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Una educación integral más orientada a formar en competencias, ética y solución de problemas debe ser el nuevo camino de la formación universitaria.

Nuestras universidades forman profesionales que comprenden poco los problemas esenciales, en tanto estos requieren conceptos de diversas ciencias.¿Estamos formando los profesionales que necesita Colombia? Pareciera que no.

En Barcelona, España, este miércoles 18 de mayo se inició la Conferencia Mundial de Educación Superior 2022. UNESCO convoca el evento bajo el lema “Reformular los ideales y prácticas de la Educación Superior para asegurar el desarrollo sostenible del planeta y la humanidad”. Es un buen momento para reflexionar en torno a los cambios que requieren las universidades para adecuarse a las exigencias de los tiempos que vivimos. ¿Será que llegó el momento de repensar su futuro y sus finalidades?

Es una paradoja, pero las universidades en las que se crea la ciencia de vanguardia, para interpretar de manera profunda y multiparadigmática el mundo, siguen siendo recintos esencialmente medievales, dominados por estructuras conservadoras y tan formales que parecieran detenidas en el tiempo. Como dice la sabiduría popular: “En casa de herrero, azadón de palo”.

He dedicado mi vida a transformar la educación básica. A dotarla de sentido y pertinencia. Ha sido un trabajo difícil porque la persistencia de los modelos pedagógicos tradicionales sigue siendo muy fuerte en las escuelas. Aun así, debo confesar que ha sido más complejo intentar cambiar las universidades, porque allí el peso de la tradición es todavía mayor. Aunque hay extraordinarios maestros, la mayoría de docentes están convencidos de que los problemas pedagógicos son exclusivos de los profesores de la básica, sin darse cuenta de que el modelo pedagógico universitario también sigue centrado en la transmisión de conocimientos; más complejos y elaborados, pero transmisión al fin y al cabo.

Ante un mundo globalizado e interconectado, sorprende ver centros de educación superior en los que un profesor no sabe lo que enseñan sus compañeros en los salones de al lado. Brillan por su ausencia la transversalidad e interdisciplinariedad. Se habla mucho de ellas, pero en la práctica tienden a estar ausentes. Algo todavía más grave: los docentes universitarios en general no se reúnen. Predominan la libertad individual y la ausencia de colectivos.

Como brillantemente destaca el filósofo Edgar Morin, la hiperespecialización impide ver lo global (porque lo fragmenta en parcelas) y lo esencial (porque lo disuelve). El problema es que las universidades fueron construidas desde la fragmentación y la compartimentalización del saber. Esto pasa porque fueron pensadas desde las disciplinas. Hoy sus docentes saben mucho de muy poco, por el culto que se le rinde a la especialización en detrimento del pensamiento global. De esta manera, nuestras universidades forman profesionales que comprenden poco los problemas esenciales, en tanto estos requieren conceptos de diversas ciencias. ¿Cómo explicar desde una sola ciencia problemas como el hambre, la desigualdad o la poca movilidad social en nuestro país?

La pregunta es clara: ¿Estamos formando los profesionales que necesita Colombia? Pareciera que no, y Medicina es un buen ejemplo: estamos llenos de especialistas, pero lo que demanda la mayoría de personas enfermas son profesionales con conocimientos que tendrían los médicos generales.

Así mismo, ante un mundo tan incierto, como lo corroboró la pandemia, la universidad sigue trabajando muy poco en la flexibilidad y la creatividad de los estudiantes. Quienes hemos visto, por ejemplo, la asignatura de cálculo lo podemos evidenciar de manera sencilla: los jóvenes se enfrentan a aprendizajes rutinarios, mecánicos y descontextualizados, que la mayoría de veces carecen de significado. Todo indica que es un problema generalizado.

Y aunque falta transdisciplinariedad y flexibilidad en las universidades, es probable que la mayor deuda sea con la integralidad. Para seleccionar a docentes y estudiantes se tienen en cuenta criterios académicos. Lo mismo en la evaluación y promoción. Estamos ante un claustro académico en el que se aprende poco de competencias socioafectivas y trabajo en equipo. También se aprende muy poco a resolver problemas reales. El sesgo es tan impactante que los dilemas morales fueron excluidos de la formación de casi todos los profesionales. Un dato bastaría para evidenciarlo: en la sede de Bogotá de la Universidad Nacional, hoy tenemos 2.042 docentes y tan solo ocho psicólogos y cuatro profesionales adicionales para atender a los 28.008 estudiantes. Es evidente que la prioridad no está en la formación integral. ¡Y eso que estamos hablando de la mejor universidad en el país!

La pregunta es muy precisa: ¿Las universidades están formando mejores ciudadanos? ¿Sus estudiantes se vuelven más solidarios y comprometidos a medida que ascienden en los semestres? Esta muy somera reflexión sobre la distancia que tenemos entre lo que necesita la sociedad y lo que hace la universidad nos permite derivar algunas de sus necesarias transformaciones futuras.

