Gabriel Garcia Márquez y Fidel Castro, una relación de décadas enmarcada en una era de la izquierda latinoamericana. Foto: La Tercera.
En América Latina necesitamos más historias en las que ganen los buenos, en las que las instituciones funcionen, en las que la violencia sea contenida.
Dictaduras, despojo, abusos, crimen, pobreza, abandono estatal, revictimización: el cine latinoamericano es un espejo de las formas de violencia que nos azotan, de la resistencia de las comunidades, de la fragilidad de las instituciones, y de la forma como actúan villanos, héroes o ciudadanos de a pie. Una lectura desde la filosofía política de seis piezas cinematográficas recientes: Los reyes del mundo (Laura Mora, 2022), Noche de fuego (Tatiana Huezo, 2021), Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022), El caso Padilla (Pavel Giroud, 2022), El suplente (Diego Lerman, 2022) y Colonia Dignidad (Cristian Leighton, 2021) permite encontrar líneas comunes y discontinuas de un pasado que no pasa que intentamos comprender y acaso expiar.
Un pasado que no pasa
Cualquier visión general sobre la cultura popular latinoamericana destacará la pobreza, la desigualdad y el fútbol. Y claro, la sombra de las dictaduras del Cono Sur, especialmente la chilena (1973-1990) y la argentina (1976-1983), que obtuvieron notoriedad internacional porque sus procesos de justicia transicional jalonaron la conciencia humanitaria que se instaló en la cultura política occidental a finales de los ochenta y comienzos de los noventa. Las producciones Argentina, 1985 y Colonia Dignidad –también hay una película de 2016– son dos recordatorios de que los efectos de ambas dictaduras persisten en el tiempo.
Pero en términos de duración y ostracismo, la que se lleva todos los premios es la dictadura cubana. Que 65 años después no pocos políticos, intelectuales y académicos de la región tengan el imaginario de que la isla es una democracia popular (a pesar del unipartidismo o de la represión de las protestas de 2019) y que los logros sociales hagan pasar por alto la ausencia de libertades es elocuente de la persistente fascinación latinoamericana con la idea de Revolución. Tzvetan Todorov recuerda que, de cara a la revolución bolchevique, la escritora rusa Nadezhda Mandelstam advertía que “el papel determinante del doblegamiento de los intelectuales respondió no al miedo o a la corrupción (aunque ni el uno ni la otra faltaron), sino a la palabra ‘revolución’, a la que no querían renunciar bajo ningún concepto”.
El caso Padilla es un recordatorio, austero y sin las estridencias ideológicas de algunos exiliados floridanos de un episodio que partió en dos la historia del régimen castrista y la de los intelectuales latinoamericanos: la autocrítica pública de Heberto Padilla en 1971 tras ser liberado de las mazmorras habaneras. El documental muestra el modo como el poeta se desdice públicamente de su novela En mi jardín pastan los héroes y de sus críticas a las costuras autoritarias del régimen. Y como si lo anterior no fuera suficientemente humillante, Padilla pronuncia una sobreactuada elegía de la revolución, muestra una y otra vez su arrepentimiento y denuncia uno a uno a sus colegas, testigos mudos de un juicio orquestado por la seguridad del Estado en el que a media noche el poeta actúa como verdugo y víctima a la vez.
Las imágenes de aquella escenificación de guion estalinista y ambiente caribeño solo estuvieron disponibles al público en 2022 en el documental de Pavel Giroud. Allí contrasta la valentía moral de Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Juan Goytisolo, Jean Paul Sartre y Hans Magnus Enzensberger (quienes le enviaron a Fidel sendas cartas apoyando a Padilla y protestando contra la censura del régimen) con la ‘filotiranía’ de la que nunca se despojó Gabriel García Márquez. Padilla sobrevivió un tiempo a la tiranía y huyó al exilio donde siguió escribiendo. Fue un héroe trágico.
El caso Padilla es, al lado del juicio a las Juntas en Argentina y el desmantelamiento de la Colonia Dignidad –una secta religiosa de origen alemán en el que se abusaron niños y torturaron presos políticos en el sur de Chile–, son tres expresiones del pasado dictatorial que no pasa. Y no pasa por los efectos de sus atrocidades, pero también porque la justicia esquiva, la verdad incompleta y la reparación tardía han sido insuficientes. ¿Cuánta dosis de verdad, justicia y reparación necesita una sociedad para exorcizar su pasado violento? ¿Es suficiente una narrativa heroica para resignificarlo? Argentina, 1985 y Colonia Dignidad sugieren que sí. El caso Padilla, por el contrario, muestra que la realidad es implacable y despierta a los fantasmas del pasado presente.
