este texto excava en la memoria sus encuentros con el escritor samario fallecido hace un año y en el proceso encuentra vestigios de un arte que hoy parece perdido: el de la conversación cara a cara.

Las amistades, igual que los aviones, suelen tener una caja negra que conserva las palabras. O mejor, que conserva las conversaciones. Este texto pertenece a la caja negra de mi memoria y en él resuena (alguna) de las conversaciones que sostuve con el último marginal: el escritor Ramon Illán Bacca; genio y figura del otro canon de la literatura colombiana.

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El rumor de su muerte se había extendido rápidamente por redes sociales. Era el 15 de mayo de 2015, día en que los periodistas decidieron corroborar la certeza del rumor y lo fueron a buscar. Y Lo encontraron muerto.
(“Muerto de risa”, titularon en El Heraldo).

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La fachada de la casa es blanca, las paredes curtidas por la canícula. Adentro un pasillo delgado desemboca en una sala amplia en la que hay mecedores, una mesa con libros y hacia el fondo una biblioteca que cubre tres paredes. Él, pequeño y nevado, no para de reír. Un gato anaranjado con manchas negras, dueño del espacio y compañero de Ramon, camina sin afán por los vericuetos blancos de la casa.

—Te estaba esperando, ¡estás en tu casa! –dice Ramón Illán Bacca, el hombre muerto según rumores– ¿te tomas un café o cualquier otra cosa?

Sobre la mesa, un par de libros con portadas descoloridas que evocan otra época, un tiempo evaporado.

—Estos libros hacen parte del insumo de la novela que estoy escribiendo, que será corta, pero la investigación suele ser eterna y los datos a veces se atropellan.

La literatura de Ramón Illán Bacca prendió la luz sobre un mundo que ya no es lejano y borroso. Un mundo hecho de contradicciones en el que todos se conocían y la intimidad no existía, en el que Gaitán era el símbolo de la polarización y el sexo era mirado bajo sospecha.

—Siéntate y de paso no te derrites ahí de pie. ¿Café al fin?

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La mirada vivaz y el comentario simpático eran dos de los rasgos de Ramón. Aquí en un retrato en su niñez. Foto: Universidad del Norte.

Ramón Illán Bacca nació en Santa Marta el 21 de enero de 1938. En el país se decía que Santa Marta era la ciudad con más pianos por habitante y que además contaba con un teatro local en el que llegaron a presentarse estrellas del cine mexicano.

–¿Cómo era la Santa Marta de los cuarenta? –Pregunto.

—En los años cuarenta, Santa Marta era la ciudad que tenía más pianos en el país, proporcionalmente a su tamaño y habitantes. De allí salieron grandes pianistas. El conservatorio nacional de Colombia fue fundado por un samario, Honorio Alarcón, que fue también su primer director. Alarcón fue discípulo, nada menos que de Vincent D’Indy. Un discípulo suyo, Darío Hernández, viajó a Bruselas a estudiar piano y tocó en alguna ocasión ante la reina Astrid de Bélgica. ¡Tengo una fotocopia del programa!

—¿Qué fue de esa Santa Marta y de esos nombres?

—Desapareció. Mira el caso de Darío Hernández, que regresa a la ciudad y un día va al Centro Social y los amigos, que se habían aglomerado con curiosidad a su alrededor, le dicen: “Darío, tócate algo”. Él interpretó a Chopin, a Liszt y Beethoven. Hubo un silencio de insatisfacción. “¿Darío no sabes tocar una cosa chévere como puya puyará?” Darío manifestó su ira con un largo acorde. En otra ocasión y de visita a unos amigos, le pidieron que interpretara ‘El Danubio azul’. Darío, ofendido, cogió y tiró la tapa del piano mientras decía: “Este pueblo jamás me volverá oír tocar una nota”. En el caserón ruinoso en que vivía acompañado de dos parientes, metía algodón a las cuerdas del piano mientras practicaba. Los transeúntes oían un clac clac cuando pasaban frente a su casa, pero nadie volvió a escuchar una nota.

—¿Qué leías entonces?

—Al principio era pura prosa memorizada, no sé cómo llegué a aprenderme poemas patrióticos de Miguel Antonio Caro, textos que Marco Fidel Suarez había pulido durante veinte años… siempre se nos dijo que la gramática era la reina en el campo de las letras. Yo sin embargo estaba más que vacunado contra todo fundamentalismo, especialmente religioso, desde que un tío anticlerical me regaló el Diccionario Filosófico de Voltaire. Luego las lecturas se atropellaron más y leíamos a Camus y a Sartre. Trópico de Capricornio de Miller fue casi una revelación. Al mismo tiempo leía a Kerouac y todo cuanto llegaba de los beatniks.

