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Petro y Hernández, aspirantes a la presidencia en tiempos de profundos cambios en la cultura política colombiana.

La inseguridad, la corrupción, la franca decadencia de la cultura cívica y la falta de liderazgos han generado un embudo en el que las dos opciones que depuró el proceso electoral no son el remedio, sino un síntoma de la enfermedad.

La primera vuelta de las elecciones presidenciales puso de relieve algunas transformaciones que están ocurriendo en la cultura política colombiana. El fortalecimiento del autoritarismo, el agotamiento del modelo de orden del uribismo y la institucionalización del conflicto social son tres de ellos.

La esperanza en el macho alfa

Tanto Gustavo Petro como Rodolfo Hernández encarnan la figura de patriarca mesiánico. Que ninguno tenga una estructura partidaria se normalizó en Colombia, pero es profundamente disfuncional en una democracia seria. De allí que sus estilos populistas no sean adjetivos sino sustanciales: son líderes carismáticos que lo que tienen para ofrecer son ellos mismos, cada uno de ellos es el producto, el mensaje y hasta el empaque. Y para nuestro infortunio, la responsabilidad que asumirán luego de 4 años de un eventual mal gobierno solo recaerá sobre ellos, luego, el castigo político será prácticamente inexistente. Salvo que alguien considere que pasar a la irrelevancia como expresidente es una forma de castigo democrático.

Ambos patriarcas reflejan una respuesta emocional y desencantada al contexto de anomia que agobia a la sociedad colombiana. La inseguridad, la corrupción, la franca decadencia de la cultura cívica y la falta de liderazgos han generado un fatal embudo en el que las dos opciones que depuró el proceso electoral no son el remedio, sino un síntoma de la enfermedad.

Más allá de estos dos hombres fuertes, grandilocuentes y sabelotodo que prometen salvación express, el país deberá afrontar el problema de un nuevo concepto de orden público, el cual deberá situarse más allá de la agotada prédica de mano dura, pero más acá del fatalismo ante las vías de hecho erigidas como modos de presión política. Si una lección quedó clara de estas elecciones es que la anomia no solo le complica el día a día a los ciudadanos, sino que es el caldo de cultivo para el surgimiento de líderes tan carismáticos como autoritarios.

Ni “seguridad democrática” ni “paz con legalidad”: en busca de una nueva gramática del orden

No cabe duda de que la principal fuente de anomia son las diferentes formas de violencia urbana y rural que padecemos, tan desbordadas como atomizadas. Esto pone de presente el agotamiento del modelo de seguridad que se inició en 2002 con el gobierno de Álvaro Uribe. Desde un punto de vista discursivo, dicho modelo es un desarrollo simbólico y retórico del eslogan de “mano dura”. Y su agotamiento tiene dos causas: una, su relativa ineficacia: las fuerzas militares y de policía están desbordadas por la presencia de disidencias, clanes y guerrillas en el campo, y por bandas, combos y delincuencia común en las ciudades. No es un secreto.

Pero hay un segundo aspecto que explica su agotamiento: el merecido cuestionamiento sistemático que en los últimos años ha tenido la legitimidad de sus representantes –Fuerzas Militares, Policía, Ministerio de Defensa y Presidencia, entre otras– tras lo ocurrido durante las protestas de 2019-2021 y lo que ha desvelado la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Las fuerzas del orden, cuya eficacia y legitimidad son esenciales para cualquier Estado que se precie de serlo, no solo han perdido no pocas batallas estratégicas en el terreno, sino que han visto cuestionada seriamente su legitimidad en la esfera pública y en el corazón de los ciudadanos. Y todo parece indicar que están lejos de recuperarlas, pues siguen en fase de negación.

Lo anterior se agrava con el hecho de que ninguno de los dos candidatos que se medirán el 19J tiene una propuesta seria para recuperar la ofensiva y la legitimidad del Estado en todo el territorio nacional.

Desmovilizadas las Farc, las protestas, los reclamos y la inconformidad se libraron –parcialmente, por supuesto– del estigma de ser epígonos de la insurgencia. El fracaso de la candidatura de Federico Gutiérrez es apenas el colofón de la incapacidad del gobierno de Iván Duque de interpretar el estado de ánimo de medio país que se ilusionó con los cambios firmados en 2016.

El conflicto social: de los márgenes al centro

Hay que leer el mensaje de cambio de las elecciones del 29M –representado por casi 16 millones de votos (si se suman los de Sergio Fajardo) como un efecto remoto del Acuerdo de Paz de 2016. Una de las consecuencias que trajo dicho acontecimiento político, sumado a la crisis social que produjo la pandemia, fue traer el conflicto social de los márgenes al centro de la conversación política.

Dicho de otro modo, desmovilizadas las Farc, las protestas, los reclamos y la inconformidad se libraron –parcialmente, por supuesto– del estigma de ser epígonos de la insurgencia. El fracaso de la candidatura de Federico Gutiérrez es apenas el colofón de la incapacidad del gobierno de Iván Duque de interpretar el estado de ánimo de medio país que se ilusionó con los cambios firmados en 2016 y que fueron demandados por amplios sectores en las calles, los foros y las encuestas durante estos años.

Lo anterior supone un desafío especialmente para la izquierda, puesto que, independientemente de lo que suceda el 19J, quedó demostrada su creciente capacidad de movilización y su carácter representativo de, al menos, un 40 % del electorado. Este caudal puede dilapidarse mediante la actitud infantil de invocar fraudes, anunciar teorías conspirativas y convertir la calle en un contrapoder desde el 8 de agosto. O, por el contrario, puede ser un paso más en la consolidación de una opción de poder que se prepare para el día en que dejen de ser oposición eterna. Lo anterior requerirá no solo más preparación y menos consignas, sino, sobre todo, un proceso de depuración de los líderes que hoy encarnan la propuesta del cambio, pues allí también se libra una batalla por la credibilidad.

Finalmente, aunque en la campaña del Pacto Histórico “el cambio” es un significante vacío –pues significa muchas cosas al tiempo y no pocas de ellas inviables– y en la de la Liga de Gobernantes Anticorrupción “el cambio” es meramente adjetivo –pues no está soportado en un proyecto de país–, urge que los ciudadanos se sintonicen con una gramática realista del cambio social, pues patear la lonchera o dar un salto al vacío pueden ser el camino seguro a que todo siga como está.

Iván Garzón Vallejo

Profesor investigador senior, Universidad Autónoma de Chile. Su más reciente libro es: El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Crítica, 2022). @igarzonvallejo