La enseñanza musical fue otra de las grandes vocaciones del maestro Rafael Campo Miranda. Aquí junto a la Rondalla del Colegio Lourdes, compuesta por 90 alumnas.
El centenario artista soledeño cultivó su pasión por la música, pero también la transmitió a las nuevas generaciones, a quienes por años formó en este arte. Semblanza del talentoso compositor contenida en el prólogo del libro de 2005 Vivencias musicales, de Rafael Campo Miranda.
Uno de los grandes azares que todos tenemos en la vida es el sitio donde transcurre nuestra infancia. No es lo mismo nacer en una ciudad populosa de un país desarrollado, que en un remoto pueblo de una montaña andina, o en un puerto a orillas del mar Caribe. Tampoco es lo mismo crecer en el parque enrejado de un conjunto residencial privado, que en un barrio de frontera urbana abierta y de clase media. El lugar de nuestros primeros años es tan azaroso como los vecinos con los que compartimos el mundo de la cotidianidad citadina.
Entre mi casa de infancia y el colegio donde estudié parte de la primaria y el bachillerato, en una esquina donde arremetía con todo furor un arroyo que bajaba por una empinada carrera, vivía –y aún vive Rafael Campo Miranda. Durante todos esos años escolares, pasar por el frente de esa casa formó parte de mi rutina. En ese entonces, el maestro Campo Miranda no pasaba de ser para mí más que un señor muy adusto, que siempre usaba corbata, con tres hijos, y cuyo único varón estudiaba en aquel mismo colegio unos cursos más adelante. Supe que era músico cuando un buen día en el frente de su casa colocó un letrero que decía: “Academia de Guitarra”.
El señor Campo Miranda era, pues, músico. La verdad, algo bastante novedoso en un barrio en el que la mayoría de los vecinos eran comerciantes, algunos finqueros, y otros, empleados de varios de los laboratorios farmacéuticos instalados en la ciudad. Como jamás he tenido ningún tipo de talento para la composición o interpretación musical, aquel señor adusto de corbata y camisa de mangas cortas, con su academia, poco o nada me decían. Hasta que mi hermano Carlos ingresó a ella.
Para ese momento, empezaba yo a frecuentar las fiestas de la adolescencia, en las que poco a poco iba reconociendo los diferentes géneros rítmicos, a la vez que aprendía los principales pases de nuestra música costeña. Seguramente, ya había bailado más de una vez ‘Pájaro Amarillo’, porque en alguna ocasión que mi hermano estaba ensayando con su guitarra le escuché tocar sus acordes, y le pregunté por la autoría de esa canción. Para mi sorpresa, era de aquel señor de corbata, el mismo que tenía una academia en la casa de la esquina.
Así, fui conociendo con el paso de los años muchas de las composiciones del maestro Campo Miranda. La mayoría de ellas, por supuesto, en circunstancias festivas. No obstante, hubo una que me hizo experimentar un particular sentimiento de admiración por él y reconocerlo como un ciudadano ejemplar: ‘Unos para todos’. Compuesta para servir de convocatoria a los barranquilleros en ciertos años críticos de la ciudad, pasó a convertirse en un himno a la solidaridad y a la lucha por los destinos colectivos, que desde entonces nunca ha perdido vigencia.
El valor del maestro Campo Miranda está asociado, sin embargo, a la riqueza folclórica de su extensa obra musical, que forma parte esencial del gran patrimonio cultural de la Costa Caribe. Sus canciones han servido a varias generaciones de costeños y colombianos para iniciarse muy temprano en los compases de nuestros bailes típicos, algo que nos distingue en el contexto latinoamericano como una nación de bailadores.
Campo Miranda representa, además, el ejemplo de un hombre disciplinado y laborioso, que se las jugó todas por hacer de la composición musical una forma de vida digna y altiva. Oriundo de Soledad, en los años que se consideraba una población vecina a Barranquilla, adelantó estudios de comercio en Bogotá, para luego vincularse a una compañía de seguros en la capital del Atlántico.
Pese a poder llevar una vida más sosegada como empleado, con una desbordante sensiblidad y creatividad a flor de piel, decidió adelantar estudios formales de música en la Escuela de Bellas Artes –hoy Conservatorio de Música “Pedro Biava»– para asumir con integridad su vocación artística, con todos los avatares que ella implica. Así, se hizo músico de escuela, lo que se vería reflejado más adelante en la calidad de sus composiciones.
El maestro Campo Miranda forma parte de una singular generación de compositores soledeños, como Pacho Galán, Alci Acosta, Marcial Marchena y Efraín Mejía, que lograron darle a la música costeña una dimensión nacional, y rebasar incluso las fronteras patrias. Varias de sus canciones fueron interpretadas en diferentes países americanos y europeos demostrando la universalidad de sus melodías.
