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Palmera movida por el viento. Foto: Andrés Berrocal Soto. Mapio.

Las brisas de diciembre en el imaginario costeño.

Una vez diciembre toma su turno en el calendario, lo más probable es que, al encontrarse uno con cualquier vecino, amigo o conocido en Barranquilla, éste le responda al saludo del siguiente modo: “Aquí, bien. Esperando las brisas”.

Este año, para dicha de todos, esa espera fue más bien breve. Yo, por lo menos, sentí con plena certeza el Día de las Velitas que ya andaban de manera irremediable por los aires de la ciudad las jaurías de lobos quejumbrosos de los vientos alisios. Sin embargo, durante las últimas semanas, se han vuelto intermitentes, dando la impresión de que todavía no se han instalado a plenitud.

Los alisios del noreste –que soplan en las zonas costeras de la Región Caribe, sobre todo en las de los departamentos del Magdalena, Atlántico y Bolívar, y que son en promedio los que alcanzan la mayor velocidad en toda Colombia durante el año– proceden de un sistema de alta presión atmosférica situado en el océano Atlántico, por encima de 20º latitud norte, y cuyo régimen de circulación normal lo lleva a migrar, en el sentido de las manecillas del reloj, hacia el Ecuador.

Las velocidades más altas se registran en los meses de diciembre, enero, febrero y marzo. Para limitarnos al caso de Barranquilla, hay que señalar que estudios realizados por el Ideam en el período comprendido entre 1981 y 2010 indican que los meses en que los alisios del noreste soplaron en promedio con la máxima velocidad durante esos seis lustros fueron los de febrero y marzo, en los que registraron valores superiores a los 4.8 metros por segundo, esto es, algo más de 17 kilómetros por hora.

Dado que, como he expresado, los alisios llegan a Barranquilla y en general a la Costa Caribe en diciembre, en el imaginario colectivo de la ciudad y de la región solemos asociarlos sólo con ese mes, si bien, como lo muestran los datos del Ideam, no es en diciembre cuando suelen soplar con mayor intensidad. Pero la expresión “brisas de diciembre” (o “brisas decembrinas”) está integrada a nuestro sistema mental y emotivo. No importa que las brisas alcancen más fuerza en febrero y marzo: siguen siendo las brisas decembrinas, que se prolongan por tres meses más.

Se diría –y de hecho se ha dicho– que el nombre y la noción de diciembre tienen para nosotros el significado de la primavera (una primavera que se inicia a veces incluso desde noviembre y que se extiende hasta antes de las lluvias de abril), no sólo por el dulce frescor con que las brisas mitigan la temperatura, sino porque es propio de los alisios del noreste crear un tiempo seco, lo que se expresa en el paisaje a través de un aire cristalino y unos cielos límpidos y radiantes.

Ya en 1950, en su columna “La jirafa”, publicada en el diario El Heraldo, García Márquez decía: “Diciembre, entre nosotros, ha desempeñado siempre con mucha propiedad la comedia de la primavera”.

Ya en 1950, en su columna “La jirafa”, publicada en el diario El Heraldo, García Márquez decía: “Diciembre, entre nosotros, ha desempeñado siempre con mucha propiedad la comedia de la primavera”. Y unos años antes, en 1944, en el poema “Canciones de diciembre”, incluido en su libro Sitio del amor, Meira Delmar escribía: “Diciembre barre su cielo / de nubes blancas y grises / con escobillas de viento”. Hacia el final del capítulo tres de Memoria de mis putas tristes, del mismo García Márquez (novela que está ambientada en la Barranquilla de los años 1950), el protagonista, tras contar que sintió en la madrugada “un rumor de muchedumbres en el mar y un pánico de los árboles”, nos aclara que se trataba de “diciembre que volvía puntual con sus cielos diáfanos, las tormentas de arena, los torbellinos callejeros que desentechaban casas y les alzaban las faldas a las colegialas”. En ese mismo episodio habla de “las ráfagas de diciembre” y cuenta que, en el espejo del baño, le escribió a su durmiente amada infantil, en cuya alcoba él se hallaba, este mensaje: “Delgadina de mi vida, llegaron las brisas de Navidad”.

