Margarita Garcia

El cierre de los Olímpicos de París, un espectáculo global. Foto: Radio France Internacional.

Los Juegos Olímpicos son un registro de la mortalidad y la paciencia. Uno ve a los atletas y se conmueve y se enternece del presente.

He visto los recientes Juegos Olímpicos queriendo verlos intensamente. Sin embargo, casi no pude ‘conectarme’, a pesar de que cada vez que miraba el celular los juegos estaban ahí. A veces me veía viéndolos, frente a la pantalla, con esa vanidad y ese afán de quien no quiere ver exactamente nada, sino que lo visto también lo vea y, de alguna forma, lo inquiete. Es lo opuesto a una entrega desinteresada, si es que eso existe.

Me suscribí a Claro Sports solo para verlos. Pensar que tendré que cancelar la suscripción ahora que terminaron me colma de una extraña pesadumbre. El cubrimiento de Claro me defraudó cuando, queriendo ver la final de BMX en la que competía Mariana Pajón, transmitieron una pelea de boxeo. Me cambiaron a una colombiana afamada por subir y bajar en bicicleta por una que golpea y esquiva. En el cuadrito decía “BMX”, pero transmitían boxeo. Tuve que verla en televisión, de pie. 

Tal vez el fútbol y la reciente Copa América me dejaron un hastío por la espectacularidad de ciertas competencias masivas. Tal vez no quería  verlos con el ánimo de “despejarme” o “distraerme” del día a día, mucho menos para exigir preseas doradas, plateadas o broncíneas a mis connacionales. Tal vez quería estar en París, escuchar los gritos y sentir en el rostro el sudor de los atletas, verlos de cerca en la pista en la que dejaron su sangre. Tal vez quería verlos, pero en la antigüedad que llevan consigo como primera medalla.

Tal vez solo quería que se acabaran.

Ver los cuerpos atléticos me turba, son excepcionales y mágicos. Por otra parte, me aburre la televisión. Me aburre el ‘en vivo y en directo’. Me fastidian, tal vez porque les presto mucha atención, los comentaristas deportivos y las narraciones mediocres o muy exaltadas. Me imagino entonces describiendo uno de los clavados. Un clavado es un baile cayendo. Es un descenso encantado. Ese regreso al útero, al líquido amniótico, me parece lo más olímpico de las olimpiadas. Pienso que, como ejercicio de la imaginación y del pensamiento, deberíamos intentar describir un clavado, repetirlo en nosotros y tratar de observar qué fue eso tan asombroso y envolvente.

(¿He dicho “descenso encantado”? El comentarista de Claro Sports invocó el “poder latino” en la competición de halterofilia).

Más que en ningún otro certamen deportivo, los Olímpicos crean un desfile entre países. El peregrinaje hace que un lugar del mundo, una ciudad, reúna y haga convivir a los extraños. Unos países nacen multitudinariamente en otros. Es una competencia universal, un todos contra todos en el que cada quien ondea una bandera. Pero cada atleta compite también consigo mismo, con el otro –un antepasado– que ya no está y quizás reencarna. Ningún récord se supera o sobrepasa: se actualiza en otro cuerpo, en el ‘cuerpo a cuerpo’ del tiempo humano. 

Tal vez quería estar en París, escuchar los gritos y sentir en el rostro el sudor de los atletas, verlos de cerca en la pista en la que dejaron su sangre.

He pensado en la provisionalidad de cada récord (y su grandeza que no está en el número, sino en el tiempo detenido). En el júbilo que se descarga en tierra, agua, aire, fuego y soledad. En el llanto del atleta que busca a sus seres queridos para saltar y llorar juntos. En la manipulación de las redes sociales –del video y del audio– al transmitirnos lo insólito. En que el skate y el breakdance serán siempre secundarios en las olimpiadas donde participó Bolt, o Djokovic, o Pajón. En la llama olímpica que pasa de mano en mano como el objeto (no sé su nombre) de las carreras de relevo. En la puesta en escena del orden que nace de juntarse, alinearse y cumplirse frente a un público.

Pensé que podía dejar de verlos, pero nunca jamás perdérmelos, si ya estaban ocurriendo como siempre habían ocurrido. También que “en sus marcas, listos… ¡fuera!” era una celebración del tiempo, de todo lo que va hacia delante y a morir. Los juegos son un registro de la mortalidad y la paciencia. Uno ve a los atletas y se conmueve y se enternece del presente. Los juegos son el ahora del mundo y de la imaginación dando vueltas y maromas. Son el lugar donde la fuerza se agiganta ubicándose a sí misma. Esa fuerza gira como el planeta y uno se pregunta cuánto la verá, y si podrá sostenerla una vez que la ha visto y se ha maravillado.

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Kirvin Larios

Es autor del libro de relatos Por eso yo me quedo en mi casa (2018) y hace parte de la antología de poesía Nuevo sentimentario (2019). Ha publicado en las revistas El Malpensante, Arcadia, Sombralarga,Víacuarenta y en el dossier Diario de la pandemia de la Revista de la Universidad de México.