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Foto: Reuters.

El idealismo de la izquierda, carente de un sentido realista de la seguridad, y el brutalismo de la derecha, despreocupada de las regiones conflictivas y de sus gentes, tienen al país en un atolladero. ¿Podrá  Colombia encontrar un consenso en la búsqueda de la paz?

Es evidente que en Colombia no hubo paz con mayúsculas. Lo que vivimos desde 1990 es una paz por cuotas o una secuencia de paces parciales; unas veces consensuadas, como en la última década del siglo pasado, y otras paces polémicas, como las del siglo XXI1. El gobierno nacional está izando la bandera de la “paz total”, que no sería otra cosa que abonar la última cuota de ese largo proceso que empezó –no es casualidad– con el acuerdo entre el Estado, bajo el gobierno Barco, y la guerrilla del M-19. La “paz total” –como la de Uribe con los paramilitares y la de Santos con las Farc– está plagada de controversias. Fernán González acaba de hacer un buen resumen de ellas: actores políticos o grupos criminales, cómo negociar con una federación de grupos armados como el ELN, paz positiva o dejación de las armas, paz como proceso o paz como acto2. Por supuesto, me refiero a los debates que se concitan al interior de lo que podríamos llamar la “comunidad irenológica”, los académicos y prácticos que estamos metidos en esto hace décadas. Poco que ver con los escándalos oportunistas de aquellos que, como el Fiscal General, se rasgan las vestiduras cuando oyen hablar de negociaciones con narcotraficantes en un país donde desde Gaviria para acá nadie ha cesado de negociar con ellos, llámense Pablo Escobar, los Rodríguez, las Farc o los paramilitares. Nadie se atreve a decir que está en contra de la paz, pero es evidente –desde que Otto Morales Benítez (1920-2015) lo dijo hace cuatro décadas– que la paz en Colombia tiene enemigos, unos más agazapados que otros. Una manera fácil de identificar a los enemigos de la paz es observar la conducta de oposición sistemática a las propuestas de paz y la apelación simplista a hacer prevalecer la autoridad. En la práctica, hay que presumir que las divergencias sobre la paz constituyen un dato objetivo que debe tenerse en cuenta. Pero a la paz tampoco la ayudan el puro voluntarismo, la ignorancia de las experiencias previas, domésticas o externas, o la benevolencia unilateral hacia grupos ya antiguos con amplia trayectoria en el asunto de ponerle conejo a la sociedad y a los gobiernos. El Gobierno Nacional está actuando de forma improvisada, según expresión de sus voceros, pero carece del guion básico y de los ejecutantes adecuados para adentrarse en un camino tan audaz. Si la analogía era con el jazz, aquí no hay ningún Miles Davis o John Coltrane, y no creo que existan para estos efectos. Un llamado de atención al respecto es el reciente (23 de mayo) “Manifiesto por la paz total”3.

Una manera fácil de identificar a los enemigos de la paz es observar la conducta de oposición sistemática a las propuestas de paz y la apelación simplista a hacer prevalecer la autoridad.

Así que es oportuno retomar la discusión sobre qué puede significar hoy en Colombia hacer la paz o hacer las paces. Y lo hago retomando una sugerencia que hice hace quince años. ¿Por qué no retomar la idea filosófica de un modus vivendi? La idea de modus vivendi es una antigua idea liberal cuyas formulaciones más recientes debemos a John Rawls y John Gray, y ellos se la deben a Isaiah Berlin. Es un camino realista y prudencial en aquellos momentos o circunstancias en las cuales resulta inviable la dicotomía entre la paz y la guerra; el modus vivendi la elude. ¿Cómo? Tratando de establecer condiciones que permitan ir aclimatando la convivencia en un territorio determinado y a partir de las cuales se puedan establecer reglas implícitas de comportamiento social que puedan afianzarse con el tiempo.

Hoy en Colombia, un modus vivendi implicaría –a mi manera de ver– una política decidida de presencia institucional en la periferia, empezando por las autoridades civiles, militares y de justicia; una política de seguridad destinada a proteger a la población y todas las actividades civiles más que perseguir a los grupos armados; y asumir con paciencia el proceso de incorporación de las regiones más violentas a la legalidad estatal, lo cual implica aclarar y afirmar la ciudadanía de sus habitantes y la garantía presumible de sus derechos fundamentales.

El idealismo de la izquierda –carente de un sentido realista de la seguridad– y el brutalismo de la derecha –despreocupada de las regiones conflictivas y de sus gentes– tienen al país en un atolladero. La primera debería ceder en la persistencia en negociaciones eternas e ineficaces; la segunda debe estar dispuesta a aceptar la universalización de las ideas de vida, libertad e igualdad, de esa gente que no les agrada y que no reconocen como nuestros iguales: los pobres, los negros y los indios.

Parece un camino extraño. No lo es: es el camino más trillado de la historia. ¿Es un camino fácil? Tampoco. Es más fácil negociar con pequeños y dañinos grupos armados ilegales que cambiar las condiciones de vida de las regiones más atrasadas y sufridas del país.

Referencias

1Jorge Giraldo (2018). Así en la guerra como en la paz. Madrid: La huerta grande.

2Fernán González, “El laberinto de la Paz Total”, Cien días 107, enero-abril, 2023. Consultar en enlace

3Ver en enlace 

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Jorge Giraldo Ramírez

Doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia. Profesor emérito, Universidad Eafit.