En Fonseca leí, con un sol de cuarenta grados en sombra, “La guerra y La Paz”, “A la búsqueda del tiempo perdido” y “Absalón, Absalón”, entre otros. Insólito era eso: estar leyendo esos libros, con ese sol, mientras pensaba en catedrales góticas y veía pasar los buses de contrabando.

—¿Y en qué momento el Ramón lector da paso al escritor?

—Bueno, pero me toca decir que mis lecturas siguieron bajo circunstancias inverosímiles. Me gradué de Derecho en Bogotá y fui designado Juez en Fonseca, Guajira. En Fonseca leí, con un sol de cuarenta grados en sombra, La guerra y la paz, A la búsqueda del tiempo perdido y Absalón, Absalón, entre otros. Insólito era eso: estar leyendo esos libros, con ese sol, mientras pensaba en catedrales góticas y veía pasar los buses de contrabando, sin embargo, los días de abogacía eran aciagos. No podía ni respirar, con eso te digo todo, pero al hacerme exámenes salía que estaba perfecto, es decir: mi asfixia de rutina era mental y tenía que ver con mi ocupación. Un día, un gran amigo, siquiatra me dijo: “Tú piensas que te estás ahogando y lo somatizaste, de verdad físicamente te estás ahogando, tienes que cerrar esa oficina de abogado, ¿qué otra cosa sabes hacer?” Yo le respondí: “Puedo dictar clases y escribir, pero de eso no se puede vivir. Entonces me dijo: Cierra la oficina, ponte a dictar clases y a escribir, no te asfixiarás, pero te morirás lentamente de hambre”.

Fue lo que hice y mírame, aquí estoy.

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Cuando Ernesto Sábato, en Antes del fin, dice sentirse avergonzado y diminuto después de leer una carta de una chica de diecinueve años que le confiesa que siempre soñó conocerlo, que a pesar de vivir a pocas cuadras nunca se atrevió a abordarlo, pienso en Ramón Illán Bacca y sus lectores invisibles y desperdigados; sus admiradoras secretas. Contrario al ensimismamiento y la vergüenza que sintió Sábato al recibir la carta, Ramón Bacca ríe a carcajadas, con alegría, cuando recuerda lo que sobre él escribió una de sus estudiantes de la cátedra de Escritura Creativa en la universidad. En su blog, la entonces estudiante de pregrado escribió una entrada sobre los hombres que nublaban sus pensamientos; cito: “No sé si eso pasará, pero me gustaría quedarme con alguien que lea. Los tipos académicos tienen un aire que me gusta. Eso es más sexy que tener músculos. Me idiotiza alguien que sabe demasiado. En pregrado escogí una materia que se llamaba Escritura Creativa. Mi profesor era Ramón Illán Bacca, un escritor del Caribe colombiano bastante reconocido. Las pocas veces que me dio clases me quedaba boquiabierta escuchándolo. El tipo es una figura… nunca me imaginé a Ramón invitándome a salir, pero sí me imaginaba conocer a un tipo más o menos de mi edad con su bagaje”.

Pienso en la primera vez que vi a Ramón Bacca y una imagen me viene a la memoria: una noche, en un programa vespertino del canal regional del Caribe, el sociólogo Edgar Rey Sinning presentaba a un escritor. El hombre, que hablaba con desparpajo sobre la vida y los libros, decía que, aunque había intentado desligarse de la sombra omnipresente de García Márquez, su última novela la habían lanzado al mercado el mismo día que salía publicada Vivir para contarla. Por si fuera poco, los comentarios de quienes empezaban a reseñarlo, con una ingenuidad propia de lectores primerizos, lo anunciaban como discípulo real de García Márquez. Nada más cómico.
—¿Es cierto que en el Museo del Caribe una imagen tuya está entre la de García Márquez y Marvel Moreno? —Le pregunto para corroborar la certeza del comentario (que había leído en una crónica y corroborado en un documental que le hicieron).

—Es cierto.

— ¿Y eso te dice o significa algo?

—Claro que sí y ya lo había dicho: que salgo ahí porque estoy viejo.

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En su biblioteca me muestra una curiosa edición de Marihuana para Göering. Lleva imágenes, en la mitad, del político nazi que poco tiene que ver con el Göering del libro.

