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La renuncia de Meghan Markle y el principe Harry a la casa real británica deja en evidencia los atavismos de una monarquía británica desintonizada con el mundo actual.

¿Qué hay detrás del anuncio de Meghan Markle y el príncipe Harry de renunciar totalmente a sus roles como miembros de la realeza británica?

En mayo 2018, el espectáculo de una boda real se ponía en movimiento. Una mañana primaveral, en el día 19, la actriz norteamericana Meghan Markle entraba a la capilla de San Jorge, del Castillo Windsor, para casarse con el príncipe Harry. Como en 1981 y en 2011, el mundo, a través de innumerables pantallas, estaba mirando. Markle descendió de un automóvil brillante, la sonrisa detrás de la blancura esponjosa del velo, para revelarse ante una multitud gozosa que estallaba festiva con su presencia. Se mostró con un vestido de líneas depuradas, hecho por la diseñadora Clare Waight Keller, británica, y desde ese entonces al comando de la casa de moda Givenchy.

En los imaginarios de ciertas feminidades predominantes, casarse con un príncipe es la culminación de una fantasía que se incuba en las ensoñaciones más tempranas. La cultura de una Disney animada, ciertas fábulas recibidas en la niñez, narrativas de juegos compartidos por muchas infantes al crecer, todos siembran, sin preverlo, la idea de que las mujeres, alguna vez, acaso un día, conocerán un príncipe ensoñado y vestirán un vestido blanco con que sellar un eterno amor junto a él. Una fantasía de “realización”, en teoría, febrilmente añorada.

Así que cuando una “plebeya” consolida semejante proyección, el mundo mira, cierto hálito de ilusión empaña los corazones, y la espectacularidad de dicha consolidación suscita una suerte de conmoción colectiva. Al mundo mediático le han interesado casi siempre los afectos, las traiciones y las vicisitudes afectivas de los monarcas; todo ese ensamble de linajes y operativos de filiación, el mundillo inalcanzable de aquellos seres que heredan las consecuencias de tradiciones antiquísimas. El príncipe Harry, como se sabe, es el segundo hijo de una mujer que, también, de cierto modo, estaba destinada a una vida mortal pero que en un cruce de circunstancias terminó por ser la singular Princesa de Gales, Lady Di. Su boda, en julio de 1981, fue otro espectáculo. Su presencia en los medios una fabricación permanente, hecha con la voracidad de tabloides que insistían en perforar cada movimiento de su vida.

La cultura de una Disney animada, ciertas fábulas recibidas en la niñez, narrativas de juegos compartidos por muchas infantes al crecer, todos siembran, sin preverlo, la idea de que las mujeres, alguna vez, acaso un día, conocerán un príncipe ensoñado y vestirán un vestido blanco con que sellar un eterno amor junto a él.

Kate, la esposa de William, el primogénito de Diana y Carlos, también era una mujer “común”, mortal, de una familia acomodada pero sin los destellos sanguíneos de aristocracia. Meghan Markle era, al entrar a este escenario, aún más singular: no inglesa sino estadounidense, no ostentaba linajes aristocráticos, se había dedicado a la actuación y a la advocación de derechos femeninos y era una mujer con mestizaje racial. Aquella comunión era, si acaso, la muestra de una modernización mucho más radical.

El pasado 7 de marzo, poco después de que el príncipe Harry y Markle anunciaran que se escindían enteramente de sus deberes con la realeza británica, ya instalados en California, la pareja concedió una entrevista a la emblemática figura Oprah Winfrey. La conversación, otro instante de expectación para la sintonía televisada, develó con detalle lo que el mundo conjeturaba, lo que los tabloides construían, los hechos que condujeron a una deserción que había sido paulatina pero notoria, y que incluso fue denominada por los medios como Megxit.

Las abdicaciones no son nuevas en el linaje del ex-príncipe Harry, ahora despojado de sus títulos y deberes. Décadas atrás, el tío de su abuela, de la misma reina Isabel, emitiría en 1936 un discurso radial en el que explicaba que las fuerzas del deber que le involucraban, al prohibirle la posibilidad de estar con la mujer amada –la estadounidense Wallis Simpson– le resultaban un peso intolerable. Sin ese amor, no podía reinar. Abdicaba a ser rey. Convertido entonces en el Príncipe de Gales, tanto él como Simpson vivieron su propia modalidad de escisión, una por supuesto mucho más dramática y una que largamente se relató como la consecuencia de una cobardía, de fragilidad de su carácter. En la serie de Netflix, The Crown, se atisba, sin embargo, una posible lectura algo distinta. La de ver en el Príncipe de Gales, destinado a ser rey, una acérrima, audaz, atrevida y moderna osadía. La capacidad de abdicar, de escindirse, ¿qué permite?

También allí, y mirando la historia, se puede comprender que el mismo Príncipe Carlos supo desde temprano quién era la mujer de su vida. Las convenciones, los deberes sofocantes, la gravedad de lo heredado lo condujeron, en cambio, a casarse sin amor, y a herir durante años a Lady Di con las evidencias constantes de su falta de afecto. También, para los monarcas varoniles, están allí lo que palpita en tantos hombres heterosexuales: sus propias cárceles. Cinceladas por el deber ser, elegidas o no, reproducidas por el seguimiento de un imperativo deber ser. La gran herida de la princesa Diana, podríamos creer, es haber sido una presencia de fulgor, cumplir los códigos de la expectativa, magnetizar al pueblo inglés y aun así, haber vivido día a día la violencia de un casamiento con desamor.

