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Ilustración: Rachel Shalev. Flickr. 

Una selección de textos del libro “Un par de zapatos viejos sobre el techo de la escuela”, del escritor y educador barranquillero Carlos de la Hoz Albor, publicado por Ediciones Exilio.

Una clase

Si se le mira bien, una clase no es más que un conjunto de rostros al que el azar reunió en un momento y espacio determinados.

Está, por ejemplo, el rostro indiferente del alumno que sus padres fuerzan a estudiar cuando él preferiría andar errando por calles y calles, pues en su alma siente con claridad el llamado del azar y la aventura.

El de la niña cándida, que no conoce el sufrir y ve la vida con inocencia y siente que esta es una perfecta y armónica disposición de elementos dispuestos por la naturaleza divina para el disfrute del hombre. Así, no cree que pueda haber otros que viven en medio del dolor.

También el del soñador, que descubre que él hubiera querido ser uno de esos hombres de los que con frecuencia sus maestros hablan en tono grandilocuente. Un prócer de la historia nacional, un científico reputado, acaso un pensador o un benefactor de la humanidad. Tanto lo desea que a veces se le oye decir con desencanto que nació en una época equivocada.

Y está el rostro del solitario, para el que no existe el mundo: se conforma con mirarlo de lejos, sin decidirse participar en él y viendo cómo los seres van y vienen a su lado, pero sin apegarse a ninguno, pues su verdadera amiga, con quien mejor se entiende, es la soledad.

En una clase hay también rostros que juegan con la vida y con las palabras, que siempre sonríen y descubren los intersticios de felicidad que esta se empeña en ocultar. Nunca fruncen el ceño, sus ojos jamás se entristecen y de su boca solo brotan palabras de concordia. Otros, por el contrario, parecen marcados por el cincel de la tristeza, que ha ido labrando en ellos surcos tan profundos que ha alejado para siempre el dibujo grato de la risa.

Y está, por supuesto, el rostro del maestro, que ha de ser siempre sereno y atento, capaz de avizorar entre los muchos que tiene a diario enfrente de él cualquier gesto que le permita acercarse más al alma de aquellos que, tras un rostro, guardan una promesa para confiarla a la vida.

Un niño fuera del salón de clases

¡Miren a ese niño fuera del salón de clases! ¿Pero es que se volvió loco?

Helo ahí tendido sobre una esquina del rectángulo de un verde césped, viendo pasar las nubes, embelesado con sus inusitadas formas y queriendo, en lo más recóndito de su alma, irse a vivir a esa vasta y hermosa pradera que es el cielo a esta hora. Ese es su tranquilo universo, y no el de cifras, datos, fórmulas y nombres que en este momento agobia a sus compañeros.

Permanece absorto, ajeno al trajín del resto de escolares que leen de sus cuadernos, hacen cuentas o resuelven interrogantes.

Pierdan cuidado: pronto habrá de venir quien le tome por el brazo y, sin ni quisiera preguntar sus razones, le conducirá frente a un profesor adusto que, aunque le reconvenga ante los demás, en el fondo de su alma envidiará la osadía y resolución con que este niño consuma sus sueños de libertad.

Que alguien a quien le gusta leer tenga que privarse del placer de hacerlo, y justamente dentro de un espacio dispuesto para despertar fervor por ese acto, es ya una razón de peso para que nos asomemos por encima de sus muros a ver qué ocurre allá adentro.

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Portada del libro del escritor y docente Carlos de la Hoz Albor.

Tiempo para leer

—Ya no me queda tiempo para leer— me confesó aquella vez con verdadera tristeza.

Tal vez sea menos ilustre que la de Bertrand Russell, quien debió abandonar su educación para ir a la escuela, pero no deja de ser igual de desencantada esta declaración de aquella estudiante a la que uno recuerda en sus primeros años como una lectora precoz.

No le queda tiempo para leer, en efecto. Y la enumeración de las razones es tan honesta como irrefutable: cuando no son las tareas son los trabajos, las consultas, el dato, los números, las fórmulas, los nombres, las fechas, el vocabulario y los compromisos que se derivan de portar un uniforme.

Que alguien a quien le gusta leer tenga que privarse del placer de hacerlo, y justamente dentro de un espacio dispuesto para despertar fervor por ese acto, es ya una razón de peso para que nos asomemos por encima de sus muros a ver qué ocurre allá adentro y qué provoca tal desafuero.

Razones para no asistir a clases

En algunas de las páginas de El Profesor, Frank McCourt se detiene a hablar con memorable brillantez de las notas de justificación por la no asistencia a clases que ha ido recibiendo en su carrera como maestro de escuela. A propósito de éstas, razona con despiadada ironía: “¿No es notable (…) cómo se resisten a cualquier tipo de tarea escrita, tanto aquí como en sus casas? Gimen y dicen que están muy ocupados y que es muy difícil escribir doscientas palabras sobre cualquier tema. Pero cuando escriben estas justificaciones son brillantes. ¿Por qué?”. El autor irlandés anota, y no creo que exagere, que tiene “un cajón lleno” de ellas y que “podrían formar parte de una antología de grandes justificaciones estadounidenses o grandes mentiras estadounidenses”.

Luego se da a la tarea de relacionar algunas de las razones que ha encontrado en aquellos breves textos a los que invariablemente antecede la voz de un padre o una madre apurados que sin ruborizarse pronuncian un “escríbela tú que yo la firmo”: los problemas familiares, calderas que explotan, techos que colapsan, incendios que arrasan manzanas enteras, bebés y mascotas que orinan sobre la tarea, inesperados nacimientos, ataques cardíacos, apoplejías, abortos, asaltos.

Como se puede ver, para nuestro querido autor rara vez las justificaciones corresponden a la realidad.

Pues nosotros también las hemos recibido muchas veces y leído con prisa o guardado para leer después, por lo cual no nos resultaría difícil hacer la antología personal de la que habla McCourt.

Pero viendo el lado humano de las cosas y partiendo de que no todas son apócrifas, en la mía no podría faltar una que me entregó un niño en cierta ocasión y que tal vez por su laconismo y el estremecimiento que me provocó, nunca se me ha borrado de la memoria.

La nota, escrita en un pedazo de hoja de cuaderno, hacía la siguiente confesión: “Profesor: Ayer no pude venir a clases porque amanecí triste”.

Carlos de la Hoz Albor

Educador y escritor. Trabajos suyos han aparecido en periódicos y revistas del país y en portales web. Ha publicado Una mosca que no deja dormir (Ediciones Letra por Letra, 2006), Cuaderno de apuntes (Ediciones Letra por Letra, 2014) y Un par de zapatos viejos sobre el techo de la escuela (Ediciones Exilio, 2021). En 2002 ocupó el Primer Lugar en el VIII Encuentro Distrital y III Regional de Ensayo Literario organizado por Editorial Norma y el Instituto Pestalozzi. En la actualidad se desempeña como Coordinador de Básica Primaria de la I.E.D. La Luz, de Barranquilla.