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Plaza de la Carnicería, 1896, hoy plaza de los Coches. Colección Jaspe. Cortesía de la Fototeca Histórica Cartagena de Indias-UTB. 

No tan higiénicas, las ciudades colombianas de finales del siglo XIX tenían graves problemas en la provisión de servicios públicos. Solo a partir de 1941 Cartagena tuvo un acueducto eficiente.

En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades
un hedor apenas concebible para el hombre moderno.
Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores
apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban
a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas
a col podrida y grasa de carnero; los dormitorios a
sábanas grasientas, a edredones húmedos y al
penetrante olor dulzón de los orinales…

Patrick Süskind, El perfume

Si pudiéramos retroceder en el tiempo y caminar por las calles de los principales centros urbanos de fines del siglo XIX en Colombia, nos sorprendería la atmósfera pestilente y nauseabunda que se respiraba por la falta de higiene, a la que parecía estar habituada la población. La dificultad de las autoridades locales para proveer de servicios públicos a sus habitantes se debía a los bajos ingresos del municipio y el departamento, principales entes responsables de su provisión, lo que hacía más difícil su cumplimiento.

Los acueductos y la energía eléctrica, el telégrafo y el teléfono, fueron los primeros servicios con los que contó la población de mayores ingresos en las ciudades más grandes. En efecto, en el último tercio del siglo XIX, en algunas ciudades se instalaron plantas eléctricas para el alumbrado público de las principales calles, y se hicieron algunas instalaciones domésticas, con no más de tres bombillos, por el alto costo que tenía el servicio. En esos años también se construyeron acueductos muy precarios, que no trataban ni filtraban el agua, y tampoco la distribuían a toda la población.

Cartagena fue una de las ciudades que tuvo planta eléctrica desde fines del siglo XIX. La primera se inauguró en 1891, en el antiguo corralón de San Diego, pero en 1895 la caldera explotó destruyéndola. La nueva planta se inauguró en 1896 sobre el baluarte de Chambacú, con tres generadores que producían 120 kilovatios de energía para el alumbrado público. El servicio contaba con 80 suscriptores particulares.

Esta planta se fue deteriorando poco a poco en los años siguientes por falta de mantenimiento. Un testimonio de su deterioro se puede ver en el editorial del 5 de agosto de 1915 en el periódico El Porvenir, titulado “No tenemos luz”. El editorialista se refería al servicio como “defectuoso, malo, inadecuado”. Le faltaba potencia a la planta. Se quejaba el editorial de que “(…) los parques carecen de luz, los barrios extramuros se hallan sumidos en las más densas tinieblas, y las casas solo tienen bombillos en dos o tres habitaciones, mientras el resto de la casa permanece a oscuras”.

Los habitantes de Cartagena se habían acostumbrado a la dependencia del régimen de lluvias que durante más de 300 años había llenado sus cisternas, aljibes y casimbas del agua de consumo diario. Algunos baluartes en las murallas coloniales habían sido dotados de aljibes públicos, y las plazas de san Diego y de Getsemaní tenían pozos de los que se servía la población para las labores de limpieza de sus casas. Las recogidas en aljibes eran las aguas de beber y cocinar, y las de pozos las de asear. El historiador Eduardo Lemaitre Román decía que el casco urbano de Cartagena llegó a tener más de 700 aljibes.

El primer acueducto que tuvo Cartagena se inauguró en 1907, con tubería de hierro y teniendo como fuentes de agua los arroyos de Matute, que es una hacienda cercana a Turbaco, distante 13.35 kilómetros en línea recta del centro amurallado. La población de Cartagena totalizaba entonces 23.718 vecinos.

Este acueducto fue contratado en 1905 por el gobernador Henrique Luis Román Polanco, con el ingeniero inglés James T. Ford, con el privilegio exclusivo de su administración por espacio de 50 años. Ese mismo año el contrato fue traspasado a la Cartagena Water Works, una compañía inglesa que asumió todas las responsabilidades mientras estuvo en funcionamiento. Antes de 1920 ya la tubería estaba obstruida, por ser aguas no filtradas ni tratadas. No fue sino hasta 1941 que los habitantes de Cartagena pudieron disfrutar de un acueducto eficiente.