La espiral de la melancolía y la resistencia
Los reyes del mundo y Noche de fuego recuerdan el neorrealismo italiano y su apuesta estética por mostrar la realidad social tal y como es, sin edulcorarla, contando historias de la calle que no siempre están protagonizadas por héroes cuya épica nos ayuden a dormir tranquilos. Por eso, incomodan, perturban, pero sobre todo, cuestionan: ¿por qué la desigualdad, la pobreza y el abandono hacen parte de nuestro paisaje moral? ¿Dónde están el Estado, las instituciones y sus agentes cuando los ciudadanos están a merced de los criminales? ¿Por qué vivimos de espaldas a esta realidad ensordecedora?
Es elocuente que ambas producciones tengan una relación tangencial con la ciudad, y el campo no sea el puerto de salida sino el destino elegido, lo cual contradice la avasalladora tendencia urbanística en la que vivimos. Aunque Noche de fuego no tiene vinculación con la ciudad, los narcos que irrumpen con sus camionetas, armas y actitud desafiante parecen provenir de un centro urbano, y entran como amos y señores en el pueblo periférico en el que transcurre la cinta, pasando por encima de la policía local. Sin embargo, en Los reyes del mundo, la historia comienza en el centro de Medellín con cinco jóvenes marginales que lo eran en la vida real (Rá, Sere, Culebro, Winny y Nano). El contraste lo aportan los bajos del viaducto del Metro, es decir, el desarrollo y la marginalidad son capturados en una misma imagen, el primero y el tercer mundo conviven como sucede en cualquier urbe latinoamericana.
¿por qué la desigualdad, la pobreza y el abandono hacen parte de nuestro paisaje moral? ¿Dónde están el Estado, las instituciones y sus agentes cuando los ciudadanos están a merced de los criminales?
Otro contraste elocuente es que, en ambas, los paisajes de la Sierra Gorda de Querétaro y del Bajo Cauca antioqueño son bellos, las montañas majestuosas, el aire puro y las flores abundantes. Pero también son un recordatorio de que aquellas gentes pueden ser huéspedes pero no propietarias. Hay, por supuesto, otro contraste abismal: entre el afuera y el adentro: la majestuosidad de las montañas se combina con la austeridad de los ranchos, la comida justa y los enseres rudimentarios. Políticamente hablando, el mensaje más potente de ambas es el de la ausencia de Estado de un lado y la romantización de la resiliencia, del otro.
En ambas, los narcotraficantes son representados como criminales oscuros que triunfan pues se llevan a las niñas del pueblo mexicano para sus filas o logran imponerles tácitamente la extraña costumbre de cortarse el pelo para que parezcan niños. Mientras que, en la película colombiana, los empleados de los dueños de aquellas tierras (que nunca se sabe quiénes son) que Rá y sus amigos pretenden tomar en posesión, intimidan a los incautos reclamantes, quienes comprobarán que en aquellos parajes macondianos no basta tener una sentencia judicial bajo el brazo para hacer valer un derecho. Así, la ineficacia del derecho es el corolario de la ausencia estatal.
La otra cara de la impotencia estatal es la romantización de la resiliencia. Ciudadanos desprotegidos y empobrecidos sobreviven, y encuentran en otros el apoyo para hacerlo, develando un sentido de comunidad extraño para quienes vivimos en la ciudad. Y digo que se romantiza porque ambas cintas formulan un presente que no solo es pasado sino también futuro. Es decir, no se vislumbra una ruptura del círculo pobreza-desigualdad-abandono, sino más bien, un reforzamiento o un agravamiento del mismo: Rá no solo es el nieto de una desplazada por la violencia, sino que luego de su osadía de pretender hacer valer su derecho a una porción de tierra en una zona anómica se convierte en víctima directa. Asimismo, Ana no solo es la hija de Rita, una mujer atemorizada, sino que también se convierte en víctima del poder del narco. Al final, como en El ladrón de bicicletas, nos quedamos con la desazón de que allí no solo hay héroes trágicos sino también víctimas anónimas. Así, el pasado que no pasa produce pesimismo y melancolía, lo opuesto de la esperanza que busca despertar la resistencia romantizada del documental Mi país imaginario, sobre el estallido social chileno.
