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El nobel colombiano sufrió en sus últimos años los embates de la pérdida de la memoria.

¿Cómo fueron los últimos días de vida del nobel colombiano? Rodrigo García Barcha, su hijo, reconstruye en su emotivo libro “Gabo y Mercedes: una despedida”, las tres últimas semanas de vida del escritor.

Ésta es la historia secreta de la pasión y muerte de Gabriel García Márquez, soberano absoluto del reino de Macondo, que vivió en función de su prodigiosa imaginación durante 87 años y murió conforme a sus convicciones laicas un Jueves Santo, y a cuyos funerales vinieron dos presidentes de la República.

Con esta paráfrasis –previsible quizá– del primer párrafo del cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, podría resumirse el libro Gabo y Mercedes: una despedida, de Rodrigo García, publicado en mayo pasado por Literatura Random House. Curiosamente escrito en inglés y traducido al español por la colombiana Martha Cecilia Mesa, el libro es una mezcla de diario y memorias que, en efecto, se centra en la reconstrucción de las últimas tres semanas de vida del gran escritor colombiano y de los tres días que duró su fiesta funeraria, en Ciudad de México. También cuenta los días finales de Mercedes Barcha, pero tal hecho sólo ocupa el último de sus 32 capítulos.

Ya algunos reseñistas lo han calificado de hermoso. El adjetivo es justo: es un libro emotivo, conmovedor, escrito con la sensibilidad a flor de piel, y en la que un artista narrativo, con perspicacia y sin ocultar sus impresiones y sentimientos más íntimos, cuenta el declive y el desenlace de la vida de quien no sólo es su padre, sino también un colega gigante y admirado por él, el más influyente en su formación, y dueño además de “una de las vidas más venturosas y privilegiadas jamás vividas por un latinoamericano”.

Es asimismo una mínima biografía intelectual de García Márquez, ya que da a conocer varias de sus ideas literarias, tal y como él las exponía en la intimidad de su casa, que era también su lugar de trabajo.

El relato empieza con la hospitalización de García Márquez el lunes 31 de marzo de 2014, decidida por los otros tres miembros del “club de cuatro”, como se refiere Rodrigo García al grupo familiar cerrado y entrañable que durante más de 50 años formaron él, su padre, su madre y su hermano (Gonzalo). La decisión se tomó porque el novelista llevaba dos días en cama, resfriado, apático y sin querer comer. Las imágenes de la tomografía que le practicaron revelaron “unas zonas sospechosas en el pulmón y el hígado”, compatibles con tumores cancerosos. Para confirmar el diagnóstico, los médicos del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán plantearon la necesidad de unas biopsias, lo que habría implicado aplicarle anestesia general y, casi con seguridad, conectarlo a un ventilador mecánico. Mercedes rechazó esta opción. Rodrigo consultó entonces con el oncólogo que trató al escritor en Los Ángeles, quien, tras afirmar que posiblemente se tratara de cáncer de pulmón, le aconsejó que lo llevaran a casa y le brindaran cuidados paliativos. Su situación era irreversible: aun con quimioterapia, le quedaban pocos meses de vida, un plazo que posteriores chequeos redujeron dramáticamente. De modo que ocho días después, el martes 8 de abril, fue dado de alta y llevado en una ambulancia a su elegante residencia en la calle Fuego del barrio Pedregal de San Ángel.

 

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Rodrigo García Barcha, autor del libro, hace una evocación bella y humana de sus padres y devela las ideas literarias de su padre tal y como este las compartió en su hogar.

Pero la pasión de García Márquez no había comenzado aquel martes 8 de abril, ni el día en que fue hospitalizado, sino algunos años atrás, cuando empezó a perder gradualmente la memoria. Todavía dos años antes, en 2012, “estaba plenamente consciente de que la memoria se le esfumaba”. Fue un período terrible. “Pedía ayuda con insistencia”, una y otra vez. “La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No puedo trabajar sin ella, ayúdenme”, clamaba con desespero. El lector lee conmovido este pasaje del libro: un genio de la literatura, para quien ésta ha representando siempre el sentido último de su existencia y quien no desea otra cosa que seguir escribiendo, ve con zozobra que un mal que su voluntad no puede dominar lo está incapacitando para el ejercicio de su vocación vital. García Márquez vivió incluso su propia versión del retiro angustioso al huerto de Getsemaní: ocurrió en el jardín de su casa, donde su secretaria lo encontró solo, de pie, “mirando a la distancia, perdido en sus pensamientos”. Le dijo a la mujer que estaba llorando, a lo que ella le replicó que no veía que lo estuviera haciendo. “Sí, lloro, pero sin lagrimas”, le aclaró él y agregó: “¿No te das cuenta de que tengo la cabeza vuelta mierda?”.

