Laguna los tunjos Páramo de Sumapaz, Colombia. Foto: Lawrence Milovich.
Primera de dos entregas que hace para Contexto el poeta, narrador y docente Daniel Ángel sobre la historia del Páramo de Sumapaz, desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán –cuando comienzan a gestarse en Marquetalia guerrillas de izquierda–, hasta el día de hoy, en que después del proceso de paz con las Farc a esta región natural la amenazan un turismo desordenado y eventuales procesos de extracción a través del fracking.
Parada sobre los muertos
que llevan mudos mil meses
por la impunidad cubiertos
con sus ojos muy abiertos.
clamándole al cielo abierto
escuché ya su lamento
y se sepa la verdad
de aquel descuartizamiento.
En aquel verano yerto
que le cantaba a la muerte
al son de la motosierra
hasta hacer la vida inerte.
Se oye el grito de los muertos
subir a los altos montes
y bajar por las montañas
cruzar por manantiales
llegar a la cabaña, al mar
y hasta los manglares.
Es el grito de los mudos
el lamento adormecido
que despierta cual latido
condenado y afligido
de impunidad y dolor
de un régimen opresor.
Mas juro sobre estos muertos
mi deber y compromiso
no son cantares yertos
¡Son un clamor por la vida
y un himno por la justicia!
Estrella Guerrero – Parada sobre los muertos
1.
Para los antiguos indígenas suatagos que habitaron la región del Sumapaz, después del páramo existía la nada que era arrastrada por la lengua del silencio. Y no lo creían porque consideraran simplemente que la tierra era plana y que al llegar al horizonte, donde el cóndor desparecía con el ocaso entre sus alas, solo hubiera vacío. Lo creían porque en el páramo nacía el cuerpo del viento, que es la neblina y, como por un hecho mágico nacía el agua y del agua el manantial, del manantial la laguna, de la laguna el río, del río la vida y después de la vida, la nada.
Yo mismo percibí el respeto que tienen los habitantes del páramo por su territorio y sentí la fuerza de la vida borboteando en cada tramo y cada ser de la región la primera vez que subí hasta San Juan de Sumapaz y escuché la lengua del viento deslizarse entre los frailejones. Don Rómulo, un campesino de casi 80 años, ataviado con botas de caucho, un pantalón oscuro de paño, una ruana y un sombrero de jipa, nacido y criado en el Sumapaz, me dijo: “si sumercé entiende la lengua del viento y del agua es bienvenido por los espíritus del páramo, pero si el silencio se le hace ruidoso y el agua es solo bruma que le escoce los ojos, es porque el páramo lo rechaza”.
Eso lo creen personas de la edad de don Rómulo, que aún a sus 80 años se levanta de madrugada a trabajar su tierra. “Es todo lo que tenemos, mijo –me dice mientras me brinda otra cerveza y observamos cómo va decreciendo–, ahora la pelea es con todos los turistas que vienen a botar basura y a pisar las maticas –prosigue antes de llevar la cerveza de nuevo a su boca–. Yo le pregunto por el ganado, pues una gran parte de la región está atiborrada de semovientes que también degeneran el páramo. “Eso es otro cuento, sumercé –repite la expresión constriñendo sus labios–, mientras haya plata de por medio los campesinos siempre saldremos perdiendo”.
En su última frase descubro una verdad dura y sin matices, pues el Páramo de Sumapaz, ubicado a tan solo veinte minutos desde el portal de Transmilenio de Usme en la ciudad de Bogotá y al que se llega serpenteando por una carretera que gana metros y trepa montaña, ha sido una región golpeada por la violencia de los poderosos, olvidada por el Estado, manoseada por ecoturistas y atropellada por la gran batahola de las ciudades, que de tan estridente se ha convertido en un silencio cómplice que sotierra sus acontecimientos dolorosos. Por eso, la mayoría de sus habitantes no se sienten parte de Bogotá, solo de su páramo.
