Margarita Garcia

El padre Jesuita Francisco de Roux. Foto: El País de España

A propósito de una columna de opinión del periodista Daniel Coronell que señala al sacerdote jesuita por el presunto encubrimiento de un caso de pederastia cometido por el sacerdote Darío Chavarriaga.

El proceso de reproche social que inició el periodista Daniel Coronell contra Francisco de Roux merece un debate público. En primer lugar porque se trata de una de las personalidades emblemáticas del país en tanto encarnación de unas causas sociales definidas que podrían articularse alrededor del concepto de paz y una de nuestras voces más conspicuas en temas éticos. Y, también, porque el caso que se pretende configurar hace parte de una sorda querella cultural que se escenifica en varios ámbitos sociales excepto –sintomáticamente– en la política, los negocios y el periodismo, es decir, en el núcleo del poder.

El alegato de Coronell contra Pacho está basado en varias premisas que ignoran reglas básicas del proceso civilizatorio. El anacronismo por el cual se pretende que un caso del pasado sea juzgado por las leyes del presente o el atavismo de confundir las responsabilidades personales con las institucionales. Además, Coronell –como ha sido característica suya– encarna dos corrientes contemporáneas de curso fácil pero que han sido severamente criticadas desde el pensamiento ético. Una es el victimismo entendido como el otorgamiento de “una línea de crédito infinita, inagotable” del que hacen uso algunas víctimas (Tzvetan Todorov), alentadas por ciertos parásitos del sufrimiento, y que anula todo debido proceso, inhibe toda réplica del acusado e impide cualquier mensurabilidad del castigo (en este caso, como en otros, pareciera que una compensación monetaria puede calmar las aguas). Otra, es la de tratar todos los asuntos públicos bajo la lente del tribunal (Paul Ricoeur); la sociedad convertida en una corte, compuesta por fiscales oficiosos, un juez masivo y amorfo, y una policía que opera contra el acusado capilarmente en el tejido social. Un tribunal, por demás, que nunca emite veredictos de inocencia.

El caso es que Pacho ya está condenado. El fiscal Coronell, como si fuera poco, le reprocha que no le haya respondido a él personalmente a pesar de que le dirigió ‘un respetuoso mensaje’ y en cambio ‘decidió hablar con otros periodistas’.

Quizás una tercera, brutal, sea la insinuación de un escritor español de que quienes enarbolan las banderas del bien deben ser juzgados de acuerdo a ellas, lo que simplemente nos llevaría a aplaudir la congruencia de los malvados.

El caso es que Pacho ya está condenado. El fiscal Coronell, como si fuera poco, le reprocha que no le haya respondido a él personalmente a pesar de que le dirigió “un respetuoso mensaje” y en cambio “decidió hablar con otros periodistas” (“En el nombre del padre”, Cambio, 27.10.24). Ya el proceso de cancelación empezó. No hablemos del agravio moral que se padece en la intimidad de un alma como la de este condenado particular.

En su columna de Cambio, Coronell dice al principio que la apreciación de este caso se debe desvincular del proceso de paz y de las actividades de la Comisión de la Verdad, como si se tratara de una persona y unos hechos ocurridos en otra galaxia. Pero el argumento es tan inverosímil que su párrafo final equipara las peticiones de verdad a las Fuerzas Armadas en relación con el conflicto armado y las que se le hacen a la iglesia católica en los casos de pederastia. Poner al mismo nivel una entidad pública y una privada, y por consiguiente crímenes de guerra y delitos comunes, es un error tan craso que cuesta creerlo.

Pienso en cuál relato épico encajaría la causa del periodista contra el sacerdote, y no se me ocurre otro que la épica actual de Marvel o DC Cómics. Probablemente Coronell se sienta como una especie de Batman; a mí se me parece más al Guasón de El caballero de la noche, alguien empeñado en mostrarle a la sociedad que no hay nadie en la esfera pública que valga la pena, que no hay trayectorias ejemplares y que no se puede creer en el bien.

Me he referido a De Roux como Pacho, porque así se le llama en los ámbitos en que nos hemos cruzado a lo largo de cuarenta años. No porque sea mi amigo, ya que en cierto sentido aristotélico la amistad solo puede darse entre iguales y él, Pacho, es demasiado bueno para mí. Y siento decirlo, también para los colombianos.

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Jorge Giraldo Ramírez

Doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia. Profesor emérito, Universidad Eafit.