Acemoglu y Robinson han mostrado que las sociedades no tienen que elegir entre autoritarismo o resistencia, pues las libertades y los modos de vida florecen precisamente en el espacio que se abre entre un Estado fuerte y eficiente –sin zonas vedadas, para empezar– y una sociedad movilizada y empoderada que reclama sus derechos –que no tenga que hacer de las formas de resistencia un destino–.
Tres filmes actuales latinoamericanos con diferentes temáticas y una sola realidad: la violencia y el abandono estatal en la región.
Un fiscal y un profesor rompen el hechizo
¿Qué explicación se puede encontrar a que unas películas transmitan melancolía mientras otras susciten la esperanza de que se puede romper el hechizo del pasado que no pasa? Argentina, 1985 y El suplente aportan algunas pistas. Las dos parten de hechos dramáticos: la primera, el final de la dictadura militar y el modo como una sociedad afronta las revelaciones del terrorismo de Estado. La segunda, el reto que afronta un profesor de literatura de un colegio público del conurbano bonaerense que debe convencer a sus alumnos de que aunque la literatura no sirva para nada práctico, vale la pena estudiarla, para lo cual no solo tendrá que darles buenas clases sino ayudar a que al menos uno de ellos no caiga en las garras de los traficantes locales.
Ambas cintas rompen con la espiral de melancolía signada por las violaciones de Derechos Humanos en un caso y el abandono estatal y la desigualdad, del otro. Las dos se permiten bromas, no solemnizan. Mientras el subtítulo de la película del profesor anticipa su apuesta ética –“Nadie se salva solo”–, la clave de la cinta que recrea el famoso juicio a las juntas militares, fue, según su director Santiago Mitre, mostrar no solo la crueldad de la dictadura sino además contar un hecho fundacional de la democracia de un modo irreverente. Y en efecto, hay algo de irreverencia, idealización o mito –dirán los escépticos–, en no dramatizar en exceso cuando se cuenta una historia de desaparecidos y torturados cuyo clímax emocional es el parto de una mujer detenida mientras va en el asiento trasero de una patrulla policial. Dos hombres medios, el fiscal Julio César Strassera (Ricardo Darín) y el profesor Lucio (Juan Minujín), puestos ahí por el azar, pero que cumplen una función que redime a otros y así encienden una luz de esperanza colectiva. En el papel que juegan el fiscal y el profesor, cumpliendo su deber a pesar de las circunstancias adversas, el pasado tiene una oportunidad de transformarse y de no tener la última palabra. Ambos son héroes reticentes.
La taquillera cinta sobre el juicio a las Juntas despertó un amplio debate público sobre su rigor histórico y su tratamiento –idealizado en unos casos, minimizado en otros– de ciertos personajes. Branko Milanovic sostuvo que estaba llena de clichés y evitaba que el espectador se hiciera preguntas incómodas sobre el lugar en que habría estado si hubiera vivido en una sociedad connivente con los salvadores de la patria o en el de los héroes que los juzgaron y los convirtieron en villanos para el resto del mundo, y qué decisiones habrían tomado. El periodista Esteban Hernández le replicó planteando un argumento persuasivo: “Los finales felices son particularmente necesarios en nuestra época, y más todavía si se trata de películas políticas. Nos hacen falta porque en la vida no ocurre así, y porque el sentimiento dominante en nuestra sociedad está imbuido de cierto fatalismo”. Y en efecto, el cine puede retratar la realidad, ayudarnos a plantearnos preguntas difíciles, invitarnos a mirar los claroscuros, visibilizar a los perdedores y a quienes resisten. Y ciertamente necesitamos más cintas que denuncien, que incomoden, que recuerden que convivimos con pasados que no pasan. Pero así como los buenos no ganan siempre, tampoco lo hacen los malos. Un final feliz nos permite volver a casa convencidos de que habríamos tomado las decisiones éticas correctas, dice Hernández. Un argumento que, mutatis mutandi, explica el rotundo éxito de La sociedad de la nieve, la película española sobre los 29 jugadores uruguayos que sobrevivieron en la Cordillera de los Andes 72 días luego de que se estrellara el avión en que viajaban.
En América Latina necesitamos más historias en las que ganen los buenos, en las que las instituciones funcionen, en las que la violencia sea contenida, en las que los ciudadanos cumplan su deber y acaten la ley; historias de héroes discretos, reticentes o ciudadanos medios en las que la rabia, la frustración o la melancolía no siempre tengan la última palabra.
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Iván Garzón Vallejo
Profesor investigador senior, Universidad Autónoma de Chile. Su más reciente libro es: El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Crítica, 2022). @igarzonvallejo