Desde inicios del siglo XX los habitantes del Páramo de Sumapaz han permanecido encerrados en la vastedad de un territorio sembrado de frailejones y cubierto de neblina. Hasta el día de hoy el contacto con ellos presenta alguna dificultad, quizás porque están cansados del manoseo estatal y de periodistas y escritores que lo único que desean es sacar de sus entrañas alguna información que les sirva para soliviantar sus notas. Por eso mismo son dueños de una dignidad amurallada y de una postura política como pocas en el país, conclusiones a las que llego luego de mi visita al páramo y de la conversación que sostengo con Alexandra Carrillo, una mujer que en 2017 dictó talleres literarios para mujeres del sector auspiciados por Idartes y la Secretaría de la Mujer y a la que debo entrevistar por teléfono. Me contó que estas dos organizaciones enviaban el almuerzo y los refrigerios para todas las personas que tomaban el taller, las madres y sus hijos en especial, ya que los hombres siempre se encontraban en la chagra, pero que ninguno de ellos lo recibía. Al preguntarle a Alexandra por qué, ella hizo silencio al otro lado de la línea y me dijo: “parece que no quieren nada regalado, porque saben que de una u otra forma se los cobrarán. Además, a pesar de tratarse de una comunidad pobre, ya que no cuentan con grandes bienes materiales como lujos en sus casas, ropa fina ni carros les sobra la comida, así que poco necesitan de caridades ajenas”. Lo mismo me ocurre con Don Marco, un bogotano que trabajó doce años como Corregidor de dicha región y quien accede a responder algunas preguntas que tengo sobre el páramo. Lo primero que me dice a la vuelta del correo es que los sumapaceños son gente muy respetuosa de las normas, de lo acordado, de la palabra dada. Para mí sus palabras se traducen en que tienen un carácter fortalecido, podría decir encallecido, como si hubieran levantado un parapeto en contra de lo extranjero y de la ignominia.
El Páramo de Sumapaz es una de las regiones que más agua proporciona a los departamentos adyacentes. Los frailejones almacenan el agua de la neblina, y alimentan a los caudales de las quebradas que se convierten en ríos. Foto: Juan David Lasso.
Los campesinos subyugados a condiciones laborales y de vida deplorables pagaban su derecho a sobrevivir en aquellas tierras a cambio de plata o jornales de trabajo, viviendo en casas levantadas con arcilla y cubiertas con junco o con hojas de frailejón. Estas casuchas de un solo ambiente, donde dormían hasta doce personas, se llenaban de humo en las noches gracias a que las estufas de piedra exudaban el fuego del caldero donde cocinaban sus sopas de mazamorra.
Quizás lo llevan en la sangre, pienso al recordar que el 29 de agosto de 1917 fue asesinado uno de los primeros líderes agrarios de la región, cuando aún no habían organizado movimientos sociales fuertes en los que confluyera toda su comunidad. Se llamaba Marcelino Hernández y había tomado a cuenta propia la disputa de tierras de varias familias campesinas del páramo, pues desde inicios del siglo pasado las 333.420 hectáreas que componen el Páramo de Sumapaz les pertenecían solo a dos familias, sí, a dos familias nada más: la de Alfredo Rubiano, dueños de la hacienda El Hato, y a la familia de Juan Francisco Pardo, llamada Sumapaz, y que estaba compuesta por las haciendas Las Ánimas, Las Sopas y Nazareth, un terreno tan descomunal que serpenteaba desde los límites con el Tolima y el Huila hasta la laguna de Chisacá. Sin embargo, para este emporio abominable de control de la tierra eran necesarios los colonos que habían llegado desde finales del siglo XIX, muchos de ellos huyendo de la crueldad de la Guerra de los Mil Días y otros buscando baldíos del Estado. De este modo, habían suscrito contratos de arrendamiento bilaterales. Los campesinos subyugados a condiciones laborales y de vida deplorables pagaban su derecho a sobrevivir en aquellas tierras a cambio de plata o jornales de trabajo, viviendo en casas levantadas con arcilla y cubiertas con junco o con hojas de frailejón. Estas casuchas de un solo ambiente, donde dormían hasta doce personas, se llenaban de humo en las noches gracias a que las estufas de piedra exudaban el fuego del caldero donde cocinaban sus sopas de mazamorra.
Imagino a todos los campesinos del siglo XIX, amalgamados en el rostro de don Rómulo, levantarse en las madrugadas con presteza a trabajar la tierra, y también a las mujeres, pues como dice don Marco: “El campesino Sumapaceño es una persona honesta, sincera, noble y sobre todo trabajadora. Incluyo en este comentario a las mujeres quienes se miden por igual a los hombres en sus trabajos agrícolas”. Pero antes, los imagino beber un café en una taza esmaltada y quedarse unos minutos observando desde los portales de sus casas las ondulaciones de las montañas y el movimiento sinuoso de la niebla. Quizá, se sentían pequeños al observar la magnificencia del páramo más grande del mundo que abarcaba con la extensión de sus valles a 8 municipios y a un parque natural de 154.000 hectáreas. Al fondo lograban distinguir los 3 corregimientos de San Juan, Nazareth y Betania con sus 28 veredas. De pronto, abrían sus brazos para sentir cómo el viento congelado del Alto de Oseras que delimita los departamentos de Cundinamarca, Huila, Tolima y Meta, y del cerro nevado de Sumapaz, a más de 4.300 metros de altura, fustigaba sus cuerpos, y si cerraban los ojos podían escuchar el galopar sereno de los ríos Cabrera al sur, Sumapaz al norte, Guape al noreste y Prado al occidente. Si bajaban las miradas veían la silueta de los frailejones ocultos tras la neblina trabajar con paciencia para tejer el agua. Y de soslayo y con cierta desconfianza veían titilar las pocas luces en las 88.891 hectáreas que hacen parte de la localidad 20 de Bogotá.
