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Hazel Robinson, voz literaria imprescindible para la memoria del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Foto: archivo personal.

Una reseña de Los cinco delantales de mi abuela, libro de la escritora sanandresana.

Sesenta años después de su irrupción promisoria en las letras nacionales como cronista de El Espectador, seguida por cuatro décadas de silencio literario que culminaron con la publicación de sus tres novelas No give up, Maan¡ (2002), Sail ahoy!!! (2004) y El príncipe de St. Katherine (2009), sobre la vida del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, Hazel Robinson vuelve a la luz de la edición reuniendo cinco textos relativamente breves en los que se integran géneros diversos que van de la autobiografía al cuento al perfil periodístico a la crónica, unidos por una intención común: recordar sucesos fundamentales en la historia de las islas, dignos de permanecer en la memoria de sus paisanos raizales y del país entero, y mostrar el rostro real de una región periférica que solo ha recibido del gobierno central promesas y abandono.

Como el mar que por momentos sube y se apropia de ciertos lugares de la isla de los cuales después vuelve a retirarse o semejante a los pájaros que llegan desde octubre y permanecen hasta la Navidad, para luego emprender de nuevo la errancia de su vuelo, Los cinco delantales de mi abuela revelan un doble movimiento en relación con su obra anterior: una consistente continuidad y un cauteloso cambio, en los motivos, temas y perspectivas.

Por un lado, se reiteran ciertos elementos obsesivos que confieren singularidad al orbe narrativo de Hazel. En primer lugar, el espacio que pese a incluir unas escenas en Austria, retorna a los ámbitos habituales de los habitantes de la isla —el colegio, las casas de familias ricas o pobres, la iglesia, los barrios (La Loma y San Luis), los arrecifes, la bahía—, siempre en relación con territorios extranjeros vecinos donde permanecen familiares por visitar o se consigue trabajo: Colón, Boca del Toro, Bluefields o Jamaica.

En contraste con los 27 kilómetros cuadrados del espacio, el tiempo que enmarca los sucesos abarca una vasta extensión que se remonta a la época de los piratas vendedores de esclavos africanos y los puritanos ingleses que arribaban a la isla en busca de refugio; pasa por la abolición de la esclavitud (acompañada de sucesos maravillosos en la naturaleza y en los cuerpos: encanecimientos súbitos, gallinas que ponían dos huevos, campanas que sonaban solas, niñas que lloraban en el vientre de la madre) y el reparto de las tierras; se detiene en los comienzos del siglo XX, cuando todo giraba alrededor del precio del coco y los barcos de Estados Unidos con su dólar fuerte y la isla vive su momento de bonanza y esplendor que desaparecen por la plaga de la cochinilla la cual trae consigo la caída de la exportación y los robos (como el del primer banco); y culmina en la llegada de los globos de colores del Puerto Libre con su hojarasca de recién venidos que convirtió a los raizales en extranjeros en su propia tierra al imponerles otro idioma, una religión diferente y un nuevo sistema de valores puesto de manifiesto, entre otras cosas, en la relación interesada con el paisaje, las celebraciones, los bailes, la alimentación, la construcción de las casas y la manera de vestir, es decir, el fin de ritos y tradiciones arraigados en el pasado insular.

Reaparecen asimismo en estos textos ciertos personajes claves en la narrativa de Hazel como la solterona Tante Friday, el enigmático príncipe Timgen, los veteranos capitanes de barco y las arquetípicas mujeres transgresoras como la la abuela Kate, opuesta a ciertos rituales religiosos (la confesión, los besos a los pies de la imagen de Cristo), comerciales (el sistema de compra a crédito) o cotidianos (el saludo con beso, hablar en castellano, contar los sueños para apostarle a la lotería, bañarse los domingos en el mar) y la incansable y fecunda Foot que levanta a sus hijos con las uñas sin aceptar de gratis la ayuda de nadie.