Primera. Necesitamos una educación superior más integral. Educar es formar mejores ciudadanos y esto, que es válido en preescolar, también lo es en el doctorado. Necesitamos formar individuos más éticos. Necesitamos abordar dilemas morales en cada aula de clase. Al fin y al cabo, ¿de qué serviría que egresaran más abogados si la mayoría de ellos estuvieran al servicio de las mafias o los clanes corruptos? ¿De qué le servirían a la sociedad contadores dedicados a ayudarles a las empresas a evadir impuestos o economistas que dejaran de lado el propósito del desarrollo humano por pensar exclusivamente en el crecimiento económico? No hay duda, los docentes debemos incluir propósitos y contenidos de las diversas dimensiones humanas, en especial dilemas éticos y morales, así como problemas más contextualizados y reales. Trabajar por competencias ayudaría a asumir este propósito, pero, desafortunadamente, en las universidades ha sido común pelearse con un concepto tan polisémico y tan integral como el de competencia.

La universidad debe ser un centro para debatir todas las ideas, los credos, todos los dogmas de la ciencia, la política y la sociedad, así como un espacio para aprender a pensar en términos hipotético-deductivos, para aprender a deducir y para aprender a dudar. Son centros para interpelar a la sociedad y a la ciencia.

Segunda. Más transdisciplinariedad y menos fragmentación. Las universidades tienen que enfatizar los contenidos más generales y transdiciplinarios, en especial en los primeros semestres. Por un lado, porque hemos fracasado por completo en esa tarea en la básica y, por otro lado, porque lo propio de la educación es la consolidación de las competencias transversales. Seguir cualificando la lectura, la escritura, la exposición, los idiomas y el trabajo en equipo sigue siendo indispensable en la universidad. La universidad debe ser un centro para debatir todas las ideas, los credos, todos los dogmas de la ciencia, la política y la sociedad, así como un espacio para aprender a pensar en términos hipotético-deductivos, para aprender a deducir y para aprender a dudar. Son centros para interpelar a la sociedad y a la ciencia.

Tercera. No es casual que las universidades estén llenas de auditorios y que escaseen las mesas redondas. Fueron hechas para que los estudiantes escucharan la voz del maestro y aprendieran de sus palabras. En esencia, eso hace la escuela tradicional. Necesitamos construir aulas en las que lleguen alumnos con lecturas previas para discutirlas en clase y en las que se debatan todas las ideas, de manera que se conviertan en verdaderos gimnasios del pensamiento. Lo que se hace en tesis de grado tendría que hacerse varias veces durante la carrera. Lo que hacen los mejores docentes universitarios tendría que generalizarse. Ellos enseñan a pensar de manera integral, tal como lo ha demostrado Ken Bain en sus investigaciones; trabajan fundamentalmente la metacognición, es decir, enseñan a pensar sobre cómo pensamos. Como decía Estanislao Zuleta, solo se consolida la lectura desde preguntas propias, y esa es la manera de fortalecer competencias investigativas y de pensamiento. Necesitamos construir un modelo pedagógico más dialogante y menos expositivo y transmisor de saberes. Precisamos una universidad que enseñe a pensar científicamente y no que transmita los conocimientos científicos que otros pensaron.

Cuarta. Si el estudiante pregunta “profe, ¿aprobé?”, es porque vamos por mal camino. Si dos estudiantes que obtienen 2.5 sobre 5.0 lo alcanzan por motivos diferentes, entonces el sistema de evaluación no nos sirve. Las tres palabras clave en la evaluación son nivel de idoneidad, desarrollo y retroalimentación. Por lo general, ninguna de ellas se aplica en nuestras universidades, porque allí se califica mucho y se evalúa poco. Evaluar es emitir juicios de valor para saber dónde vamos y qué nos falta. Por eso debemos exigir evaluaciones diagnósticas en todas las asignaturas y pasar de la evaluación sumativa a la formativa. Por el contrario, en las universidades se ha generalizado que los docentes devuelvan los exámenes y los trabajos a fin de semestre. ¡Ya para qué! La evaluación tiene que decirle al docente, a la institución y a los estudiantes qué tan consolidadas están las competencias para seguir avanzando; debe retroalimentar el proceso para que el estudiante sepa cómo superar sus debilidades. Eso solo lo hacen los muy buenos docentes; la gran mayoría califica, pero no evalúa.

Lo paradójico de las reformas universitarias, como decía Antanas Mockus, era que todos las defendían en abstracto, pero nadie estaba de acuerdo con implementar “esta reforma en este momento”. Él sabía por qué lo decía. Al fin y al cabo, fue rector del centro universitario que más aportes ha hecho a la ciencia, las artes y la investigación en el país. Aun así, no lo pudo transformar.

 

*Texto de la conferencia dictada el 11 de mayo de 2022 ante los docentes de la Universidad Libre con motivo del primer centenario de esta institución, y publicada en la sección de opinión del diario El Espectador

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Julián de Zubiría

Economista, educador y columnista, es director del Instituto Alberto Merani. @juliandezubiria

 

 

 

 

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