Así es, el Sumapaz es una de las regiones que más agua proporciona a sus departamentos adyacentes, de allí la importancia de sus frailejones, ya que estos almacenan el agua de la neblina y regula su producción, la cual alimenta los caudales de las quebradas que se convierten en ríos. Por esto, sus habitantes han luchado encarnizadamente en contra del ecoturismo irresponsable y los proyectos de urbanización.
Así es, el Sumapaz es una de las regiones que más agua proporciona a sus departamentos adyacentes, de allí la importancia de sus frailejones, ya que estos almacenan el agua de la neblina y regula su producción, la cual alimenta los caudales de las quebradas que se convierten en ríos. Por esto, sus habitantes han luchado encarnizadamente en contra del ecoturismo irresponsable y los proyectos de urbanización. Por la cantidad de agua que tienen sus tierras son fértiles, otra de las razones para las encomiadas luchas entre los terratenientes y los campesinos. Como lo dicen los investigadores Laura Varela y Yuri Romero en su libro Surcando amaneceres, fueron dos los motivos por los cuales se originó la lucha campesina: el primero de ellos, la tenencia de tierra de unos pocos latifundistas mientras los campesinos nada tenían y, el segundo, la forma inhumana de explotación de estos latifundistas con los campesinos trabajadores. Este régimen del latifundio se dio desde 1850 hasta 1930. Por medio de estratagemas los poderosos adjudicaron baldíos a familias adineradas y titularon predios. La crisis fiscal del siglo XIX, debido a las constantes guerras civiles en el país, entre ellas la de los Mil Días, obligaron al Estado a emitir bonos territoriales redimibles por baldíos, pero también muchos de estos propietarios adulteraron dichos títulos con ayuda de las autoridades civiles y de la policía; y ni qué decir de la usurpación de territorios indígenas o de aquellos que los colonos ya habían civilizado. Con ayuda de Los Fieles, sus matones a sueldo, corrían las cercas robando tierras, sumaban dígitos en los títulos de posesión y fraguaban planes macabros para expulsar a los habitantes del sector.
A pesar de todo lo anterior, este territorio sirvió desde finales del siglo XIX para los cultivos de café en plena bonanza cafetera y para el pastoreo de ovejas y cabras. Y mientras los latifundistas se enriquecían, los campesinos soportaban las embestidas de la pobreza y la injusticia. Los explotaban, perseguían y los arrojaban, junto con sus familias, a habitar terrenos infértiles que debían arañar con paciencia para que de allí brotara algo. Por supuesto, al inicio algunos campesinos se rebelaron y pelearon solos, arrojados más por la dignidad que por la ira: de allí datan las primeras víctimas, como Marcelino Hernández. Luego, al comprobar que la lucha sería menos desigual si la daban en comunidad, fundaron grupos agrarios para pelear por la tierra, la dignidad y la paz, pero al no ser escuchados fueron víctimas de una retaliación peor, ya que años más tarde irrumpió el brazo armado del Estado a imponer el orden del caos bajo los gobiernos de Laureano Gómez y de Gustavo Rojas Pinilla.
Debido a la bonanza cafetera y a las primeras extracciones petrolíferas, el Estado debió hacer una amplia inversión en la construcción de vías para sacar los productos de la zona rural. Sin embargo, la crisis económica que asoló a la nación entre 1929 y 1932 a causa del desplome de la economía mundial luego de la caída de la bolsa de Nueva York, generó tales tasas de desempleo que el gobierno de Enrique Olaya Herrera exhortó a los trabajadores de las ciudades a ocupar territorios del campo colombiano, y hasta proporcionó transporte gratis a dichas regiones a colonizar. En este periodo de 1930 el mismo Estado auspició el asentamiento en la Colonia Agrícola de Sumapaz en Cunday y Villarrica, que dicotómicamente trajo mayores problemas sociales, debido a que las disputas entre los terratenientes y los colonos se agudizaron.
Fue por esta época que los padres de don Rómulo llegaron al Sumapaz. Mientras la fuerza pública atacaba y asesinaba a sus compatriotas, quienes eran trabajadores de la United Fruit Company en la Costa Caribe colombiana, la madre de don Rómulo levantaba su primera casa en cercanías a Cunday mientras su padre acondicionaba la chagra para los cultivos. Es decir, la situación de los trabajadores y los campesinos colombianos para esta época era denigrante, porque a unos los asesinaban y los otros no recibían ningún tipo de apoyo por parte del gobierno. Como si sacándolos de las ciudades los hubieran vuelto invisibles.
