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Somos una nación que va escoger un presidente, con sus atribuciones y sus limitaciones, pero no un déspota. Alguien que tendrá que ser el primero en cumplir la ley y en hacerla respetar.

Si los ciudadanos creen que su destino depende de quien se siente en la silla presidencial, no han comprendido de qué se trata la democracia. No han descubierto que bajo ese sistema el poder queda siempre repartido y que ellos no enajenan el suyo con el hecho de votar. En sus manos sigue la capacidad de vigilancia hacia los elegidos y la de actuar para hacer funcionar un país, sobre la base de premisas de libertad; no en cumplimiento de órdenes de algún mandamás.
Gobernar no consiste en apoderarse del aparato del Estado para hacer lo que venga a la cabeza, como quien toca al oído. Mucho menos se trata de hacerles favores a los amigos y castigar a los enemigos. Si el cumplimiento de un programa de gobierno implica cambios institucionales, eso no puede depender simplemente de la firma de una persona. Así será en las dictaduras. Pero en la democracia hay que contar con el legislativo, y si allí no se tiene mayoría, hay que hacer propuestas sensatas, negociar limpiamente y convencer a personajes que pueden ser todo, menos tontos, y representan la variedad social, regional y política de un país ante el cual deben rendir cuentas de lo que hagan o dejen de hacer.

Mover el aparato del Estado, y tratar de marcar desde la cabeza del Ejecutivo el rumbo de un país, no es tan fácil como maniobrar una carretilla. Las dimensiones de semejante tarea se parecen más bien a las de capitanear un barco, que no puede doblar esquinas ni echar reversa cuando va hacia adelante a plena marcha, y donde el capitán no alcanza a saber a ciencia cierta todo lo que pasa en el laberinto de pasillos, camarotes, depósitos y salas de máquinas.

Los presidentes, a la cabeza de un equipo de funcionarios casi siempre mejor calificados de lo que algunos piensan, sin perjuicio de que haya mediocres o innecesarios, hacen por lo general los mejores esfuerzos por acertar. Pero entre presidente y funcionarios no alcanzan a tener todo el poder en sus manos. Tampoco lo tiene el Congreso, al que, para ser serios, no hay que descalificar por oficio sino mejorar en cada elección, a punta de votar bien. Existen otros portadores de poder, más o menos visibles, que no se pueden olvidar. Y, por encima de todo, está el poder ciudadano.

Los países van tomando rumbo, y marcando el paso de su marcha, como resultado de la conjugación de muchos factores. El gobierno es uno de ellos, sin duda importante porque tiene responsabilidades hacia todos los demás. Primero que todo, dentro de nuestras instituciones, tiene un compromiso ineludible de trabajar por la justicia social; la constitución es reiterativa en esa exigencia. Además, debe llevar la iniciativa en propuestas legislativas, en la orientación de la economía, la prestación de servicios básicos, la satisfacción de necesidades mínimas en condiciones de justicia y dignidad, los equilibrios del desarrollo regional, la garantía de los derechos ciudadanos, y la orientación internacional del país.

Por lo demás, desde los grandes hasta los más pequeños emprendedores, y los ciudadanos todos, cada uno desde su actividad, abren puertas, marcan fronteras, se inventan cosas qué hacer, cambian de oficio, luchan por causas diferentes; y es la suma de todo eso, mucho más que las órdenes de los gobiernos, lo que genera la realidad del gran torrente de la vida nacional. Así adquiere una u otra forma el complejo tejido del poder. Con colores variados y de diferente textura e intensidad, realidad ostensible que no solamente se refleja en las estadísticas, sino en las calles abarrotadas y en la omnipresencia de una febrilidad que no es otra cosa que el palpitar vibrante de una nación que aprendió a hacer sus cosas y a vivir sin esperar que un virrey, bueno o malo, le diga qué es lo que hay que hacer.

Al mismo tiempo hay sectores del país donde no existe, no opera o no se acata la acción del Estado. Donde se impone una cotidianidad que desborda todo parámetro convencional de un orden ideal y abstracto que no es tenido en cuenta. De manera que tenemos realidades paralelas, cada una con su cuota de desorden, creativo en unos casos y destructivo en otros, que demuestra que esta nación consiguió en poco tiempo delinear, sin darse cuenta, su propia forma de vivir, sin que el Estado haya hecho, haga o pueda hacer demasiado para manejar ese torrente. Nos volvimos enormes y adquirimos una compleja personalidad, en el momento menos pensado.

Esa es la nación que va escoger un presidente, con sus atribuciones y sus limitaciones, pero no un déspota. Alguien que tendrá que ser el primero en cumplir la ley y en hacerla respetar. Alguien que no se podrá salir del marco institucional, y que si quiere cambiarlo deberá hacerlo dentro de las reglas previstas, no por su propia voluntad. Alguien que tendrá que ser responsable y cuidadoso con lo que intente hacer respecto del patrimonio que ha acumulado la sociedad colombiana sin que nadie se lo haya regalado y que no está dispuesta a echar a perder. Sin perjuicio de que tenga la obligación de integrar sectores sociales rezagados a la pujanza de un país que no dejará su destino en manos de un jefe transitorio y mucho menos permitirá el desmonte arbitrario de todo lo que ha logrado.

