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‘Se va el caimán’, obra del pintor Alejandro Obregón. Foto: El Heraldo. 

Escrito en clave de crónica, el reciente libro del periodista Javier Franco Altamar exalta el legado musical de Barranquilla y los personajes e historias detrás de 150 canciones dedicadas a la ciudad. Desde Pacho Galán hasta el Joe Arroyo y su ‘En Barranquilla me quedo’ , Contexto comparte con sus lectores un fragmento del capítulo dedicado al origen de ‘Se va el caimán’, el clásico de clásicos del maestro José María Peñaranda.

La base de la canción, su insumo principal, es una leyenda de Plato (Magdalena), el municipio que ya mencionamos atrás. Esa leyenda, fragmentada y en diferentes versiones, era parte del anecdotario de los pescadores de la población. Pero un día cualquiera llegó el cronista Virgilio Di Filippo y la convirtió en un relato concreto, que divulgó a través de una de sus columnas en el diario La Prensa de Barranquilla.

Di Filippo no era plateño, sino de otro pueblo ribereño ubicado a mitad de camino hacia Barranquilla, pero del mismo departamento del Magdalena: Cerro San Antonio, el del histórico juglar Juancho Polo Valencia. Este cronista había llegado a Plato en 1927 y se convirtió en secretario del Juzgado Municipal. Era abogado, periodista, escritor, compositor, organista, sacristán y hasta organizador de las fiestas religiosas de Plato. Se casó allí con la profesora Clara Luz Alfaro De León, dictó clases en el pueblo y allí mismo murió.

En torno al mismo Di Filippo hay una versión fantástica en el sentido de que cuando una vecina suya pasó por la calle gritando que un plateño se había convertido en caimán, nuestro cronista fue incapaz de levantarse de la silla. Incluso, se dice que, de inmediato, algo lo empujó a escribir el relato.

En la leyenda aparece como protagonista un ficticio Saúl Montenegro. Según Édgar Romanos (un plateño que se disfraza de “Hombre Caimán” en las fiestas pueblerinas inspiradas en esta leyenda), no era ese el nombre que tenía pensado Di Filippo, porque su intención primera fue utilizar el de un pariente de su esposa para jugarle una broma.

El hombre, cuya identidad no aparece en la versión de Romanos, llegó a amenazar a Di Filippo: si lo identificaba a él como “Hombre Caimán”, haría algo peor, regaría que nuestro cronista era el autor de unos pasquines con chismes e infidencias de los pueblerinos. Así fue como el tal pescador “Saúl Montenegro” prestó su nombre desde la fantasía, y se quedó con la condición histórica que nadie la ha quitado.

Tal leyenda tiene muchas versiones según sea su divulgador o el medio utilizado, pero conserva su esencia: Saúl Montenegro, además de emborracharse luego de sus faenas, gustaba de espiar a las mujeres cuando se bañaban desnudas en un brazo del río llamado “Caño de las mujeres”. Lo hacía desde los arbustos, pero su deseo enfermizo era poder verlas más de cerca.

La leyenda aporta un rasgo distintivo de ese pescador además de su apariencia curtida: tenía dos dientes de oro cuyos destellos alertaban sobre su presencia entre los matorrales. Eso hacía que las muchachas huyeran. En la búsqueda de una solución para acercarse más a ellas, llegó a pensar en dos posibilidades: volverse invisible o convertirse en un caimán a voluntad. Si tan solo pudiera ser en un caimán, pensó, pasaría inadvertido desplazándose a ras de agua.

Lo consultó con unos gitanos y estos le hablaron de un indio de La Guajira que podía convertir a las personas en animales. Ese personaje, llamado “Gran Piacha” en una de las versiones de la leyenda, escuchó la petición de Saúl y le preparó varias botellas: unas con un líquido blanco para echarse al cuerpo y convertirse en caimán y otras con un líquido rojo para reversar el proceso.

Saúl, convertido en caimán, se lanzaba al agua y, agazapado entre las piedras, disfrutaba del espectáculo de las bañistas; luego regresaba, y su amigo lo ayudaba en el proceso de retorno a su forma humana.

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Portada del libro de Franco Altamar, publicado por Editorial Uninorte.

De ahí en adelante, un amigo suyo lo acompañaba en su tarea, de manera que Saúl, convertido en caimán, se lanzaba al agua y, agazapado entre las piedras, disfrutaba del espectáculo de las bañistas; luego regresaba, y su amigo lo ayudaba en el proceso de retorno a su forma humana.

Eso funcionó varias veces, hasta que ese fiel compañero, pasado de tragos, no lo pudo acompañar. El amigo de reemplazo hizo bien la primera parte, pero al verlo regresar de las aguas, con la enorme boca abierta, dejó caer el frasco del líquido rojo (el último que le quedaba) y el recipiente reventó contra una roca. Una parte de la poción alcanzó a caer en la cabeza del caimán, que recobró la apariencia de Saúl, pero el resto del cuerpo siguió siendo el de un reptil. Algunas versiones de la leyenda hablan de que también recobró parte de la apariencia del torso y en otras cambian el orden de los colores del contenido de los frascos.

Luego de la rabia inicial contra su acompañante, Saúl no tuvo más que asumir su nueva condición y adoptar el río y su caño como hábitat. Pero su presencia se hizo muy notoria, se convirtió en el terror del lugar, nadie volvió a bañarse en ese caño, y empezó a fraguarse un plan para darle cacería.

Al “Hombre Caimán” le tocó esconderse. Tan solo se dejaba ver de su madre, quien le preparaba sus alimentos favoritos y se los llevaba. Incluso, algunas veces le llevó licor. Como buena madre, trató de encontrar ayuda para su hijo, y viajó a La Guajira en busca del indio brujo, pero este había muerto.

La leyenda dice que ella, muy triste, murió de pena en el viaje de regreso a Plato. Enterado de las malas noticias, Saúl-Caimán decidió lanzarse al río y dejarse arrastrar por él hasta Barranquilla, donde finalmente desapareció.

Los términos de esa angustiosa historia, divulgada por la prensa gracias a la pluma de Di Filippo, atraerían a muchos forasteros hasta Plato. Uno de ellos fue José María Peñaranda Márquez, quien la convirtió en canción.

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Javier Franco Altamar 

Comunicador social-periodista de la Universidad Autónoma del Caribe. Magíster en Comunicación de la Universidad del Norte.