“Mi madrecita en las mañanas trabajaba en el rancho y en las tardes tejía canastas de fique o a veces se iba para los chircales a fabricar utensilios de barro, los vendía y con eso ayudaba a mi papá para comprar las semillas y lo que necesitáramos sus ocho hijos” –me dice don Rómulo cuando nos preparamos para caminar un rato por San Juan de Sumapaz luego de beber un par de cervezas y donde a esa hora juega un grupo de niños haciendo corrillo bajo un árbol–, “así que todo esto que sumercé ve” –abre los brazos y enseña algunas casas del poblado–, “el centro múltiple, las carreteras inclinadas que levantan polvaredas, la escuela y las montañas coronadas con espumarajos de neblina, esto es todo lo que tenemos y nos es suficiente”.
Por supuesto en las ciudades como Bogotá poco se sabe del Páramo de Sumapaz y de sus luchas durante más de un siglo por la posesión y el respeto de su tierra, pues no solo fue en los albores del siglo XX que se dieron enfrentamientos entre los colonos y los latifundistas con el asesinato sistemático de cientos de líderes agrarios a manos de mercenarios contratados por los dueños de la tierra o con la ilegalización del Partido Comunista Colombiano a finales de los años 40 y en la década de los 50. La lucha de estos campesinos ha ido mucho más allá de las montañas donde se corta el viento, donde los indígenas sautagos creían que se acababa el mundo y empezaba la nada. “Pero esa historia es larga –dice don Rómulo de pie, sonriendo y con una mano en el sombrero debido a una fuerte ventisca que nos castiga–, “ya nos quedarán horas para contar lo que ocurrió aquí con los agrarios, porque cuando los campesinos se unen, la tierra tiembla”.
El frailejón, rey indiscutible del Páramo de Sumapaz.
II
En el páramo tenemos
fauna y flora muy bonita,
pero llegan los turistas
y la calma nos la quitan.
V
Con el dinero podemos
pasear y comprar vaquitas,
mas no calmarnos la sed
si nos roban el agüita.
Hipólito Dimaté – Más coplitas
2.
Mientras almorzamos una sopa de cuchuco con don Rómulo, en un restaurante que está a veinte metros del descampado donde juegan los niños, una postal se dibuja en el horizonte: cientos de frailejones permanecen reclinados como si estuvieran arando la tierra, el viento sopla con fuerza y hace mover sus cuerpos fibrosos, los niños, de mejillas requemadas por el viento, hacen una ronda y cantan, las montañas se yerguen y en sus coronas nubes lechosas corren deprisa y tras ellas no se ve nada, a pesar de que hay ciudades atiborradas de gente que deambula con afán de un lado a otro intentando llegar a sus destinos. Esa es la diferencia, el tiempo pasa con lentitud cuando lo realmente importante depende de los procesos de miles de años de la tierra y no de la satisfacción de deseos inocuos de los humanos. Por eso, en el Sumapaz pareciera que el tiempo se dilatara y que la tierra rezumara con la misma paciencia con que lo hacen los labriegos.
Pero el Sumapaz no siempre fue un territorio tranquilo y armónico como el que se presenta en mi visita. Luego de las primeras disputas entre los latifundistas y los colonos por la tierra a inicios del siglo XX, los campesinos se unieron y crearon grupos agraristas para exigir sus derechos. En esta contienda muchos de los líderes agrarios resultaron mal librados, pues perdieron sus tierras, fueron desplazados o asesinados. Sin embargo, solo fue hasta el Bogotazo cuando la guerra soterrada que existía en el Páramo de Sumapaz detonó y dejó ver su rostro trasfigurado, pues la pelea ya no solo se daba por la tenencia justa de la tierra sino por las inclinaciones políticas de sus actores. “Mis padres siempre fueron liberales” –dice don Rómulo terminando de tomar su sopa–, “y los liberales fuimos perseguidos y golpeados. Los godos también, pero como los que estuvieron siempre en el poder eran conservadores, a los liberales nos tocó la peor parte”.
Por aquellos días de abril de 1948 la noticia de la muerte del caudillo Jorge Eliécer Gaitán corrió por todo el territorio nacional. Los liberales se armaron con azadones, picas, palas, piedras y salieron a las calles a buscar venganza. En muchos pueblos del país, como en Fusagasugá, que pertenece a la región del Sumapaz, o en Cunday y Villarrica, se derrocaron las alcaldías conservadoras y se instalaron mesas liberales que tomaron el poder civil. A los godos los encarcelaron en el mejor de los casos, a otros los llevaron a las riveras de los ríos y los fusilaron sin ningún miramiento. En el Sumapaz la noticia detonó sin mayores repercusiones, pero desde la capital ya se tenían noticias de las agrupaciones agrarias que luchaban por la tierra y por la dignidad del campesinado y esto le sonó al gobierno como hechos desafiantes y comunistas, fuera de la línea de mando.
