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Carlos Vives, un artista en diálogo permanente con la música colombiana y del Gran Caribe. Foto: El Tiempo.

“La ciudad de New Orleans se parece a Barranquilla”: Carlos Vives, Colombia y el Gran Caribe

por | Oct 4, 2023

Por Sergio Ospina Romero

Símbolo de colombianidad, la música  de Carlos Vives posee una vibrante y vigente conexión con el Gran Caribe. El siguiente texto, aparte del libro Carlos Vives: Caribe universal, de Editorial Uninorte, explora la carrera musical del cantante samario. 

(…) La música, el sonido y la trayectoria artística de Vives han sido un testimonio –y un recordatorio oportuno– del carácter caribeño de Colombia, más allá de la visión limitada y estereotipada de las “regiones naturales” del país; una visión en la cual la región Caribe acaba donde termina la costa y empieza el mar. La música, el sonido y la trayectoria del samario –por no hablar de los mundos de sentido que los han hecho posibles– también son un recordatorio de la vigente conexión del Caribe colombiano con el Gran Caribe, y de la persistencia del Caribe como un universo cultural profundamente diverso pero también singular e inconmensurable; un universo cultural legendario que persiste como tal a pesar de los embates incesantes del colonialismo –de ayer y hoy–, y cuya vitalidad musical nunca mengua.

Desde el comienzo –al menos desde el primer volumen de Clásicos de la provincia en 1993–, las canciones de Carlos Vives han estado llenas de referencias a Colombia y en especial a la costa Caribe colombiana: Urumita, Palenque, Pambelé, “El Pibe” (Valderrama), el frío de la Sierra, el beso del Magdalena. Pero afianzarse simbólica y sentimentalmente en lo “colombiano” para trascender hacia evocaciones del Gran Caribe (e incluso del continente) también ha sido una postura artística constante en el proyecto de Carlos Vives. Las menciones y las señales están por doquier en sus canciones: bembé africano, Guararé, “soy colombiano, sudaca, hispano, del tercer mundo continente americano,” y por supuesto, aquella proclama inolvidable en “Pa’ Mayte”: “soy pacífico, soy caribe”.

Pocas canciones son tan explícitas y contundentes con respecto a tal impulso transnacional como ‘Santa Marta – Kingston – New Orleans’, parte de un álbum gestado justamente desde el ánimo de transgredir fronteras musicales y geográficas: El rock de mi pueblo, de 2004. La canción describe un viaje imaginario a través del Caribe, partiendo de Santa Marta a bordo de un barco de la Flota Mercante Grancolombiana, que “al poco tiempo de navegar” llega a “Kingston, Jamaica”, luego a New Orleans, a orillas del río Mississippi, y, de regreso, pasa por Maracaibo y Barranquilla. Un viaje imaginario, soñado en medio de una siesta en el Parque Nacional de Bogotá, y justamente por ello, un viaje musical con pocos esencialismos. Un viaje a través del cual, en clave onírica, convive la cumbia con el zydeco y el rock and roll y se fragua un escenario propicio para tener “un vallenato en Luisiana”.

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Portada del libro recientemente publicado por Editorial Uninorte.

Tal convergencia de sentidos –tan ecléctica como la atmósfera musical que la acompaña– bien puede considerarse un ejemplo de una “audiotopía”, según el término que acuñó Josh Kun para dar cuenta de los momentos en que la música sirve para concebir utopías, en especial cuando se trata de reimaginar el mundo presente al desafiar las fronteras rígidas de los estados nacionales. El viaje narrativo y sonoro de ‘Santa Marta – Kingston – New Orleans’, al igual que buena parte de la producción musical de Carlos Vives, es transnacional, polifacético y hasta multilingüístico. Y es que así, justamente, es el Caribe. Hay un detalle al comienzo de la canción, aparentemente insignificante, pero trascendental a la hora de anunciar la audiotopía que viene por delante. Antes de que la música irrumpa, una de las personas en el estudio de grabación da la entrada a los músicos con el típico “conteo” de cuatro tiempos, solo que va del español al francés –o más bien un español afrancesado– y, al final, justo sobre el cuarto tiempo, la risa del propio Carlos Vives: “un, dos, trés [trois], ja ja ja”. Ni que decir del bilingüismo y el spanglish que domina el horizonte poético y emocional de ‘Carito’:

Carlitos don’t be like that, now listen to me, you will pay attention./
I need you to write in English, muy perfecto paragraph./
And tell me where did you learn, donde tu aprender to be tan coqueto./
Remember nada de fútbol until you finish the work you have./

La música que acompaña la letra de ‘Santa Marta – Kingston – New Orleans’ es, en esencia, un producto híbrido, fruto de la confluencia de diversos ritmos caribeños y guiños estilísticos relacionados con el reggae, el dancehall, zydeco, el gospel, el blues y el funk. Si algunos de estos nombres nos parecen más norteamericanos que caribeños, es culpa de las historias nacionales que suelen perder de vista que no solo buena parte de la música popular afroamericana de los Estados Unidos –incluyendo el jazz– hunde sus raíces en el Caribe y la diáspora africana, sino que la cultura de lugares como Nueva Orleans, desde sus orígenes y hasta el día de hoy, ha sido mucho más caribeña que “anglosajona”. Audiotopías como ‘Santa Marta – Kingston – New Orleans’ nos ayudan a imaginar mundos sin fronteras; son un buen recordatorio de las fuerzas culturales que le han dado forma a los universos sociales y musicales de los que somos parte. Y es que también canta Carlos Vives en la canción ‘Décimas’, del álbum Déjame entrar:

Se parece el mango al jobo, papayuela y fruta bomba.
La guama a la cañandonga, tamarindo y algarrobo.
La pitaya al torombolo y el melón a la patilla.
La uvita a la pimientilla, cohombro y calabacín.
Y la ciudad de New Orleans… se parece a Barranquilla.
Las tardes a las mañanas y Juancho Polo a Durán.
Y Cartagena a San Juan, Santo Domingo y La Habana.
Los llanos a las sabanas, a Santa Marta, Sevilla.
Y Taganga a Taganguilla, corraleja a San Fermín.
Y la ciudad de New Orleans… se parece a Barranquilla.

