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Recuerdos y vivencias de sus habitantes aún reposan en calles y lugares de una ciudad que sólo existe en la memoria.

Imágenes de una ciudad del Caribe ida o transfigurada.

Me acuerdo del matrimonio del jugador del Junior Dulio Miranda y María Durán, vecina nuestra en el barrio san José: los niños del sector aledaño a la casa de la novia pudimos esa noche ver de cerca y estrechar la mano de varios de nuestros ídolos de entonces: Gabriel Berdugo, Jesús “Toto” Rubio, Bonifacio Martínez, Fernando Fiorillo, Julio Comesaña, César Lorea.  

Me acuerdo de Si estás vivo, dispara, película del oeste que vi con mis hermanas, unos primos y unos vecinos un domingo en el teatro Keneddy. De venida, por las calles tenuemente iluminadas del barrio El Santuario, no sé por qué el título resonaba en mi mente: “Si estás vivo, dispara… Si estás vivo, dispara… Si estás vivo, dispara”.

Me acuerdo del Personal para el Terminal, un estribillo de la radio barranquillera con que se avisaba el oficio y el código de los trabajadores del Terminal Marítimo de la ciudad que debían presentarse a laborar en determinado horario: “Se necesitan 15 prácticos, 10 sobordistas, 10 estibadores, 20 wincheros y 10 amarradores”.  

Me acuerdo de andar todo el tiempo repitiendo la retahíla de Rubén Blades en La mora: “Que Dios bendiga la esquina izquierda del tacón derecho de la chancleta del cura que bendijo tu salero…”, y de mis compañeros del colegio celebrando la ocurrencia. 

Me acuerdo de “Daniel Santos”, así entre comillas, porque no era El inquieto anacobero, sino un señor del barrio La Unión que se le parecía e imitaba a la perfección su voz. Por las tardes, apostados en una esquina, al verlo pasar le pedíamos que cantara y él gustoso entonaba ‘La despedida’ o ‘En el juego de la vida’ o ‘Linda’ y después se iba muy orondo, como si acabara de hacer una presentación memorable en algún escenario.

Me acuerdo de la melodía de la película El bueno, el malo y el feo brotando al unísono de los radios de las casas en el sopor del mediodía. 

Me acuerdo de Si lo tiene, tráigalo, una curiosa sección del kilométrico programa de televisión Animalandia en que los participantes debían traer objetos raros o desuetos y recibir premios cuando cumplían con la tarea. Ahí escuché por primera vez la palabra perno.

Me acuerdo de leopanta, fraca y timbas, que eran las palabras con que en una época (y con mucha naturalidad) nos referíamos al pantalón, la camisa y los zapatos sin que ello causara aspaviento ninguno a quienes las escuchaban.

Me acuerdo de una coplilla que entonaba mi abuelo Tomás en época de calor mientras se echaba fresco con un abanico de mano: 

Sopla viento, san Lorenzo
Que mi barco está parado
A mí no me calan hierbas
Ni veneno mal echado.

Me acuerdo de Dámaso, el personaje de un cuento de García Márquez que roba unas inservibles bolas del único billar del pueblo y después es sorprendido tratando de devolverlas. 

Me acuerdo de una hermosa muchachita de Ocaña (no diré su nombre) que llegaba al barrio a visitar a sus familiares en las vacaciones de mitad de año. Salíamos por las noches, caminábamos, nos besábamos, se iban raudos esos días y ella regresaba puntual al año siguiente y volvíamos a salir por las noches, a caminar, a besarnos hasta que crecimos y no regresó más.

Me acuerdo de un grafiti que estaba en las afueras del Cementerio Universal: “Dale de beber a tu esqueleto que está vivo dentro de ti”. 

Me acuerdo de una vez que, después de la lluvia, salimos a ver correr las aguas ya más tranquilas de un arroyo turbulento que pasaba cerca a la casa de mis abuelos y escuché con claridad cuando un vecino dijo: “Parece café con leche”.

Me acuerdo de que entre un grupo de amigos circulaba un cuaderno grande y hermosamente empastado en el que escribíamos las canciones de moda, poemillas, frases de nuestra preferencia, ocurrencias propias. Una letra cursiva escrita con un bolígrafo de tinta verde, la mía, era la que más hojas ocupaba.

Me acuerdo de que, por un tiempo, los asesinatos que ocurrían en el país se le atribuían a la Mano negra, nombre que los mayores pronunciaban siempre en voz baja y con algo de misterio y temor.

Me acuerdo de una vez que, después de la lluvia, salimos a ver correr las aguas ya más tranquilas de un arroyo turbulento que pasaba cerca a la casa de mis abuelos y escuché con claridad cuando un vecino dijo: “Parece café con leche”.

Me acuerdo de un piropo procaz que, en un diciembre, alguien en la esquina le espetó a una hermosa muchacha que pasaba por ahí: “Sopla, brisa cubana, para ver las barbas de Fidel”.  

Me acuerdo del Sun sun babae sonando a lo lejos en la todavía compacta oscuridad de la madrugada. 

Me acuerdo de que después que leí el cuento La muerte en la calle, de José Félix Fuenmayor, comencé a ver a su protagonista en cada indigente que me encontraba y, aunque ninguno lo entendiera, les preguntaba con cordialidad “¿Qué tal, caballerazo?”.

Me acuerdo de ir en un bus por la ruta habitual que me llevaba y traía al colegio y cerrar los ojos para tratar de adivinar, por los olores o sonidos particulares, por dónde íbamos en el recorrido.

Me acuerdo que cuando escuchaba el voceador acercarse a la casa, me apresuraba a ser quien recibiera El Heraldo para, de inmediato, ponerme a hacer el crucigrama y luego doblar el periódico con cuidado en una silla y que pareciera que nadie lo había abierto todavía. 

Me acuerdo de ir subiendo por las escaleras del Pestalozzi haciendo con el profesor José Arroyo el diálogo en francés que no me había atrevido a hacer delante de la clase el día anterior. 

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Carlos de la Hoz Albor

Barranquilla, 1966. Educador y escritor. Obras: Una mosca que no deja dormir (2007), Cuaderno de apuntes (2014), Un par de zapatos viejos sobre el techo de la escuela (2021). 

 

 

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