El Sumapaz no siempre fue un territorio tranquilo y armónico como el que se presenta en mi visita. Luego de las primeras disputas entre los latifundistas y los colonos por la tierra a inicios del siglo XX, los campesinos se unieron y crearon grupos agraristas para exigir sus derechos. En esta contienda muchos de los líderes agrarios resultaron mal librados, pues perdieron sus tierras, fueron desplazados o asesinados.
Por eso, luego del Bogotazo el presidente Laureano Gómez envío a un personaje polémico a hacerse cargo de la situación. Eduardo Gerlein Guell, llegó a las tierras del Sumapaz acompañado por un grupo de chulavitas o paramilitares con la orden irrestricta de controlar la situación, es decir, de acabar con cualquier conato de rebeldía.
La profesora Rocío Londoño, en su libro Juan de la Cruz Varela, Sociedad y política en la región del Sumapaz (1902 – 1984), cuenta cómo a inicios de enero de 1950 Eduardo Gerlein, fungiendo como director de la Villa Montalvo, mandó a encarcelar a un grupo de liberales o cachiporros en el campo de concentración de Cunday. En el momento de la detención, los chulavitas de Gerlein quemaron los ranchos y destruyeron las sementeras de los campesinos, en el trasiego violaron a las mujeres y a las niñas de los liberales apresados y el 15 de enero, entre las 8 y las 9 de la mañana ordenaron congregar al pueblo en la plaza de la vereda de San Pablo y masacraron a los 150 hombres que iban para el campo de concentración ante la mirada impávida de los pueblerinos.
Ricardo “Cantinero”, como le llamaban a uno de los guerrilleros sobrevivientes de la guerra de Villarrica y de Sumapaz, dice de Eduardo Gerlein que con sus “chulavitas empezaron a amedrentar, a perseguir y a detener liberales. Desde Bogotá llevaban una lista de quiénes tenían que detener. Hubo los primeros detenidos y los primeros muertos echados en los caminos. Esta fue la verdadera iniciación de la violencia reaccionaria, atizada por el conservatismo y llevada por la policía chulavita. Era respaldada por conservadores civiles y también por ´volteados`” (Aprile-Gniset, 2019).
Los volteados eran los liberales limpios que luego del asesinato de Gaitán se opusieron a los comunes o comunistas y que fundaron las guerrillas de la paz para darle cacería a los campesinos que decidieron tomar las armas en contra del gobierno. Y como dice Cantinero, los agrarios reaccionaron y se armaron bajo las directrices de dos hombres icónicos en la lucha agraria: Erasmo Valencia y Juan de la Cruz Varela. Erasmo era un periodista, abogado y político caldense que trabajó con Jorge Eliécer Gaitán en la restitución de los derechos de los campesinos y que fundó el Partido Agrario Nacional (PAN) y el semanario Claridad, desde donde difundía las peticiones de los agrarios del Sumapaz. Y Juan de la Cruz era un campesino nacido en una aldea de Ráquira en Boyacá en 1902. Hacia 1905 emigraron al Sumapaz debido a que su padre era de tendencia liberal y fue acusado de ser espía. Era un hombre de mediana estatura, de expresión cetrina, lector ávido; durante sus constantes huidas por el monte cargaba consigo Los miserables de Víctor Hugo y Las mil y una noches. Su madre murió cuando él estaba muy joven y su padre los abandonó a su suerte, y como hijo mayor se hizo cargo de sus hermanos. Tiempo después Juan de la Cruz fue elegido diputado de la Asamblea Departamental del Tolima.
Erasmo y Juan de la Cruz lideraron los procesos agrarios del Sumapaz y gran parte de los de Villarrica, junto con el teniente Ramiro Solito, un hombre alto y desgarbado que envió el Partido Comunista Colombiano para que impartiera las directrices ideológicas y de guerra del partido a los campesinos de la región y que murió en batalla. Las directrices de guerra se dieron en dos momentos, la primera se ajustaba a una defensa por la vida, es decir, los campesinos se armaron para defender su vida y las de sus familias, ya poco importaba la tierra porque muchos de ellos se vieron en la obligación de huir hacia los montes y desde allí hacer la resistencia. La segunda, que iniciaría hacia 1952, fue una ofensiva a partir de las tácticas de la guerra de guerrillas.
En los testimonios recogidos por Aprile-Gniset en su libro La crónica de Villarrica, los campesinos hablan de bombas incendiarias que calcinaban todo en cuanto caían, pero que luego de las detonaciones causaban malestares estomacales y fiebres, en especial en los niños. Con el tiempo y algunos estudios, como los de Silvia Galvis y Alberto Donadio, se comprobó que la Fuerza Aérea colombiana utilizó Napalm contra la población civil.