Un problema que afectaba a todos por igual era la acumulación y disposición de las basuras, porque en la mayoría de los centros urbanos de esa época no existía el servicio de recolección de desperdicios, que los vecinos arrojaban a las calles. Solo en las ciudades más pobladas, como Bogotá y Medellín, existían sistemas de recolección imperfectos.

En Bogotá, por ejemplo, hacia 1886, un contrato con un particular utilizaba para la recolección de basuras 25 carretas tiradas por mulos o bueyes, que recorrían diariamente la ciudad de casa en casa. La disposición final de las basuras estaba en un punto alejado de la ciudad, acordado con la Junta de Aseo y Ornato. Pero aunque el número de carretas recolectoras se había duplicado, aún así siempre resultaban insuficientes, por lo que más de la mitad de la población continuaba arrojando sus basuras caseras en los puentes, los solares, las bocacalles y las vías. Allí podían permanecer varios días, hasta que los gallinazos, las ratas y los aguaceros las dispersaban.

 

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Aljibe público sobre la muralla de La Tenaza. Autor Juan Trucco Mogollón, 1915. Cortesía de la Fototeca Histórica de Cartagena de Indias-UTB.

El estado sanitario de Cartagena en el siglo XIX era realmente lamentable. Las murallas y las fortificaciones, que los cartageneros de fines del siglo veían como un estorbo, se encontraban en un estado de total abandono, cubiertas de maleza y convertidas en las letrinas del pueblo bajo, y también del alto, porque allí mandaban a vaciar sus bacinillas y sus basuras, sin que por otra parte se dispusiera de recursos para limpiarlas, repararlas y vigilarlas.

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Foso del fuerte de San Fernando, en Bocachica (Isla de Tierrabomba). Autor Juan Trucco Mogollón, 1915. Cortesía de la Fototeca Histórica de Cartagena de Indias-UTB.

La construcción de servicios de alcantarillados y de desagües fueron postergados en casi todas las ciudades colombianas hasta mediados del siglo XX, seguramente porque eran tecnologías muy costosas para un país pobre. Una de las quejas reiteradas de los médicos higienistas bogotanos de fines del siglo XIX, era la extendida costumbre que había entre el pueblo masculino de excretar y orinar en público; las calles, los riachuelos y hasta las huertas de las casas estaban convertidas en letrinas. No era común que hubiese retretes públicos ni excusados en las casas. Estos, cuando existían, eran tan elementales e ineficientes que contribuían a la fetidez inevitable que emanaba de las rejillas de las alcantarillas.

El estado sanitario de Cartagena en el siglo XIX era realmente lamentable. Las murallas y las fortificaciones, que los cartageneros de fines del siglo veían como un estorbo, se encontraban en un estado de total abandono, cubiertas de maleza y convertidas en las letrinas del pueblo bajo, y también del alto, porque allí mandaban a vaciar sus bacinillas y sus basuras, sin que por otra parte se dispusiera de recursos para limpiarlas, repararlas y vigilarlas.

Una de las zonas que se encontraba en el mayor estado de postración estaba detrás del lienzo de muralla que iba desde la Boca del Puente (Reloj Público) hasta el baluarte de San Pedro Mártir. Es decir, la muralla que estaba al frente de La Matuna, que entonces era una ciénaga de poca profundidad, que llamaban el caño de la Matuna. Toda persona que transitara por esa zona debía llevarse el pañuelo a la nariz. Esto se debía a que los desagües y las basuras de esa parte de la ciudad, con las lluvias y las mareas altas corrían hacia el desnivel natural del caño de la Matuna, y pese a que habían unos canales de desagüe al pie de la muralla para su evacuación, estos eran insuficientes, y se tapaban con frecuencia. El resultado era que las murallas represaban en ese lugar gran cantidad de aguas con toda clase de inmundicias.

Con la apertura del Canal de Panamá, en 1915, el saneamiento del puerto se convirtió en un asunto prioritario para las autoridades. Por eso convinieron en derribar el lienzo de muralla frente al caño de la Matuna, con sus baluartes de San Pedro, San Pablo y San Andrés, con el doble propósito de permitir la expansión de la ciudad y sanearla, rellenando con los escombros el caño de La Matuna para poder urbanizarlo en el siglo XX.