Si bien se respira un aire de nostalgia en estos textos centrados en la vida doméstica de un San Andrés que se va (o se fue), el anterior al Puerto Libre (sin carreteras, con sus botes y caballos, las ropas hechas de la tela de las bolsas de harina, las mujeres descalzas, la conciencia de ser descendientes de los ingleses, los terrores ancestrales de la separación por la venta o traslado a otros lugares, las curaciones con vegetales, las vejigas de puerco, los funcionales neceseres, las modistas locales, los bizcochos de matrimonio, la mantequilla providenciana, la leche Carnation, las latas de Klim, las lámparas de kerosene, los himnos protestantes cantados a capella y los tambores que resuenan en las noches de luna entre la espesura del monte con acompañamiento de maracas y quijada de burro), la narradora no se desprende de la matizada indignación que no se rinde ante la adversidad y denuncia las tensiones étnicas, religiosas, lingüísticas, políticas, culturales, educativas, arquitectónicas, laborales y sociales que han hecho de la ilusión ilimitada del Puerto Libre una amarga herida, una bofetada inolvidable.

En contraste con los 27 kilómetros cuadrados del espacio, el tiempo que enmarca los sucesos abarca una vasta extensión que se remonta a la época de los piratas vendedores de esclavos africanos y los puritanos ingleses que arribaban a la isla en busca de refugio; pasa por la abolición de la esclavitud (acompañada de sucesos maravillosos en la naturaleza y en los cuerpos: encanecimientos súbitos, gallinas que ponían dos huevos, campanas que sonaban solas, niñas que lloraban en el vientre de la madre) y el reparto de las tierras; se detiene en los comienzos del siglo XX, cuando todo giraba alrededor del precio del coco y los barcos de Estados Unidos con su dólar fuerte.

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Portada del libro de Hazel Robinson.

Pero si bien se reiteran ciertos elementos narrativos, en estos textos la autora introduce interesantes cambios reveladores de su versatilidad y renovadores de su orbe verbal. Mencionaré algunos como la aparición sutil del humor, antes casi ausente, presente ahora, sobre todo, en la visión de extrañamiento del San Andrés de principios del siglo pasado, desde la perspectiva de un violín que venía de convivir con la aristocracia europea y al llegar a la isla, pese a salvarse milagrosamente del basurero público, padece una sucesión de degradaciones (es usado como bate de béisbol, tambor ambulante, guitarra enana, y garrote para espantar gatos), o en el tono medio socarrón con el que la autora, desde la madurez, evoca en primera persona dolorosas experiencias de su infancia (injusticias, castigos), sin incurrir en la sensiblería ni patinar en el patetismo.

Por otra parte, la destreza técnica alcanzada por la autora, le permite convertir a objetos hasta cierto punto comunes —un camafeo, una caja fuerte de hierro, cinco delantales, una máquina Singer, un violín Stradivarius, una muñeca alemana de celuloide, un ojo de buey rescatado de un naufragio, el caracol pregonero, los barcos de papel hechos con las hojas de los catálogos de Sears o un plato pintado— en un sistema de símbolos que encarnan la historia íntima del archipiélago, su épica y sus fracasos.

Los cinco textos de Hazel Robinson reunidos en este libro confirman el don natural del relato de esta vigorosa narradora sanandresana que no sólo sabe mantener en suspenso al lector mediante el intenso entrelazamiento de los elementos de la trama, sino que asimismo, gracias a la profunda capacidad reveladora y al poder de persuasión de su prosa, nos muestra la otra cara del paraíso que, en relación con el archipiélago, suelen difundir las antiguas tarjetas postales, las revistas de los aviones y los folletos turísticos. De esa manera el lector accede, de un modo por demás agradable o placentero, al doloroso y complejo conocimiento de las vidas pública, privada y secreta de los isleños, que los colombianos, acostumbrados a atender solo a la situación local o personal y siempre insolidarios con el resto del país, ni siquiera sospechamos.

Ariel Castillo Mier

Licenciado en Filología e Idiomas de la Universidad del Atlántico, magíster en Letras Iberoamericanas en la UNAM, de México, y doctorado en Letras Hispánicas en El Colegio de México. Profesor de la Universidad del Atlántico.