Esta situación se hizo constante durante el periodo que conocemos como el de la Violencia en la década de los años 50 del siglo XX, cuando la policía y los chulavitas se dieron a la tarea de perseguir y exterminar a los campesinos del sector. Muchos de ellos prefirieron huir hacia las montañas del Meta y el Huila dejando atrás todo por lo que habían luchado: sus cosechas, sus animales, sus casas, su ropa y sus enseres. Existen numerosos relatos de los primeros desplazamientos masivos de los habitantes del Sumapaz y Villarrica hacia cuevas y selvas vírgenes en las que los niños morían de inanición. Incluso, los hombres que lideraban estas irracionales huidas debían verificar que los niños que cargaban las mujeres estuvieran vivos, porque muchas veces las madres no querían dejar sus cadáveres abandonados en medio de la nada. Dentro de estos relatos encontramos el de Jaime Jara Gómez quien tenía 8 años cuando debió iniciar la diáspora para salvaguardar su vida y la de su familia. En su adultez escribió una serie de folios en manuscrito que se convertirían en el libro Memorias de la violencia, la guerra en Villarrica y que fue publicado en 2017 por la editorial Cajón de Sastre. Conocí este libro en la librería Lerner del centro cuando al inicio de mi investigación sobre la violencia en las regiones del Sumapaz y Villarrica le pregunté a uno de sus libreros por referencias sobre el tema y él me contestó: “profe, pues el de mi papá”. Luego me refirió, a grandes rasgos, la historia de su padre, un líder agrario que sufrió los desplazamientos a causa de la violencia en la década de los 50, y que muchos años después sería asesinado por miembros del ELN.
En este libro Jaime Jara cuenta, desde la perspectiva de un niño de ocho años, cómo los campesinos liberales fueron perseguidos por bandas armadas en connivencia con el gobierno, cómo fueron amenazados sus padres, y también los inclementes, inhumanos e increíbles desplazamientos que hicieron para salvar sus vidas: “Más o menos a las dos de la tarde se inició la marcha por el llano abierto del páramo más grande del mundo. Sin acontecimientos de mayor importancia transcurrieron el resto de días de tránsito, pero eso sí, entre más empinado era el camino, más frío se ponía el ambiente, más acosaban el hambre y el cansancio. Los cachetes se encaspaban por la escarcha que, como pequeñas piedrecillas, caían con violencia contra nuestro rostro. Las coyunturas de las piernas estaban agrietadas y vertiendo sangre, nuestros pies descalzos y amoratados por el frío. Todo eso se hacía con una esperanza, tal vez en la mayoría de las mentes de los incontables marchantes, la de estar en paz, salir de aquel laberinto de persecuciones y bajezas que se cometieron contra un puñado de campesinos que lo único que habían pretendido era el bienestar de sus familias y conseguir algo mejor para el futuro” (Jara Gómez, 2017, pág. 63).
Pero no solo los que se marcharon sufrieron las inclemencias de la naturaleza, del hambre y del sentirse perdidos en medio del páramo o la selva. Para los que se quedaron la vida se tornó en una maldición que debían pagar todos los días, como si fueran Prometeos, pues eran perseguidos con mayor sevicia. Durante el día permanecían en sus casas, siempre alertas al arribo del enemigo; en las noches debían tomar algunas cobijas, las pieles de cordero y arrojarse a dormir en descampados o en los cafetales para que los chulavitas no los pescaran dormidos y los mataran con mayor facilidad. Sin embargo, muchos de ellos, cuando regresaban de madrugada a sus casas, solo hallaban los esqueletos de las vigas resoplando el fuego de la noche anterior y las cenizas de lo que habían sido sus vidas. Y cuando la policía o los chulavitas los encontraban, eran víctimas de torturas, vejaciones, castraciones; las mujeres eran violadas, asesinadas y arrojadas desde los puentes a los ríos.
Por eso, la mayoría decidió partir a las montañas bajo las órdenes de Juan de la Cruz Varela para reencontrarse con las familias que morían de hambre y para organizar la resistencia. Esta nueva etapa del movimiento guerrillero inició a mediados de octubre de 1952 y finalizó en el mismo mes de 1953. Eran pocos los hombres armados, se habla de una veintena o una treintena cargando en bandolera armas viejas exhumadas de la Guerra de los Mil Días. Estos hombres se distribuían en la vanguardia y retaguardia, custodiando a las familias que trasegaban fatigadas en la mitad, esperando encontrar un descampado donde alguna cosecha de papa los aguardara.