Entre las muchas virtudes que lo distinguen como artista, quizás la más valiosa sea su generosa vocación de maestro. A diferencia de muchos otros compositores que cancelan su actividad musical una vez han logrado algunos éxitos, Rafael Campo Miranda siempre ha querido compartir su formación y erudición con las nuevas generaciones. Fruto de ello fue la creación de la academia que lleva sus apellidos, por la que han pasado decenas de músicos aficionados, estableciendo una tradición que han continuado sus hijos; y la publicación del libro Crónicas didácticas sobre el folclor musical de Colombia.
En el afán didáctico y divulgativo de su música, ha dejado abundantes testimonios del proceso creativo de sus composiciones. Con ello, no solo ha hecho grandes contribuciones al enriquecimiento del folclor costeño, sino que también nos ha dado muchos elementos para una interpretación antropológica y sociológica de su obra.
En la fotografía de la izq., momento en que el famoso vocalista Nelson Henriquez hace entrega al compositor Rafael Campo Miranda de un Disco de Oro otorgado por una prestigiosa casa disquera venezolana por el récord de ventas de sus discos alcanzado en el vecino país. Enseguida, el libro “Vivencias musicales”, obra de 2005 del maestro Campo Miranda.
Campo Miranda forma parte de una singular generación de compositores soledeños, como Pacho Galán, Alci Acosta, Marcial Marchena y Efraín Mejía, que lograron darle a la música costeña una dimensión nacional, y rebasar incluso las fronteras patrias.
No ha sido, en su larga vida musical, un trovador que recorriera la región cantando hechos de la vida pueblerina. Por el contrario, su parábola vital ha tenido como escenario la ciudad, Barranquilla. Su temprana vinculación comercial a una importante compañía de seguros le permitió un estatus de clase media, desde el cual poder divulgar y popularizar la música vernácula costeña entre las clases altas en trance de asimilarla.
Antes que canciones inspiradas en ilusiones, historias ajenas o sueños, todas sus composiciones, por el contrario, han tenido un motivo real, como él mismo lo reconoce: “Soy poco imaginativo y soñador. Mis obras están basadas sobre experiencias, sobre vivencias que he disfrutado y vivido con gran intensidad”.
Seguirles el rastro a las letras de sus canciones es, entonces, conocer momentos inolvidables de su propia vida en el Caribe colombiano. Pero más interesante aún, es ver cómo traduce esos instantes en poesía y, por ello, en música. Así, una pena de amor por la partida de su amada Nubia, se vuelve poesía en estos versos:
Nube viajera,
que te vas llorando
bañando con llovizna la pradera,
así tendré que irme yo algún día. Derramando entre la hierba
lágrimas del alma mía.
Es la magia del poeta. El célebre escritor inglés Robert Louis Stevenson dijo alguna vez que las palabras están destinadas al común comercio de la vida cotidiana, y el poeta las convierte en algo mágico. Y, acaso, ¿hay algo más mágico que la música?
Se debe también a las experiencias vitales del maestro, en especial a sus tribulaciones sentimentales, haber inmortalizado en sus canciones símbolos tan importantes de nuestro imaginario colectivo como el viejo muelle de Puerto Colombia: Viejo muelle de mi puerto, triste atracadero de pasiones náufragas del mar, se que cerca a tus pilotes están aún anclados, los recuerdos de aquel amor.
Rafael Campo Miranda es un poeta que, al cantarle a la vida, le canta a su tierra.
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El presente texto recoge por primera vez los pedazos de vida detrás de cada una de las mejores composiciones del maestro Rafael Campo Miranda. Los hechos mundanos que inspiraron sus canciones, la materia prima sobre la cual el artista esculpe su obra, los elementos que, por arte de magia, se recrean como notas en el pentagrama. En breves palabras, la biografía de sus canciones.
Pocas veces he vuelto a recorrer aquellos pasos que me conducían por el frente de la casa del maestro Campo Miranda. Pero los caminos andados por el mundo y mis propias vivencias me han hecho sentir más de cerca sus canciones y la poesía en ellas envuelta, así como también valorar sus grandes aportes a nuestra identidad cultural.
Doy, por ello, gracias a la vida el haber puesto en la ruta de mi crecimiento como hombre del Caribe colombiano a aquel señor adusto, de corbata y mangas cortas, que en la casa de la esquina, con sus manos y su guitarra, labraba en silencio las más bellas melodías.
Barranquilla, septiembre 28 de 2005.
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Gustavo Bell Lemus
Historiador, abogado y político barranquillero. Se ha desempeñado en su carrera pública como Gobernador del Atlántico,Vicepresidente de Colombia y Embajador en Cuba durante los diálogos de paz con las FARC en La Habana.