Raza, misoginia y otredad

En los acontecimientos recientes, la abdicación es un lema. Y lo son también las narrativas. En la evolución de Meghan y Harry, son vitales justamente las construcciones de los medios. No es posible animarse a una lectura de las circunstancias sin las narrativas que los tabloides británicos hacían de la figura de Meghan Markle. Si Kate se tocaba con frecuencia, durante un embarazo, la barriga, los medios podían construirlo como un apego conmovedor. Pero si Megan hacía exactamente lo mismo, el titular señalaba preguntas sombrías, ¿era vanidad, una demostración malsana y fingida? Una idea de polaridad, como la nombró la misma Markle en su entrevista con Winfrey, se instaló con brío. La diferencia, indicó, era que la institución no demostraba intenciones de esclarecer las falsedades que podía haber en la narrativa. La asimetría era evidente y explícita. Y aun cuando la misoginia no es ajena a las retóricas de los medios más sensacionalistas, en las construcciones sobre Markle entraban ciertamente otros vectores imposibles de ignorar en nuestro momento político.

Las asociaciones al personaje reflejaban una misoginia cruzada además por el vector racial. Mientras que Kate se presentaba en los medios de formas altamente benignas, a Meghan se le construía como una fuerza foránea, una otredad. Aunque exhibieran acciones similares, las asociaciones entre ambas eran muy distintas. Aquello empezó a verse reflejado, además, de manera más tangible. Las conjeturas que despertó entre algunos miembros de la institución monárquica la posible “oscuridad” en la piel del primer hijo de Markle y Harry, coincidían con los anuncios que empezaban a hacerles de la falta de protección institucional que tendría su hijo. No le darían determinado título. No gozaría de los almidones protectores que estaban, supuestamente, a la orden de su posición. Un racismo difícil de digerir y de esquivar.

Eso y la perpetuación de falsedades que nadie de la institución monarca procuraba salir a desmentir, empezaron a cobrar en Markle un efecto en el paisaje emocional. Su relación con la reina, dijo en la entrevista, no era fuente de conflicto. Hubo, por el contrario, una especie de familiaridad afectuosa y fluida entre ambas desde los primeros instantes compartidos. Pero estaban las especulaciones de tono racista. Estaba el trato distinto a su primer hijo. Estaba la pasividad ante la falsificación de su figura. Estaba la crueldad de los medios y sus narrativas. Cualquier mujer que existe en las redes digitales hoy en día, puede dar cuenta de la virulencia a la que puede ser sometida. El matoneo, el descrédito, esa cacofonía que busca distorsionarla, acallarla, ningunearla, propicia agudo sentido de dolor. Es mucho lo que hiere esa violencia, lo que daña, lo que lastima. Las fabricaciones mediáticas llevaron a Markle a sentirse despojada de la voluntad de vivir.

Las conjeturas que despertó entre algunos miembros de la institución monarquica la posible “oscuridad” en la piel del primer hijo de Markle y Harry, coincidían con los anuncios que empezaban a hacerles de la falta de protección institucional que tendría su hijo. No le darían determinado título. No gozaría de los almidones protectores que estaban a la orden de su posición. Un racismo difícil de digerir y de esquivar.

Es Harry, en la entrevista, quien explica además la preocupación que empezó a sentir ante una historia repetida. Su madre fue hostigada por los medios sin cansancio. Incluso cuelga sobre el día de su muerte, en un accidente automovilístico en París, la estela de lo que huir de los paparazzi, incansables, invasivos, ha podido efectuar en la velocidad con la que buscaban evadirlos. Las fabricaciones de Markle como una villana, foránea, ajena, distinta, revelan lentes de racismo y de misoginia. Hay en esa personificación, además, otro subtexto del relato que vale la pena observar: la noción de que Markle era ya de por sí un factor disruptivo. Pero en vez de acoger su presencia como una oportunidad para radicalizar la habilidad de la monarquía para dinamizar sus lógicas según los tiempos que le animan, en vez de capitalizar la presencia de la primera persona de raza mixta en su engranaje como una muestra de inclusión, de diversificación genuina en sus políticas, la institución escogió asirse a unas fórmulas que la revelan mezquina. Esa tensión nos habita.

Hacia el final de la entrevista Winfrey le pregunta a Harry si cree que Meghan lo salvó. Porque si hay algo que hemos podido leer en él es también el espíritu libertario de su madre, el linaje de escisión que le precede. La cuestión está en cómo se narra esa capacidad para desapegarse. Y está la capacidad de Harry para reconocer las cárceles que su padre, por ejemplo, no fue capaz de remover. En las narrativas infantiles, son los príncipes quienes salvan a las damiselas en apuros, a las mujeres que necesitan rescate. Curioso pensar que el hijo de Lady Di decidió “salvar” a su esposa en un acto de paridad solidaria y que fue ella la fuente para que él se removiera de una institución sofocante. Ella, la posibilidad para que él observara, como pocos varones, la medida de sus prisiones, juntos, para que él encontrase el coraje para extraerse de su mayor cárcel. Un símbolo posible: la mujer disruptiva que propicia la propia salvación.

Vanessa Rosales A.

Cartagenera. Escritora. Es crítica cultural especializada en historia y teoría de la estética y la moda desde la perspectiva feminista. Es autora del libro Mujeres Vestidas. Tiene un podcast llamado de manera similar (Mujer Vestida). Su segundo libro se titula Mujer incómoda. @vanessarosales_