Los campesinos estaban aterrados. Fue tal el desespero que se dieron casos como el de la vereda El Totumal de la colonia de Villa Montalvo, a inicios de 1951, cuando un grupo de rebeldes liderado por Gerardo Matiz, a quien se le conocía como el capitán Llanero, reclutó a muchos hombres a la fuerza para defenderse de la chulavita. Llanero y sus hombres les quitaron las pertenencias a los campesinos y las guardaron en una maleta como pago por el cuidado. Sin embargo, las intenciones de Llanero eran otras, pues en el primer enfrentamiento con la policía huyó con el maletín, dejando a la gente sin bienes y en manos de los enemigos. En esa ocasión más de 350 campesinos en estado de indefensión fueron asesinados por la chulavita, la policía y el ejército.
Por aquellos días el presidente Laureano Gómez, un ultraconservador que desde sus funciones como senador arremetió con violencia en contra de la lucha campesina y que se persignaba cada vez que escuchaba la palabra comunismo, instigó a los demás políticos y al Ejército para que dieran cacería a aquellos comunistas, chusmeros, nueveabrileños, que vivían como animales salvajes promoviendo ideas por fuera de la moral católica. Y fue bajo su mandato presidencial que las fuerzas paramilitares de los chulavitas tuvieron mayor presencia en vastas regiones del país. Y como con todo lo nacido de un espíritu criminal esta situación se le salió de las manos y la violencia se propagó por los campos de la nación como si se tratara de una pandemia que solo mataba a los pobres y a los campesinos. Por eso, cuando el teniente general Gustavo Rojas Pinilla dio el golpe de estado el 13 de junio de 1953, el pueblo aplaudió la salida del “Monstruo”, como le decían a Laureano, y apoyó el gobierno militar de la Restauración. Una de las primeras medidas dictaminadas desde palacio por Rojas fue la de la pacificación, y les dijo a los campesinos: “Campesinos de Colombia: los soldados son vuestros hijos; ellos, guiados por el Excelentísimo señor Teniente General Gustavo Rojas Pinilla, salvarán a Colombia”.
Así fue como se inició el proceso de pacificación y de renuncia a las armas por parte de los insurgentes que operaban en varias regiones del país. Y hasta el 31 de octubre de 1953 los guerrilleros del Alto Sumapaz y del Oriente del Tolima libraron la lucha armada, pues ese día marcharon por las calles principales de Cabrera y ante la presencia del general Duarte Blum entregaron sus viejos y oxidados fusiles y recibieron como compensación del Estado machetes sin filo. Como despedida, Juan de la Cruz pronunció en su discurso las siguientes palabras: “ahora nos encontraremos en el surco, labrando la tierra y haciendo patria y riqueza para todos. Las armas las hemos olvidado, la venganza también”.
Fue durante esta segunda guerra en los territorios de Villarrica y Sumapaz donde los guerrilleros, siempre en menor número, usaron la estrategia de la cortina para defender a las familias campesinas. Es decir, los hombres en armas tenían posiciones fijas y se distanciaba uno del otro cada cinco a diez metros. Con esta estrategia se libraron batallas épicas en las que los guerrilleros lograron mantener cierto orden en sus filas.
Luego de la firma de paz con el gobierno dictatorial de Rojas Pinilla los campesinos pudieron regresar a sus hogares, pero allí lo que encontraron fue destrozo, desolación y orfandad, pues muchas de sus casas fueron quemadas y otras ya estaban siendo habitadas por terceros, que con argucias del gobierno las habían comprado a precios irrisorios. Los que pudieron reconstruyeron sus casas y lo mismo intentaron hacer con sus vidas. Sin embargo, la tranquilidad fue efímera, ya que pasados pocos meses volvieron a ser perseguidos. Esta vez fue peor, debido a que los chulavitas y las guerrillas de la paz habían vuelto con más fuerza y más hombres, no obstante los campesinos que habían peleado esa primera guerra ya tenían conocimientos políticos y de combate, así que seguían reuniéndose clandestinamente y organizando su resistencia.
Tampoco duró mucho tiempo la paz de Rojas. A inicios de 1954 declaró ilegítimo al Partido Comunista Colombiano y preparó a la nación para su exterminio. Los campesinos debieron desenterrar las armas, reunirse y de nuevo huir hacia los montes donde fueron perseguidos, no solo desde tierra con batallones completos de infantería, sino desde el aire. En los relatos de la época, por ejemplo, en los testimonios recogidos por Aprile-Gniset en su libro La crónica de Villarrica, los campesinos hablan de bombas incendiarias que calcinaban todo en cuanto caían, pero que luego de las detonaciones causaban malestares estomacales y fiebres, en especial en los niños. Con el tiempo y algunos estudios, como los de Silvia Galvis y Alberto Donadio, se comprobó que la Fuerza Aérea colombiana utilizó Napalm contra la población civil.
