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Hasta 2021 la Unidad de Víctimas ha atendido a 8.090 niños por causa del reclutamiento forzado, una triste realidad que deja marcas difíciles de borrar en la niñez y juventud colombiana.

El reclutamiento forzado de menores a las filas de grupos ilegales y su muerte en combate es una de las realidades más sobrecogedoras del conflicto armado en Colombia. ¿Se podrá acabar con esta espiral de violencia que deja profundas heridas en nuestra sociedad?

A raíz del más reciente bombardeo de la fuerza Aérea en el Guaviare dirigido contra el jefe de las disidencias ´Gentil Duarte´, estallaron lluvias de críticas contra el ministro Diego Molano por la presunta muerte de más de 10 menores de edad entre las víctimas del operativo militar. Este debate sobre si los niños soldados que hacen parte de las disidencias son víctimas o victimarios no es nuevo. Es más, los niños han estado históricamente vinculados a la guerra y en Colombia, concretamente, hay referencias desde hace más de un siglo, desde la Guerra de los mil días. ¿Por qué entonces el debate parece cobrar vigencia solo ahora?

“Si bien los niños y jóvenes han estado vinculados a la guerra y a los conflictos bélicos desde tiempos inmemoriales, con la aparición de las armas de fuego ligeras y de fácil manejo, su función cambió: sus tareas se incrementaron y pudieron asumir de manera creciente un rol más protagónico en la guerra. De igual manera, a medida que la sociedad fue adoptando el concepto del niño moderno, caracterizado por su dependencia e indefensión, y por ser alguien que debía permanecer resguardado tanto por la escuela como por la familia, la infancia fue siendo concebida como un período de la vida que debía ser protegido física y moralmente. Con este cambio de mentalidad, las sociedades empezaron a mirar con recelo la presencia de estos niños en medio de los campos de batalla, al igual que su utilización en actividades concomitantes con la guerra, que atentaban su integridad física y moral.” (Pachón, 2009 p.3)

Efectivamente, a partir del Estatuto de Roma (1959) y siguiendo con la Declaración de los Derechos de los niños (1989); el Protocolo Facultativo de los Derechos de los Niños relativo a la Participación en el Conflicto Armado (2002) de las Naciones Unidas, y en Colombia con la Ley de Infancia y Adolescencia (2006) y la Ley de Victimas (2011) en teoría podríamos decir que, los niños, niñas y adolescentes están protegidos en el papel.

Pero la realidad es otra. Hasta este año, la Unidad de Víctimas anunció que ha atendido más de 8.400 menores provenientes del reclutamiento a la fecha. Estos son solamente los menores que se vinculan a los programas oficiales. A la hora de hacer los acuerdos de paz, el asunto de los menores, debido a que es considerado un crimen de guerra, es el tema menos tratado en las negociaciones. Este hecho ha generado que existan desmovilizaciones “por la puerta de atrás” (Pachón, 2009 p. 16), es decir, una liberación o entrega a las autoridades de niños antes de las desmovilizaciones masivas lo cual no sólo ha impedido que estas organizaciones sean vistas como responsables del crimen, sino que ha impedido que ellos se vinculen a los programas oficiales de reintegración, como se constató durante la desmovilización colectiva de las AUC entre 2003 y 2006 en la cual sólo se vinculó al ICBF el 10% de los menores involucrados (Gonzalez Uribe, 2016) a pesar de ser un requisito para acceder a las penas alternativas. Están adicionalmente los niños que logran desertar de las filas de estos grupos y permanecen en la clandestinidad. Esta es la situación más temible para ellos ya que son cazados por su misma organización y a la vez por los bandos contrarios. Son jóvenes que terminan siendo vulnerables a un nuevo reclutamiento por parte de bandas criminales, grupos paramilitares o disidencias, ya que cuentan con entrenamiento previo. Con las Farc y su desmovilización reciente ocurrió algo similar, poco se ha mencionado el tema de los menores y es evadido por sus líderes. Si analizamos el tiempo transcurrido dentro del grupo guerrillero y la edad a la cual entraron, se concluye que la gran mayoría, incluso muchos de sus líderes, fueron reclutados como menores.

Estos jóvenes que el ministro Molano denomina como “máquinas de guerra” fueron reclutados contra su voluntad a edades muy tempranas y se convirtieron en guerreros a la fuerza; más bien debemos preguntarnos ¿qué alternativas de vida tuvieron en sus regiones? ¿Cuál es el contexto del cual provienen?