No es buena noticia que, a lo largo de los años, se haya venido fortaleciendo una idea pesimista de lo que somos como nación, mientras que todo el mundo hace, eso sí, la salvedad de los valores de su propia familia y de su capacidad o sus éxitos personales. De manera que se pone en evidencia la contradicción entre un país en el que gente emprendedora, luchadora y audaz, piensa que le tocó vivir en una sociedad mediocre que, si fuera vista con un poco más de optimismo y de solidaridad, conseguiría todavía mejores logros. Si al tiempo pudiera vencer el atavismo, heredado de trescientos años de régimen colonial, y de la persistencia de ideales anacrónicos, que lleva a muchos a esperar que el Estado se ocupe de todo sin pedir demasiado, o que un cacique redentor obre milagros.

No hay que temerle a la polarización política, pero hay que evitar que degenere en la polarización del alma en un país apasionado y de energía desbordante. Para la democracia es bueno que no haya unanimidad.

En cambio, es bueno que haya millones de colombianos que hacen cosas sin esperar que otro se las patrocine o se las regale. Que viven su vida sin aspirar al beneficio de favores gratuitos. Que saben, porque lo protagonizan, que existen buenas noticias, que contrastan con los caudales negros de los noticieros, y entienden que si esa fuera la única realidad, estaríamos hace mucho tiempo perdidos. La gama de esos colombianos cubre todas las regiones y los sectores sociales. Ahí figuran desde apóstoles de las finanzas hasta entusiastas vendedores callejeros que pregonan el esfuerzo como fuente de realización y de satisfacciones.

No hay que temerle a la polarización política, pero hay que evitar que degenere en la polarización del alma en un país apasionado y de energía desbordante. Para la democracia es bueno que no haya unanimidad. Es conveniente que haya competencia y que haya oposición. Que gobierno y oposición mantengan el ritual de un diálogo creativo, frecuente y ejemplar, en torno a problemas fundamentales. Que los gobernantes no se encierren a expedir decretos, y que los derrotados no se dediquen apenas a obstaculizar, porque tienen en todo caso la obligación de servir.

No hay que alarmarse por el hecho de que las opciones de la elección de ahora sean tan inverosímiles y, sobre todo, tan diferentes de lo que habíamos visto. Debería satisfacernos el hecho de que estemos recolectando la cosecha de la constitución del 91, que aunque extensa, minuciosa, y con pasajes mal escritos, permitió abandonar la rigidez del bipartidismo que venía del Siglo XIX y abrió nuevas avenidas para un desarrollo democrático al que deberíamos dejar de darle palo con tanto desconocimiento y no menos desprecio. Si la conociéramos más y la cumpliéramos con entusiasmo, estaríamos mucho mejor.

Viendo las cosas en tiempo histórico, es decir en grandes trazos, es posible que en Colombia, lo mismo que en otros países de nuestro continente, estemos viviendo, por fin, el final de la hegemonía de los criollos, esto es de los hijos de españoles nacidos en América. Ilustrados, oriundos de la capital, de capitales de provincia, o venidos al mundo en haciendas, y en cuyas manos quedaron el poder y la oportunidad de inventarse repúblicas conforme a sus ideales, sus intereses y sus ambiciones.

Estamos de pronto como a la entrada de un túnel. Aunque parezca que la selección de presidente ha tenido mucho de folclor, desde la agitación anterior a la primera vuelta, de pronto este proceso ha representado mejor que nunca lo que somos como sociedad. Ojalá, hacia adelante, se abran paso exponentes y protagonistas de una nueva clase política, que no traiga el atavismo de la herencia colonial, ni el lastre del populismo patriarcal e insuficiente del Caribe del siglo pasado, o el de jefes despóticos que aporrean al que los mire como no les gusta.

Todo gobierno es una feria de sorpresas. Ninguno resulta ser como se esperaba. El primer sorprendido, con frecuencia, es el propio presidente. Así es la historia. Así es la vida política. Ahí está lo complicado de meterse en ese oficio. En campaña todos son capaces de tomar la forma del recipiente en el que los inviten a meterse. Y la gente les cree, porque le puede la gana de oír lo que esperaba. Después se nota qué tan lejos queda lo que se puede hacer. Entonces es cuando se advierten las verdaderas posibilidades de cambiar una u otra cosa, sin destruir, nadando contra la corriente de una vida social y económica que lleva su propia fuerza.

A quien gane habrá que vigilarlo, desde la verdadera mayoría ciudadana, votante y no votante, para poder celebrar, en cuatro años, el siguiente triunfo de la democracia, que será el de haber superado los obstáculos que se le presenten y ser cada vez más valorada y más vigorosa.

 

Columna publicada en el diario “El Espectador” el 13 de junio de 2022.

Eduardo Barajas Sandoval

Profesor titular de la Facultad de Estudios internacionales, políticos y urbanos de la Universidad del Rosario.

 

 

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