El estilo y el sonido de Carlos Vives son modernos por antonomasia. No tanto por la batería, la guitarra eléctrica o los ritmos inequívocamente rockeros aquí y allá, sino más bien por la forma en que el encuentro de sensibilidades musicales gestadas a lo largo de trayectorias artísticas distintas, hicieron posible un horizonte musical con pocos precedentes.

Como dije antes, la música de Carlos Vives se nutre primordialmente, en lo estilístico y lo simbólico, de elementos culturales relacionados con Colombia. Sin embargo, toda ella y casi todo el tiempo es un testimonio de diálogos incesantes con el Gran Caribe. Aquello es, sin duda, resultado de un interés y una búsqueda deliberada de parte de Vives y su equipo, así como un proceso inevitable, dada la historia cultural del Caribe colombiano forjada precisamente al tenor de tales diálogos casi desde tiempos inmemoriales. En ese sentido, no es descabellado comparar a Carlos Vives con otros músicos colombianos legendarios, como Lucho Bermúdez, percibidos a menudo como emblemas exclusivos de colombianidad, cuyas trayectorias artísticas y personalidades musicales fueron testimonio de diálogos hemisféricos de todo tipo.

La música de Lucho Bermúdez y la de Carlos Vives difieren en incontables aspectos dada su distancia en el tiempo y las audiencias que las abrazaron como suyas. Pero tienen varias cosas en común. Entre ellas, dos asuntos resultan especialmente reveladores: por un lado, la forma en que en sus respectivas épocas sirvieron de contrapeso y de referentes comerciales de colombianidad firmemente posicionados nacional e internacionalmente en momentos donde otras músicas transnacionales –como la salsa, el rock o el reggaetón– dominaban los escenarios de consumo. Por otro lado, el tipo de diálogos con el Gran Caribe que les son propios ponen en evidencia más un caso de autonomía cultural que de recepción pasiva de influencias musicales procedentes de otras latitudes. Quizás será por ello que, en medio de todas las cosas que se puedan decir de Lucho Bermúdez y de Carlos Vives, una de las apreciaciones más certeras es aquella de haber podido encontrar un sonido único y realmente propio. Y, en suma, que son más bien ellos y su música los que se han convertido en una influencia notable e inevitable para incontables músicos y escenas musicales a lo largo y ancho del continente.

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Un antiguo mapa de las Indias Occidentales, México y Nueva España.

La primera década del proyecto musical de Carlos Vives y La Provincia, en especial entre los álbumes La tierra del olvido (1995) y El rock de mi pueblo (2004), fue crucial para la definición de su estilo y de su sonido. Un estilo claramente reconocible y heterogéneo; un sonido marcado por múltiples interacciones, muchas de ellas tan mancomunadas que ponerlas juntas en una misma lista parecería redundante, aunque se trate de una yuxtaposición de elementos que forman un palimpsesto que, seguramente, no habría podido formarse de otro modo y que ya resulta muy difícil desentrañar. Interacciones entre lo local y lo global, entre lo urbano y lo rural, entre unas músicas y otras del Caribe colombiano, en especial entre el vallenato, la música de gaitas y el amplio firmamento de la cumbia; entre el pop y el rock, y entre estos y sonoridades vernáculas del país y el Gran Caribe; entre lo cachaco y lo costeño, cosa que alude, a su vez, a otras interacciones, como aquella entre el rock bogotano y el vallenato, reflejada tanto en los arreglos de las canciones como en los miembros de la banda; y, por supuesto, entre lo tradicional, lo cosmopolita y lo moderno.

Estilo y sonido son a menudo categorías intercambiables que apuntan a lo mismo: una identidad musical con vida propia, tributaria de muchas fuentes de inspiración, pero una fuente en sí misma. El estilo y el sonido de Carlos Vives son modernos por antonomasia. No tanto por la batería, la guitarra eléctrica o los ritmos inequívocamente rockeros aquí y allá, sino más bien por la forma en que el encuentro de sensibilidades musicales gestadas a lo largo de trayectorias artísticas distintas, hicieron posible un horizonte musical con pocos precedentes. Tal es el caso, sin duda, del encuentro que reunió a Mayté Montero, Teto Ocampo y Egidio Cuadrado, curiosamente, los tres personajes que aparecen dibujados en la carátula del disco La tierra del olvido, detrás de la estela de Carlos Vives. Además, y no como un asunto menor, se trata de una modernidad fraguada en el estudio de grabación y gracias al acceso a estándares internacionales en materia de efectos sonoros, afinación, técnicas de captura y mezcla, ingeniería, producción musical y masterización. Si el encuentro de la gaita, la guitarra eléctrica y el acordeón parecen evocar un nuevo paradigma de musicalidad, aquello es posible en virtud de la intervención de otro instrumento musical: el estudio de grabación (…)

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Sergio Ospina Romero

Profesor de musicología en la Universidad de Indiana. Es el autor de los libros Dolor que canta (2017), Fonógrafos ambulantes (2023) y Talking Machine Empires, y de varias publicaciones que han aparecido en libros, revistas y blogs de distintas partes del mundo, la mayoría acerca de la historia temprana del sonido grabado, el jazz o la música de América Latina y el Caribe.