Terminó sucumbiendo a la demencia senil. No reconocía ni a sus propios hijos. Se enniñeció: “Me quiero ir a la casa. A la de mi papá”, pidió en una ocasión, evocando a Papalelo, el coronel Nicolás Márquez. Cada vez que su hijo Rodrigo partía de regreso a Los Ángeles, después de una visita a la casa paterna en Ciudad de México, le rogaba, como “un niño llorando en el jardín infantil”: “No, hombre, ¿por qué te vas? Quédate. No me dejes”. Ya no sabía que él era el padre y que el otro era el hijo, y acaso creía que era al revés. De ahí que, tras contar que durante sus últimos dos días de vida, las enfermeras le pusieron vallenatos a todo volumen en su habitación, Rodrigo comenta que sonaban “como una postrera canción de cuna”.

Es significativo que García Márquez haya pasado los 10 días de su serena agonía en un cuarto de invitados de su propia casa, que se le adecuó como habitación de hospital. Pone de presente el hecho de que ya no reconocía ésa como su casa, en la que ahora se sentía un extraño visitante y en la que, a la luz de su nueva conciencia, ya él no era el padre ni el esposo: era, pues, lógico que hubiera abandonado la alcoba nupcial.

La etapa de su pasión correspondiente a su moribundia fue, como ya he dicho, tranquila, pues estuvo todo el tiempo asistido por enfermeras y observado por médicos de las más variadas especialidades, siempre prestos a evitarle el dolor, sin excluir la piadosa ayuda de la morfina. Murió el 17 de abril, Jueves Santo –un día como el cual también lo hizo, según ya es legendario, Úrsula Iguarán, una de sus grandes criaturas–, faltando unos 15 minutos para la 1:00 p. m. (y no a las 2:35 p. m., como señala Wikipedia). El mundo lo supo unas dos horas después, a las 2:46 p.m., cuando, por instrucciones del ahora menoscabado club de cuatro, lo informó la periodista mexicana Fernanda Familiar a través de su cuenta de Twitter. Mercedes puso la mano sobre la de su marido muerto, le acarició la frente por un momento, se estremeció y estalló en llanto. “Pobrecito, ¿verdad?”, dijo.

En el jardín de su casa su secretaria encontró a García Márquez de pie, “mirando a la distancia, perdido en sus pensamientos”. Le dijo a la mujer que estaba llorando, a lo que ella le replicó que no veía que lo estuviera haciendo. “Sí, lloro, pero sin lagrimas”, le aclaró él y agregó: “¿No te das cuenta de que tengo la cabeza vuelta mierda?”.

En las primeras horas de la noche, abriéndose paso por entre la multitud con la ayuda de patrulleros de la Policía, una ambulancia sacó de la casa el cuerpo amortajado de blanco y lo trasladó a la cercana funeraria J. García López, donde fue cremado poco más tarde. Al día siguiente, viernes, se informó que el lunes 21 por la tarde se llevaría a cabo una ceremonia de cenizas presentes en el Palacio de Bellas Artes. De ahí en adelante no se conocieron más noticias.
El homenaje en el Palacio de Bellas Artes fue cubierto por todos los medios internacionales, de modo que sobre ese acto los lectores lo sabíamos todo. Pero el libro nos revela incluso al respecto la perspectiva privada de la familia, lo que nos permite conocer detalles que hasta ahora ignorábamos.

Sin embargo, lo que nadie había podido siquiera suponer fue lo que sucedió en la casa de la calle Fuego después que los restos fueron cremados. Por aquellos días, un contingente de periodistas acampó frente a la casa; llegaban asimismo decenas de personas del común que dejaban flores y otras ofrendas en el antejardín; sólo a unos pocos privilegiados –algunos de ellos figuras notables– se les franqueaba el portón de madera. En suma, lo que entonces se le informó al mundo es que, durante todo el resto de la Semana Santa, la casa del escritor permaneció cerrada, en completo sigilo.

Pues bien: ahora el libro de Rodrigo García nos revela que lo que sucedió durante esos tres días santos –viernes, sábado y domingo–, en la más estricta privacidad, fue la fiesta funeraria de García Márquez. “Los amigos siguen llegando de lejos y de cerca”, se lee en la página 82. Esos amigos se sumaban a las esposas y los hijos de Rodrigo y Gonzalo, que llegaron de Los Ángeles y de París, respectivamente, y a otros familiares, en su mayoría procedentes de Colombia. Los asistentes fueron al parecer más de 50. “La casa se convierte en un coctel, un velorio con bebidas y refrigerios las veinticuatro horas, y mi madre en el centro de atención, bromeando, interrogando, pronunciándose, infatigable”. Más adelante agrega el autor: “La fiesta dura los tres días completos y, aunque es extenuante, resulta ser un salvavidas”.

Así fueron, pues, los funerales del escritor que narró tantos funerales en su obra de ficción, entre ellos los espléndidos de la Mamá Grande, a los que el suyo se pareció en una escala quizá no menos desmesurada.

Joaquín Mattos Omar

Santa Marta, Colombia, 1960. Escritor y periodista. En 2010 obtuvo el Premio Simón Bolívar en la categoría de  “Mejor artículo cultural de prensa”. Ha publicado las colecciones de poemas Noticia de un hombre (1988), De esta vida nuestra (1998) y Los escombros de los sueños (2011). Su último libro se titula Las viejas heridas y otros poemas (2019).