Uno de los desmovilizados que entrevisté narraba cómo comenzó colaborando con la guerrilla porque recibía más apoyo para sus estudios por parte de este grupo que de las instituciones en su pueblo. Un día, sin previo aviso, lo llevaron “al monte” donde estaba el brazo armado de las Farc y le “leyeron el reglamento”. Ese fue el punto de no retorno. A pesar de sus súplicas, lo amenazaron diciendo que si regresaba su familia corría peligro, y a partir de ese momento comprendió que estaba atrapado. “Entendí que iba a estar ahí hasta el fin de la revolución”, dijo, “pero resultó que el fin de la revolución duró 15 años”. En el transcurso de eso años resistió múltiples castigos, fue carne de cañón en varios combates y tuvo que ver cómo fusilaban a sus amigos por robarse una panela. Organizó un plan para fugarse sin comentarlo con nadie porque “en el monte no se puede confiar ni en la sombra, un amigo te puede delatar o si no lo hace, es fusilado por callar”, afirmó. Entonces decidió que se convertiría en el mejor guerrillero y con el paso del tiempo logró ascender a comandante gracias a sus méritos. Sabía que esta era su única oportunidad de tener acceso a un celular, y fue con la ayuda de un campesino que logró contactar a un miembro de su familia 13 años después. Su fuga la planeó varias veces, pero siempre fallaba algo: o su superior lo movía de la zona indicada, o no podía avisar a su familiar con antelación ya que el celular era celosamente vigilado. Hasta que llegó el día en que su superior se descuidó y luego de 15 años de soñar con su libertad, esta se presentó en el momento menos pensado. Se convirtió en desertor y enemigo de su grupo.

Así son muchas de las historias de estos soldados que entran a los grupos armados como menores y cada vez de edades más tempranas. Las narraciones de sus experiencias en la reintegración son trayectorias duras que comienzan por el no retorno a sus lugares de origen (por motivos de seguridad o porque sus familiares fueron muertos o desplazados). A partir de ese desarraigo comienza su paso de un grupo altamente jerarquizado y estructurado en sus reglas de comportamiento, y de unas rutinas basadas en una cultura militar, al salto al vacío de la vida civil y de la elección de un camino de vida en medio de la soledad.

Uno de los desmovilizados que entrevisté narraba cómo comenzó colaborando con la guerrilla porque recibía más apoyo para sus estudios por parte de este grupo que de las instituciones en su pueblo. Un día, sin previo aviso, lo llevaron “al monte” donde estaba el brazo armado de las Farc y le “leyeron el reglamento”.

Valores inculcados durante la guerra como el estoicismo, la devoción/temor al mando superior, la cohesión de grupo, la prevalencia de la misión sobre la necesidad individual, las rutinas, son elementos que perduran en su formación y cuestan superarlos. En sus experiencias han sufrido castigos psicológicos y físicos que dejan importantes secuelas. Muchos presentan signos de estrés post traumático, depresión, agresividad, y desconfianza. De hecho, las investigaciones demuestran que entre menos edad tenga un menor y mayor tiempo haya estado vinculado al grupo armado, mayor será la dificultad para reconocer referentes de vida alternos, por lo que el proceso de desvinculación y reintegración implica mayor impacto emocional (Bello & Ruiz , 2002. p 40).

Estos jóvenes que el ministro Molano denomina como “maquinas de guerra” fueron reclutados contra su voluntad a edades muy tempranas y se convirtieron en guerreros a la fuerza; más bien debemos preguntarnos ¿qué alternativas de vida tuvieron en sus regiones? ¿Cuál es el contexto del cual provienen? ¿Será que hemos comprendido que la solución no es siempre introducir más pie de fuerza sino una inversión social robusta y generosa en zonas como Tumaco, el Catatumbo, o el Chocó?

En un conflicto armado con la larga duración del colombiano y que ha abarcado varias generaciones, no es de sorprenderse que existan varios miembros de una misma familia vinculados a distintos grupos armados opositores. En el camino encontré que en algunas familias abuelos, hijos y nietos habían hecho parte de varios grupos en distintos momentos. La guerra termina siendo parte de la vida de muchas familias.

La pregunta entonces no es si son máquinas de guerra o víctimas, la pregunta es ¿qué vamos a hacer en Colombia para prevenir el constante reclutamiento y el re-reclutamiento de menores?

Beatriz Toro P.

Antropóloga de la Universidad de los Andes. Magíster en Desarrollo Social de la Universidad del Norte.

 

 

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