A contadas semanas de aterrizar en 2022, los candidatos presidenciales de izquierda, centro, y derecha afilan sus estrategias electorales. Lo único cierto hasta ahora es que las próximas elecciones prometen altas dosis de emotividad. Arte: Guillermo Solano. Contexto.
La rabia, el miedo, y el aburrimiento son las tres emociones que deberán interpretar, entre los votantes, los candidatos a la presidencia de Colombia. ¿Qué pasa con la izquierda, el centro y la derecha de cara a las elecciones de 2022?
A seis meses de las elecciones presidenciales de 2022, la campaña está tan abierta como las eliminatorias sudamericanas a Catar. El medio centenar de candidatos revela el punto en el que esta administración dejará la institución presidencial, pero también, la debilidad de los candidatos y de los partidos. Preocupados por asegurar los apoyos de sus maquinarias y obtener sus devaluados avales, los candidatos deambulan por estos días de foro en foro, de emisora en emisora, buscando vencer el margen de error de las encuestas en un ejercicio de auto-marketing carente de pudor.
Acostumbrados en las últimas tres décadas a hacer de la paz y de la guerra los principales temas de las presidenciales, aún no está claro cuáles serán los grandes temas de la del 2022. La inseguridad, el desempleo, la congestión vial y la corrupción son temas que irritan a los ciudadanos día a día, pero los candidatos exhiben una pasmosa falta de creatividad para proponer soluciones. A un nivel telúrico, hay que advertir que el país requiere un nuevo contrato social o un gran propósito nacional, pues el que teníamos se fracturó en 2016. Sin embargo, los candidatos poco se atreven con los temas de fondo, los más difíciles y divisivos a la vez. Quizás porque la política colombiana nivela por lo bajo.
Y dado que hasta los polos del arco político están convencidos de que hay que cautivar a la creciente franja que se identifica con el centro, todos parecen preocupados por llenarla de contenido con propuestas que están muy cerca del lugar común pero lejos de la ambición programática y de las experiencias internacionales exitosas. Así, el cargo más sobrevalorado del país se ha convertido también en el trabajo más modesto.
En este punto, creo que lo único cierto es que ganará quien mejor interprete las emociones de los votantes en 2022. La campaña será un plebiscito emocional entre la rabia, el miedo y el aburrimiento.
La rabia y la promesa de castigar a las élites
El paro nacional entre 2019 y 2021 puso de presente que la desigualdad es un problema más relevante e irritante de lo que la dirigencia del país había pensado. Y es un hecho que la respuesta autoritaria del gobierno Duque acrecentó el malestar que los efectos políticos y sociales de la pandemia incubaron y exacerbaron.
Por eso, en el caso de Colombia, el populismo de izquierda adquiere dos caras: la del redentor y la del vengador. De un lado, su líder se muestra como quien tiene la fórmula para cambiar el modelo económico y redistribuir la riqueza. Y del otro, anuncia que será capaz de arrodillar a los empresarios, esos seres codiciosos a quienes, cual cifras de iglesia de elegidos, tiene perfectamente identificados: son 4.000. Sin embargo, el redentor/vengador tiene un pequeño problema: de llegar al Palacio de Nariño en 2022, encontrará la olla raspada y por más que las proyecciones económicas sean optimistas, nos tomará años recuperar lo perdido durante la pandemia. Así las cosas, el escenario de convertirnos en Venezuela es irreal, por lo menos en lo que a la caja se refiere.
¿Por qué Petro interpreta la rabia de los ciudadanos? Porque ofrece soluciones simples en un país con una pobre calidad de deliberación. Porque presume de ser antipolítico aunque ha sido parte del establecimiento desde que se desmovilizó. Porque es fácil ser antagonista de una derecha recalcitrante que treinta años después aún le reclama haber sido guerrillero y que con ello le da la excusa perfecta para devolverles la atención con la acusación de que todos son cuasi-paramilitares.
Pero Petro recoge la rabia del país porque él mismo parecería ser un político resentido y amargo –perdón el sicoanálisis improvisado–, porque aplica las fórmulas del matrimonio Laclau-Mouffe de una política divisiva de amigos y enemigos y porque rompió la costumbre nacional de que no hay que hablar mal de los ricos sino agradecerles.
Creo que Colombia necesita, algún día, un gobierno de izquierda. En esto hemos sido una anomalía en la región. Pero necesitamos una izquierda moderna, pragmática, que cuide lo público, que tenga una agenda ambiental seria, que promueva impuestos redistributivos, que viva menos del pasado determinista y más del futuro posible. Pero una izquierda populista como la que puntea las encuestas nos aseguraría ponernos en el camino de Venezuela, México o Argentina, y no en el de Uruguay, Chile o Alemania.
El miedo y la promesa de recuperar la seguridad perdida
Si la izquierda populista abunda en demagogia, la derecha abunda en sobreactuación. Sus candidatos lucen descolocados porque ya no pueden recurrir al viejo expediente de mano dura contra las Farc o la inminente toma del país por parte de… las Farc. Lejos de convertirse en una derecha moderna que promueva una concepción más sofisticada de la seguridad, un Estado austero y una cultura política libertaria y responsable, su apuesta parece ser la rememoración en tono de revancha de la violencia guerrillera amparada en la idea de no olvido y el triunfo del No como momento fundacional.