Fue durante esta segunda guerra en los territorios de Villarrica y Sumapaz donde los guerrilleros, siempre en menor número, usaron la estrategia de la cortina para defender a las familias campesinas. Es decir, los hombres en armas tenían posiciones fijas y se distanciaba uno del otro cada cinco a diez metros. Con esta estrategia se libraron batallas épicas en las que los guerrilleros lograron mantener cierto orden en sus filas. Pero, con el paso de los meses y una fuerte arremetida de las fuerzas armadas colombianas la cortina se deshizo y debieron recurrir a la estrategia de guerrillas móviles. Como los guerrilleros se desagruparon, las familias huyeron en desbandada, solas, en medio del páramo y de la selva intentando llegar al Duda, una región en los límites con el Meta. Fueron cientos los que murieron durante estos meses de persecución.
Esta etapa de la violencia se conoció por el nombre de la guerra de Villarrica, ya que Juan de la Cruz Varela se encargó de unir al campesinado en armas de dicha zona con el del Sumapaz. En esta contienda aparecieron hombres de la talla de Isauro Yosa, alias Líster; Alfonso Castañeda, alias Richard; Albertino Moreno, alias Mariachi; Marcos Baquero, alias Baquero; Luis Mayusa, alias Gavilán y otros de gran importancia para los movimientos guerrilleros como Pedro Antonio Marín, alias Tirofijo y Jacobo Prías Alape, alias Charro Negro. Por su lado, el ejército contó con un arsenal portentoso para ese marzo de 1954 como lo cuenta el teniente Alberto Cendales: “El destacamento del Sumapaz se componía de aproximadamente cinco batallones reforzados, más o menos unos 4000 hombres; el enemigo, los hombres en armas, eran unos 500 o 600, como máximo en total”. El mismo teniente narra que como armamento tenían “fusiles semiautomáticos M-1, fusiles ametralladoras livianas y bazookas en las escuadras en armas, morteros 60 m.m., y cañones sin retroceso (…) además la aviación, toda la aviación en apoyo directo: aviones bombarderos B-26, F-47, T-6 y helicópteros; el enemigo, los 500 hombres en armas que luchaban contra el destacamento de Sumapaz, estaban armados de escopetas de cápsula y de fisto, carabinas de salón calibre punto 22 (…) El destacamento gastó más de seis meses en dominar la región a pesar de existir tan grandes desproporciones de armas y hombres, entre uno y otro bando” (Varela Mora & Romero Picón, 2007).
La salvaje incursión militar se trasladó de Villarrica a la región selvática de Galilea y a la paramuna del Sumapaz. Las familias campesinas y la fuerza guerrillera huyeron con dirección al Duda, al Pato, al Guayabero y a la Cuchilla del Altamizal. Después de nueve meses de hostigamiento se activó el Plan Sumapaz, exactamente en el municipio de Cabrera. En el Plan de Sumapaz el ejército y las guerrillas de la paz perpetraron la masacre de 115 campesinos, como lo relatan Laura Varela y Yuri Romero en su libro Surcando amaneceres. Los campesinos que sobrevivieron montaron una línea de defensa similar a la cortina con la que pudieron contener el avance del ejército por cuatro meses más hasta que al fin esta cayó. Pelotones del Batallón Colombia se tomaron el Sumapaz y al sur de la Concepción, en la vereda Nueva Granada construyeron una pista de aterrizaje. Los campesinos temerosos huyeron al monte.
“Esta historia sí la conozco bien” –me dice don Rómulo con un pocillo de tinto en sus manos encallecidas. Estamos en su casa de un solo piso, hay cuatro cuartos, dos baños y una cocina. Detrás tiene un pequeño huerto al que le dedica todos los fines de semana, pues entre semana debe estar pendiente de su chagra, ubicada a unos cuarenta minutos a pie desde allí. “Este lote fue la herencia de mi papá y aquí levantamos la primera casa con Martica” –me dice refiriéndose a su esposa muerta ocho años atrás, víctima de un cáncer pulmonar. “No tenía ni un ladrillo. Era solo adobe y bahareque, y aquí criamos a los siete hijos”. Yo me quedo en silencio, observando la soledad del páramo y la soledad de don Rómulo, pues todas sus hijas e hijos están casados y ninguno vive con él. “Si ve, mijo, por qué es tan importante la lucha. Mis papás pelearon por esta tierra, a mí también me tocó defenderla para que ojalá mis nietos no tengan que hacer lo mismo”.
Daniel Ángel
Narrador, poeta y docente de literatura y creación literaria en IDARTES. Autor de la novela Montes de María (2015), Rifles bajo la lluvia (Desde abajo, 2017) y Silva (Seix Barral, 2020). Artículos suyos han sido publicados en revistas como El Malpensante y Casa Tomada, y diarios como El País de España.