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Irene Vallejo eludió la escritura académica para acercar su libro “El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo” a más lectores en un ensayo sobre la historia de los libros y la lectura. Foto: Jorge Fuembuena.

Irene Vallejo, una de las escritoras más aclamadas por los lectores y la crítica mundial, estará en Colombia del 27 al 30 de enero para participar en varios eventos del Hay Festival.

Se lee —se recorre— El infinito en un junco como si fuera un viaje; un viaje por caminos sinuosos, difíciles, a la sombra de conquistadores ambiciosos, emperadores hambrientos de libros, incendios de templos y bibliotecas, persecuciones, censura. Se lee —se recorre— como si hiciéramos parte de los personajes de una novela. Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) ha logrado introducirnos en la historia del libro con tersura y lucidez, como en una travesía emocionante y viva.

Es una historia entretejida con otras historias. Como la de los juncos que crecían a orillas del río Nilo y originaron los rollos de papiro. Como la de Alejandro Magno y su ambición por construir la gran Biblioteca, donde pretendió reunir todo el saber del mundo. Como sus viajes a los que llevaba siempre un ejemplar de la Ilíada: era la forma de estar sosegado ante la vida, de pedir consejo a las letras. Historias como la del breve tiempo en que Platón fue esclavo. Como la del crimen de Hipatia, que fue acusada de bruja y brutalmente asesinada. La escritura ayudó, no solo a almacenar el saber, sino a llevar la contabilidad que resultaba complicada de forma oral.

No es habitual que un ensayo como El infinito en un junco sea un fenómeno editorial. Este no es un libro más, ni simplemente exitoso: es una publicación que estaba haciendo falta; Irene llenó el hueco al zambullirse en la historia de la escritura-lectura, que parecía ser un asunto de filólogos, pero ha resultado fascinante para miles de personas. Ella desempolvó los clásicos de las bibliotecas, sacó la historia del ámbito académico para que la puedan leer todos, sin frases alambicadas ni floridas. Hay aplomo, sensibilidad y sensualidad en cada párrafo. Su libro nos recuerda que los clásicos siguen vivos.

Irene dedicó cuatro años a la investigación —hizo parte de su tesis doctoral— y otros cuatro más a la escritura del libro. Sus pesquisas la llevaron a revisar documentos descoloridos y polvorientos, algunos resguardados con sigilo y bajo llave en bibliotecas donde, para acceder a ellos, fue sometida a inspecciones y declarar bajo juramento que no los dañaría ni les prendería fuego. Había escrito antes dos novelas y dos libros juveniles. De ellos aprendió el arte de recrear atmósferas, estructuras y personajes, y manejar con sagacidad el suspenso. En una reciente conversación que tuve con ella, me contó que tuvo tensiones con su director de tesis, pues solía decirle: “No escribas textos ensayísticos, esto es científico”. Aquella voz que le era negada fue la que la llevó a la rebelión, a reescribir todo lo que había descubierto en su tesis para metamorfosearlo en literatura. Se convirtió en un desafío. Contactó a narradoras orales que daban espectáculos para niños de biblioteca en biblioteca, de teatro en teatro, y las acompañó para ver cuáles eran los rasgos distintivos de la oralidad e intentar trasvasarlos a la literatura escrita.

 

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Portada del libro de Irene Vallejo, publicado por Ediciones Siruela.

No es habitual que un ensayo como “El infinito en un junco” sea un fenómeno editorial. Este no es un libro más, ni simplemente exitoso: es una publicación que estaba haciendo falta; Irene llenó el hueco al zambullirse en la historia de la escritura-lectura, que parecía ser un asunto de filólogos, pero ha resultado fascinante para miles de personas.

Una de las cosas primordiales de este libro es que te hace consciente de tantos descubrimientos trascendentales. La escritura, verbigracia, es la base de nuestros conocimientos. En la Grecia Antigua, la filosofía nació gracias a la transición de la tradición oral a la escrita. “El oficio de pensar el mundo existe gracias a los libros y la lectura, es decir, cuando podemos ver las palabras, y reflexionar despacio sobre ellas, en lugar de solo oírlas”, reflexiona Irene en el libro.

A partir de la invención de la escritura, el mundo tuvo un enorme progreso. Las sociedades anteriores estaban frecuentemente perdiendo lo que construían, era un constante redescubrir lo que ya habían hecho otras civilizaciones.

Desde sus inicios, el conocimiento les perteneció a unos pocos. Ese conocimiento-poder desató una extendida misoginia. Los griegos y los romanos pensaban que la palabra debía ser dominada solo por los hombres. Pocas mujeres tenían acceso a ella, y las que sí vencieron ese poder, han quedado borradas de la historia oficial. Irene no solo rescata a varias de ellas (como las poetas Safo y Sulpicia, o Aspasia, cuya “inteligencia ayudó a Pericles en su carrera política”), sino que les reconoce su papel original de contadoras de historias y creadoras de los grandes relatos míticos (de allí provienen palabras que comparten analogía entre texto y tejidos). El filósofo Platón, que creía en la transmigración de almas, sostuvo que, “como castigo, los hombres injustos reencarnaban en el sexo femenino”; Demócrito decía: “Que la mujer no se ejercite en el hablar, pues eso es terrible”.

El libro, también, es una réplica a los pesimistas que no le auguran futuro: Irene cree que, como objeto, pertenece a la categoría de inventos como la cuchara o las tijeras, cuyo diseño básico sobrevivirá.

Los libros han vencido —trascendido— el tiempo. El de Irene retumba en cada página, con el eco de las voces del pasado, las huellas de un mundo que ya no tendría sentido sin la palabra. Sin las historias. Sin los libros.

Diana López Zuleta

Comunicadora social y periodista de la Universidad del Norte, de Barranquilla, realizó una especialización en Opinión Pública y Mercadeo Político en la Universidad Javeriana, de Bogotá. Sus trabajos periodísticos han sido publicados en Diario Las Américas, de Miami, revista Semana, y los portales Las 2 Orillas y La Nueva Prensa. Su primer libro publicado Lo que no borró el desierto (Editorial Planeta, 2020), ganó el Premio Nacional de Periodismo CPB a mejor libro.