Brisas de Navidad, ráfagas de diciembre, ventoleras decembrinas: variantes estilísticas para expresar un concepto de tal arraigo entre nosotros que, siguiendo con las referencias literarias, figura incluso en el propio título de la reconocida y ambiciosa novela de la gran escritora barranquillera Marvel Moreno: En diciembre llegaban las brisas.

Los alisios del noreste suelen ser tan fuertes que, una noche, hace muchísimos años –lo recuerdo con nitidez–, salí de un edificio del viejo centro después de pasar una grata velada de rones y palabras con unos amigos, y antes de llegar a la esquina, que era la de Veinte de Julio con la calle 42, me sentí viviendo en carne propia una vieja fábula infantil de Esopo: tuve que hacer un gran esfuerzo para que la brisa huracanada no me arrebatara un sencillo abrigo de franela que llevaba puesto.

Para limitarnos al caso de Barranquilla, hay que señalar que estudios realizados por el Ideam en el período comprendido entre 1981 y 2010 indican que los meses en que los alisios del noreste soplaron en promedio con la máxima velocidad durante esos seis lustros fueron los de febrero y marzo.

En años más recientes, he oído testimonios que también dan cuenta de ese ímpetu violento de las brisas de esta temporada. Un taxista me contó que una madrugada venía de Salgar para Barranquilla y que, en la carretera, el viento le hizo bambolear el carro, que era de los que llamamos “zapaticos”, como si fuera una mecedora de hojalata. Y una señora, en mitad de la noche, se despertó del susto en su cuarto por el estrépito que hicieron las hojas de la ventana a las que el ventarrón había abierto de par en par.

De modo que no exagera García Márquez –no esta vez– cuando evoca en el capítulo dos de Vivir para contarla que, en los tiempos de su bohemia juvenil con los mamadores de gallo del grupo de Barranquilla, los vientos nocturnos que se desataban de diciembre a marzo “se arremolinaban en los patios de las casas y se llevaban a las gallinas por los aires”. Tampoco debe ser falso el siguiente episodio que, ambientado en Soledad, narra en El general en su laberinto, la novela histórica sobre Simón Bolívar: “Poco después, mientras jugaban en la sala, una brisa de rosas de mar les arrebató las barajas de las manos e hizo saltar los cerrojos de las ventanas. La señora Molinares, exaltada por el anuncio prematuro de la estación providencial, exclamó: ‘¡Es diciembre!’. Wilson y José Laurencio Silva se apresuraron a cerrar las ventanas para impedir que la brisa se llevara la casa”.

Por estos días, según yo mismo he podido ver y oír –y no obstante la intermitencia que señalaba al comienzo–, el viento ha hecho tremolar hasta el vértigo ciertos enormes pendones publicitarios instalados en un centro comercial, arrancándoles un sonido parecido a un tableteo sordo. Y en los árboles de follaje enorme y denso, como el mango y el nim, produce el movimiento de una amplia y lenta marea interna: las hojas parecen no moverse individualmente, sino por bloques macizos. En cambio, a algunas palmeras frágiles las inclina hacia un lado –haciéndolas ver humilladas– y zarandea sus hojas a placer.

Ah, los alisios, esos queridos inmigrantes, como reza cierto poema por ahí.

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Joaquín Mattos Omar

Santa Marta, Colombia, 1960. Escritor y periodista. En 2010 obtuvo el Premio Simón Bolívar en la categoría de  “Mejor artículo cultural de prensa”. Ha publicado las colecciones de poemas Noticia de un hombre (1988), De esta vida nuestra (1998) y Los escombros de los sueños (2011). Su último libro se titula Las viejas heridas y otros poemas (2019).

 

 

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