Los otroras adalides de la seguridad democrática no saben cómo lidiar con una criminalidad atomizada difícilmente identificable como antagonista político. De allí que ningún asesor sería capaz de formular una campaña contra los ladrones de celulares, los apartamenteros, los rompevidrios, los grupos criminales residuales, los ‘extranjeros’, los narcos y los periféricos elenos. De todos modos, no hay que subestimar que Rodolfo Hernández quiera convertirse en la versión criolla de Bolsonaro. O de Duterte.
Si la izquierda populista abunda en demagogia, la derecha abunda en sobreactuación. Sus candidatos lucen descolocados porque ya no pueden recurrir al viejo expediente de mano dura contra las Farc o la inminente toma del país por parte de… las Farc.
Interpretar el miedo a una inseguridad urbana y rural desbordada es el desafío de quienes imitan a Álvaro Uribe en su estilo pero están lejos de tener su talante (Federico Gutiérrez, María Fernanda Cabal, Rafael Nieto y Óscar Iván Zuluaga), y sobretodo, están lejos de vivir el momento histórico que le dio a aquel su inesperado y vertiginoso ascenso en las encuestas desde el margen de error en 2001 hasta arrasar en primer vuelta en mayo de 2002. En busca de lo uno y de lo otro los candidatos de la derecha apuestan por la histeria del populismo punitivismo y por un discurso encendido que solo ve bandidos y criminales bajo la fórmula paternalista de que hablar duro es sinónimo de autoridad. Pero, en suma, pretenden vender la promesa de recuperar una suerte de orden perdido.
Sus compañeros de ruta, por su parte, exhiben sus credenciales de técnicos experimentados (Mauricio Cárdenas, Juan Carlos Echeverry, Enrique Peñalosa) olvidando que los tecnócratas bogotanos estrato 10 son muy reconocidos en las zonas rosas y financieras de las grandes ciudades, pero desconocidos en la otra Colombia. Pero además, subestiman que muchos recuerdan bien que sus recientes ejecutorias no siempre estuvieron respaldadas por las evidencias de los journals sino del clientelismo de sus amigos.
El aburrimiento y la promesa de ser un país serio
Paradójicamente, los candidatos del centro son quienes más acusan el problema de no tener un tema claro en la agenda nacional. Acostumbrados a exhibir su propio talante como mensaje de decencia y anticorrupción, lucen descolocados en los enredos judiciales propiciados por sus rivales políticos (Sergio Fajardo) o en la prematura defensa de las maquinarias del Partido Liberal (Alejandro Gaviria), respaldo que un político curtido habría recibido de modo vergonzante y por necesidad, no por principio.
No me voy a referir a los candidatos que ahora se dicen de centro pero durante años militaron en la izquierda tradicional (Jorge Enrique Robledo) o en el partido del gobiernismo (Juan Fernando Cristo), pues el centro político no es un estado moral puro, pero tampoco debería ser una puesta al día del oportunismo biempensante (Juan Manuel Galán).
El centro puede recoger el hastío y el aburrimiento de la gente, porque ofrece soluciones moderadas, concertadas y de mediano plazo. Aunque sus representantes exhiban un talante ético difícilmente reprochable, para ganar la presidencia se necesita más que eso. Se necesita, utilizando y traicionando la manida metáfora de Max Weber, hacer un pacto con el diablo, es decir, pactar con algunos políticos tradicionales sin empeñarles el alma, si es que eso es posible.
A diferencia de la derecha y de la izquierda, el centro no depende de líderes naturales que se resisten a jubilarse, por eso deberá encontrar sus padrinos en otra parte. Pero seguirá atrapado en el laberinto de la irrelevancia si se deja llevar por la pretensión intelectual de ofrecer una sofisticada teoría para todo, o creer que le alcanzará para ganar con los votos de opinión de las grandes ciudades.
Al centro lo define el aburrimiento entendido como cansancio, pero también como actitud flemática y parsimoniosa, pues, a decir verdad, hay algo de aburrido en evitar los extremos, en buscar consensos y en ocuparse de los problemas estructurales. Para ello sus candidatos deberán temerles menos a las críticas de sus amigos intelectuales y apostar por propuestas que conecten con las preocupaciones del día a día de los ciudadanos.
Insisto: interpretar la rabia, el miedo o el aburrimiento es el principal desafío de los candidatos presidenciales de cara a las elecciones de 2022. Además de soluciones audaces para los grandes problemas del país, en los tres sectores carecen de pragmatismo, una mala palabra entre nosotros, acostumbrados a una cultura política excesivamente principialística y de buenas intenciones.
En cualquier caso, la presidencia de la república no es un diván. Quien llegue deberá tomar el timón de un barco que requiere, con urgencia, una nueva ruta hacia la que nos dirijamos todos, los enojados, los temerosos y los aburridos.
Iván Garzón Vallejo
Investigador asociado de la Universidad Autónoma de Chile. Su libro más reciente es: “Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano” (Ariel, 2020). @igarzonvallejo