Margarita Garcia

Kioscos atiborrados de diferentes revistas y periódicos impresos, como este de la fotografía en España, parecen ser ya cosa del pasado. Foto: Luis Miguel García. Revista Hyperbole.

Es cierto que nunca fueron muchas. Ni llegaban a tantos lugares. Pero educaban, profundizaban la cultura de la letra y azuzaban la curiosidad y la crítica. Hoy, que podrían estar a un clic de distancia, prácticamente no existen.

Lo mejor era que había que buscarlas. No estaban a un clic de distancia, sino a unos kilómetros en bus y a pie. El calor del papel indicaba que estaban recién salidas del horno de la imprenta. Unos pocos pagaban suscripción, y entonces recibían beneficios de afiliados y las esperaban en casa. La mayoría se topaba con ellas en el mismo estante donde perviven las que siguen hablando de entretenimiento, farándula y negocios, al lado de alguna pariente que ha logrado, casi en secreto, seguir imprimiéndose. Uno de los desafíos, que hoy se juzga innecesario, un gasto extravagante, era ése: su impresión. Y luego: su distribución. Incluso dentro de los periódicos, los desaparecidos suplementos culturales, que para muchos eran la única pieza coleccionable dentro de las notas diarias de un medio escrito a las patadas –pues la rotativa apremia, la flamante edición de mañana–, aquellos suplementos y magazines, digo, comenzaron a estorbar, a ser vistos con recelo por los gerentes, y no sobrevivieron a los recortes o a la pandemia, su existencia ya pendía de hilos frágiles.

Hoy, que podrían estar a un clic de distancia y albergar textos sin límite de palabras, no hay ninguna (es posible que esta columna exceda el límite recomendado por las estrategias SEO para medios digitales). Tal vez su problema era ocupar espacios cada vez menos rentables en el mercado de los clics: ser suplemento o ser revista, y ser cultural. Y de papel, además, cuando la visibilidad y la plata la dan la interacción con las pantallas, cuando el dinero de la pauta que sustentaba cada impreso migró a las cuentas con más seguidores, cuando nadie espera que un consejo editorial o unas cuantas firmas lo sorprenda con sus escritos, si puede consumir los ‘contenidos’ que imponen las redes sociales o Google Discover.

Una vez tuve la extraña fortuna de editar un suplemento dominical –de cultura– para un periódico regional. La decadencia ya era palpable: ningún texto se pagaba. El único columnista era quincenal, también el humorista gráfico. Los demás editores no le daban mucha bola. Encima, aun cuando tenía responsabilidades de coordinador, me asignaron honorarios de reportero raso. Un domingo, el suplemento no circuló en la mayoría de periódicos. Si algo parecido sucedía con la revista de la élite local, se hubiera ubicado al responsable y lo hubieran mandado a descargo. El error de distribución no importó. Resulta que podíamos circular incompletos y no constituía, dentro del periódico, ningún drama. Si como comprador de la edición dominical me hubiera ocurrido lo mismo, lo hubiera devuelto. Cuando, meses después, el suplemento dejó de existir, un suscriptor llamó enfadado: se había suscrito solo por el suplemento cultural, que no le llegó el primer domingo. ¿Qué podía decirle? ¿Cuántos pocos suscriptores más se marcharían por no tener más el dominical que, amén de algunos ‘fusilados’, publicaba fragmentos de libros, ensayos y artículos ad honorem? ¿Y por qué esa manía de negarles a los suplementos y revistas una despedida, como si fueran asesinados a quemarropa?

Portadas de un desaparecido proyecto de publicación cultural en el Caribe colombiano, “Latitud”, revista sucesora del “Dominical” de “El Heraldo” de Barranquilla, las cuales llegaron a sumar cuatro décadas de publicación ininterrumpida. Imágenes: Alberto M. Coronado.

A veces imagino una distopía en la que vuelven a ocupar los estantes de las librerías y los kioscos de periódicos. Los lectores y lectoras, hastiados de las pantallas y de la vaciedad algorítmica, las buscarían nuevamente en su tienda más cercana, las encontrarían al lado de la caja del supermercado, en el estante que mañana engrosará la hemeroteca de la biblioteca o en la mano del amigo que las pasaría con discreción como una droga prohibida.

Es cierto que nunca fueron muchas. Ni llegaban a tantos lugares. Pero educaban sentimentalmente, profundizaban la cultura de la letra, del contagio intelectual y –sí– la curiosidad: un objeto que agarrar y ensuciar, que proponía conversaciones solitarias y grupales, que uno reconocía misteriosamente emparentado con las revistas de una aerolínea o las de las peluquerías y salas de espera donde ahora vemos usuarios sepultados en sus pantallas. En las páginas de las revistas culturales, los lectores, cuando no eran empaquetados como audiencia, iban a descansar, a despertar, a incomodarse, a criticar o incluso a recibir críticas. En las pantallas hacemos algo similar, pero sin la pausa de ir al kiosko ni la temperatura carnal del papel, y con unos códigos más veloces y feroces que reemplazan la reflexión por la reacción apetecida por los Musk y los Zuckerberg. 

A veces imagino una distopía en la que vuelven a ocupar los estantes de las librerías y los kioscos de periódicos. Los lectores y lectoras, hastiados de las pantallas y de la vaciedad algorítmica, las buscarían nuevamente en su tienda más cercana, las encontrarían al lado de la caja del supermercado, en el estante que mañana engrosará la hemeroteca de la biblioteca o en la mano del amigo que las pasaría con discreción como una droga prohibida. Pero antes de cualquier distopía, seguramente haríamos una sala de museo con ellas. Ya no habría la nostalgia del papel por el papel, sino el asombro de que alguna vez los humanos hayan querido y podido imprimirlas. La ficha técnica podría decir que se acabaron antes de que el público dejara de buscarlas y leerlas, pero después de que el olvido, los sobrecostos, los conglomerados de medios y periódicos y otras contingencias –internet– decidieran enterrarlas. Como dato interesante, se incluiría que un empresario estadounidense predijo su final y que algunas lograron sobrevivir “contra todo pronóstico”. Y de cada una se podría decir, como dijo Germán Vargas sobre un viejo semanario: “Murió de muerte natural, naturalísima”.

Kirvin Larios

Periodista y escritor. Es autor del libro de relatos Por eso yo me quedo en mi casa (Destiempo, 2018). Textos suyos han sido publicados en la antología de poesía Nuevo sentimentario (Luna Libros, 2019), en el Diario de la pandemia (Revista Unam, 2020) y en la antología de cuento Puñalada trapera II (Rey Naranjo, 2022). Trabajó como reportero en las redacciones de El Heraldo, Infobae y El Colombiano. En 2023 ganó el Tercer Concurso de Crítica Literaria de la revista mexicana Letras Libres. Obtuvo el Premio Nacional Xilopalo 2024 en la categoría entrevista. Actualmente es coordinador editorial en la Fundación Gabo.

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