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Caminamos buscando el restaurante vegetariano que frecuenta hace años. El calor y el tráfico hacen lo suyo y cruzar ciertas avenidas parece un acto propio de escapistas, sin embargo, él esquiva motos y carros fácilmente. En el camino, dos tipos nos detienen en momentos distintos. El primero le dice: “¿qué hace alguien tan importante caminando por las calles de Barranquilla, como uno más del montón?” Y él responde: “Tienes toda la razón, es que estoy esperando que llegue mi carruaje”.

Seguimos. El segundo, un señor gordo de barba blanca, lo saluda luego de detenernos a escasa media cuadra del restaurante. “Me enteré de que estuvo representándonos muy bien en Rusia y varios países europeos”, le dice . “Es cierto, pero ese clima me tenía aburrido y me tocó regresarme”, responde Ramón. “¿Amigos o conocidos?” Pregunto cuando reanudamos la marcha. “Ni idea, en todo caso parece que mi doble, o mi leyenda, viaja más que yo. Hasta ahora me entero de que hace poco estuve en Rusia”, me dice.

Cuando por fin la entrada del restaurante se vislumbra a pocos metros, Ramon tropieza con un sardinel alto que seguramente está ahí por el viejo tema de la ciudad inundada después de los aguaceros. “Barranquilla es como la vida: llena de obstáculos”, afirma.

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La noche se apodera del relato de Ramón. Sobre la mesa reposan los ejemplares de algunas de sus novelas: Deborah Kruel (Plaza y Janés), La Mujer Barbuda (Planeta) y Disfrázate como quieras (Seix Barral)

—Es verdad que no sabes cómo van a caminar los libros. Marihuana para Göering, que era un libro imposible de conseguir, fue incluido en la selección que hizo la revista Semana en 1999 sobre los mejores libros de cuento en Colombia. Alguna vez un cuento mío, ‘Si no fuera por la zona, caramba’, llegó a publicarse en Checoslovaquia, era una edición que iba acompañada de cuentos de otros tres narradores colombianos. Después me llegó una carta desde Bratislava pidiéndome autorización para adaptar el cuento a la televisión. El pago eran ciento cincuenta dólares. Acepté, pero Checoslovaquia cambió de régimen y se dividió en dos países. No he sabido a quien mandarle la cuenta.

Pienso en su antología periodística reunida en el libro Crónicas casi históricas.

—Lo bonito es cuando adviertes ese punto donde realidad y ficción se mezclan, una de esas crónicas –del libro Crónicas casi históricas– terminaría convertida en uno de mis cuentos mejor recibidos, ‘El Espía Inglés’, que llegó a circular en Alemania en una antología llamada Y soñaron la vida.

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“Barranquilla es como la vida: llena de obstáculos”, decía en tono irónico Ramón Bacca de la ciudad donde transcurrió buena parte de su trayectoria creativa.

Alguna vez un cuento mío, ‘Si no fuera por la zona, caramba’, llegó a publicarse en Checoslovaquia. Después me llegó una carta pidiéndome autorización para adaptar el cuento a la televisión. El pago eran ciento cincuenta dólares. Acepté, pero Checoslovaquia cambió de régimen y se dividió en dos países. No he sabido a quien mandarle la cuenta.

Mientras Ramón sigue hablando de ese punto difuso que une realidad y ficción, pienso en su vasta obra y lo veo sentado, con el pelo rizado y el bigote incipiente en otra época, leyendo bajo los fuegos del clima las ediciones de las revistas olvidadas que terminará por salvar del polvo.

—También es cierto que las tardes deberían ser más largas –me dice. Hay conversaciones que necesitan la alcahuetería del tiempo.

Al fondo, desde un pequeño reproductor alojado en la habitación y acaso como un susurro, suena Bola de Nieve: “Alma mía, sola siempre sola, sin que nadie comprenda tu sufrimiento, tu horrible padecer… si yo encontrara un alma como la mía, cuántas cosas secretas le contaría”.

Cruzo la puerta con dos certezas: una –que además es obvia–, es que no quisiera despedirme y la otra –a modo de ritual cuando el futuro, en el que él ya no estará, se agote– es que lo volveré a ver; siempre lo vuelvo a ver y escucho su carcajada infantil en cada esquina de sus relatos. Afuera Barranquilla comienza a dormir y en la casa blanca el pequeño dios de los marginales, dormirá con ella.

*Nota del autor: Ramon Illan Bacca falleció hace un año, el 17 de enero. Yo lo sigo escuchando y esta conversación no se acaba nunca.

Erick Camargo Duncan

Periodista samario. Sus crónicas y reportajes han sido publicados en revistas y medios como El MalpensanteSemana Historia y Semana rural, y en otros como Revista Global, de República Dominicana y La Cuarta, de Chile. Es colaborador de especiales del diario El Espectador.