Otros dos puntos críticos de la ciudad eran el matadero, convertido en expendio de carne, próximo a la Boca del Puente, seguido de un puesto de venta de pescado que quedaba en un pasadizo a través de la muralla, conocido como ‘el hoyo del pescado”. Hasta ese punto llegaban los botes con la pesca del día. El tripaje de los pescados y la sanguaza de la carnicería cubrían el suelo, contribuyendo a la pestilencia de la zona.

Por último, por si todo esto fuera poco, contiguo al hoyo del pescado había un tendal, sobre la plaza de los Coches, conocido como “el portal de los burros”, que no era otra cosa que un estercolero. Al comenzar el siglo XX, el saneamiento de la ciudad se había convertido para los cartageneros de esa época en un problema de grandes proporciones.

 

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Boca del Puente, entrada principal de la ciudad. Aprox. 1880. Cortesía de la Fototeca Histórica Cartagena de Indias-UTB.

Las primeras intervenciones del Estado en servicios públicos ocurren durante la primera administración del presidente Alfonso López Pumarejo, 1934-1938. Consistió en la colaboración del presupuesto del Estado en el abastecimiento de agua potable en proporción directa al tamaño de la población y de los recursos del departamento.

Este período del cambio del siglo XIX al XX que acabo de describir es una fase de transición por la que atraviesan las ciudades más grandes, en la que los servicios son locales, no cubren la totalidad de la población, son por lo general ineficientes, provistos por agentes privados y contratados por las autoridades locales generalmente con compañías inglesas o norteamericanas.

Los primeros servicios en ser instalados en las dos últimas décadas del siglo XIX fueron, como ya se dijo, las plantas eléctricas, los acueductos, los telégrafos, los teléfonos y las sedes de mercados públicos. Se trataba generalmente de servicios suministrados por capitales privados bajo concesión municipal, debido a la pobreza de los ingresos fiscales de los municipios y la poca familiarización que existía con la tecnología, lo que obligaba a la contratación de compañías extranjeras.

En estos contratos no está presente el Estado, que delega su responsabilidad en los municipios y departamentos. Existía una débil regulación con metas de cumplimiento que no se cumplen, y generalmente el servicio se prestaba en las ciudades de mayor crecimiento demográfico y desarrollo económico.

En las décadas de 1910 y 1920 el gasto público en Colombia estuvo más orientado hacia la inversión en infraestructura de transporte, puesto que la principal preocupación del Estado era la integración territorial. Las primeras intervenciones del Estado en servicios públicos ocurren durante la primera administración del presidente Alfonso López Pumarejo, 1934-1938. Consistió en la colaboración del presupuesto del Estado en el abastecimiento de agua potable en proporción directa al tamaño de la población y de los recursos del departamento. Una vez terminadas las obras y canceladas las deudas contraídas, los acueductos pasaban a ser administrados por el municipio, con control de tarifas del Ministerio de Obras.

Es entre las décadas de 1930 a 1950 cuando tiene lugar una toma de conciencia de parte del gobierno central sobre el carácter de función social que tiene la prestación de estos servicios. Este nuevo enfoque hace posible la creación del Fondo de Fomento Municipal, así como la del Instituto Nacional de Fomento Municipal (Insfopal), para poder solventar los problemas de financiación.

El problema fundamental estaba identificado: las rentas de la administración municipal eran insuficientes, y también lo era la ayuda brindada por el departamento y la nación. De acuerdo a los consejos de la Misión Currie y del Banco Mundial, las inversiones en agua y alcantarillado debían triplicarse para poder alcanzar niveles adecuados de cubrimiento poblacional y llenar las carencias acumuladas. Es también en la década de 1950 cuando se organizan en las ciudades más grandes las Empresas Públicas Municipales que van a canalizar mayores recursos de inversión en los servicios públicos.

María Teresa Ripoll Echeverría

Historiadora. Docente de la Universidad Tecnológica de Bolívar en Cartagena.