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Nora Gómez Demetrio, una gitana de 58 años, camina por las calles de Sabanalarga con sus hijas Sharon y Patricia, también gitanas, y su nieto Alejandro. Foto: Jesús Rico.

19 familias gitanas viven en el municipio atlanticense de Sabanalarga agrupados en una de las once “Kumpanias” reconocidas por el Estado colombiano. Contexto visitó a esta comunidad que lucha por preservar su identidad en tiempos de pandemia.

Para el pueblo gitano asentado en el Caribe colombiano la primera gran pandemia del siglo XXI será recordada como uno de los episodios más tristes de tiempos recientes. Durante el último año no solo las necesidades económicas tocaron las puertas de la kumpania de Sabanalarga, Atlántico, donde habitan 19 familias del pueblo ROM, sino que también perdieron a uno de sus miembros más importantes a causa de la COVID-19.

El virus cobró repentinamente la vida de Pedro Martín Aguad, esposo de Nora Gómez Demetrio, una gitana que llegó a este municipio de la zona céntrica del departamento en 1970, a la edad de siete años. Nora es madre de cinco hijos que conservan, defienden e imparten las tradiciones de este pueblo cuya inmigración al actual territorio colombiano puede rastrearse en el siglo XIX, en tiempos de la República de la Nueva Granada. Casi dos siglos después, los gitanos se resisten a desaparecer y a desligarse de sus usanzas.

A sus 58 años, Nora recuerda los inicios de la pandemia a medida que su semblante se va invadiendo de una profunda tristeza que contrasta su vestimenta de pañoleta de colores vivos en su cabello, vestido largo de colores y prendas doradas en su cuello que reflejan de la alegría y el desparpajo de la cultura romaní.

“Además de la muerte de mi esposo en plena pandemia tuve que vivir en carne propia cómo la mayoría de las 60 personas de las 19 familias que somos parte de la kumpania de Sabanalarga aguantábamos hambre durante los meses de confinamiento”, afirma mientras comparte una taza de tinto con quienes visitan su casa, una tradición que aunque parece bastante colombiana es también gitana.

Con voz recia afirma que el pueblo gitano de Sabanalarga, único reconocido en el departamento por el Estado colombiano, no recibió ayudas de ningún tipo durante la pandemia y fueron excluidos de las entregas de los mercados que llegaban al municipio provenientes de la Gobernación o a través de las entidades nacionales.

No obstante, con fondos de la kumpania que en un principio estaban destinados a otras actividades, las 19 familias lograron alimentarse mientras la cuarentena estricta se extendía semana tras semana entre 2020 y principios de 2021.

 

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La iglesia de San Antonio de Padua, en Sabanalarga. Los gitanos se consideran monoteístas y temerosos de Dios. Creen que cuando mueren van al cielo y lo malo que hagan en vida lo pagan los hijos.

Gitanos en el trópico

La historia del pueblo gitano es una incógnita desde su génesis. Aunque en los libros de historia se habla de que provienen de pueblos de la India, los gitanos más longevos y sabios afirman que proceden de Belén, tierra en la que nació Jesús de Nazareth.

Aunque al territorio colombiano el pueblo ROM entraría en distintas oleadas, la más notoria fue la de 1940, cuando gitanos que huían de la Segunda Guerra Mundial llegaron a nuestro país por Venezuela y poblaciones cercanas al Mar Caribe. Muchos de ellos cambiaron sus nombres por temor a ser perseguidos.

Al departamento del Atlántico llegaron en caravana a mediados de la década de 1940 y se asentaron en grandes carpas a un costado de la carretera de las áridas tierras de Sabanalarga, pueblo de tradición ganadera que en romería se aglomeraban sorprendidos al ver los trajes, usanzas y miradas profundas del pueblo nómada; una situación que de manera similar ficcionó nuestro Nobel Gabriel García Márquez en Cien años de Soledad, cuando la llegada de los gitanos, liderados por el sabio Melquiades fascinó a los habitantes de Macondo con los inventos que llevaban, como el hielo y el imán.

En este grupo de gitanos se encontraba Maruja Gómez Demetrio, una gitana nacida en Palestina que se enamoraría en Cúcuta de Alfonso Gómez, también gitano procedente de España. Se casaron y recorrieron gran parte del territorio colombiano, viviendo por temporadas en Bucaramanga, Sucre, César, Magdalena y Atlántico.

Aunque al territorio colombiano el pueblo ROM entraría en distintas oleadas, la más notoria fue la de 1940, cuando gitanos que huían de la Segunda Guerra Mundial llegaron a nuestro país por Venezuela y poblaciones cercanas al Mar Caribe.

Del matrimonio nacerían nueve hijos con marcada tradición gitana, muchos de los cuales se quedarían viviendo en la región Caribe. Uno de esos hijos es Nora Gómez Demetrio, quien rompió la tradición al casarse a los 16 años con el libanés Pedro Martín Aguad, un gadzhé, como se les dice a las personas “particulares” o no gitanos, luego de un periodo de aceptación por parte de la familia y juicio por sus propias leyes, en las que está establecido que una mujer solo debe casarse con un miembro del pueblo gitano.

De acuerdo al último Censo del Dane, en Colombia existen 11 kumpanias en todo Colombia, conformadas por 2.649 gitanos. Aunque en el censo realizado en 2005 se hablaba de más de 4.850 personas pertenecientes a la comunidad ROM, la entidad explica que la reducción en esta minoría étnica se debe a que en 2005 personas no reconocidas por las organizaciones gitanas se autorreconocieron como tales, debido a algún tipo de identificación con la palabra o cultura gitana.

Entre las vicisitudes que han tenido que atravesar los gíranos en Colombia está la marginación y amenazas de grupos al margen de la ley. En 2001 el pueblo ROM se convirtió en víctima del conflicto armado, cuando grupos al margen de la ley les impedían vender sus mercancías y los obligaban a abandonar, con amenazas de muerte, sus puestos.

Solo en 2011 la Unidad de Atención Integral a las Víctimas expidió el decreto 4636 de 2011, en el que se dictaron medidas de asistencia, reparación integral y restitución de tierras a las víctimas pertenecientes al pueblo gitano. El decretó empezó a regir en 2013 pero, a la fecha, no se ha completado el proceso de reparación colectiva.

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Nora, que perdió a su esposo a causa de la COVID-19, había roto la tradición gitana al casarse con un gadzhé, como se le conoce a las personas «particulares» o no gitanas. Foto: Jesús Rico.

Adaptarse para sobrevivir

Desde hace décadas la gran mayoría del pueblo ROM, que se describen como monoteístas y temerosos de Dios, se dedican a la talabartería, es decir, a la fabricación de objetos y prendas con cuero, principalmente sillas de caballo. Las mujeres también practican la quiromancia, o lo que se conoce popularmente como la lectura de la palma de la mano.

Sharon Aguad, representante legal de la kumpania del Atlántico, explica que el pueblo gitano ha perdido muchas de sus costumbres como su condición de nómadas para adaptarse a las prácticas del “pueblo particular” y así sobrevivir.

Es por esto que en Sabanalarga muchos gitanos también se dedican a otros oficios como el mototaxismo o la venta de minutos. También, aunque la cultura gitana no obliga a los niños a ir a la escuela, desde hace décadas los nacidos como gitanos asisten a distintos colegios y universidades. Muchos han obtenido títulos como profesionales, por lo que la comunidad gitana cuenta con docentes y abogados.

Sin embargo –indica Sharon, gitana de 38 años–, las costumbres al interior de la familia se siguen preservando, como la lengua romaní, que, aunque no es escrita, se aprende antes de los cinco años de edad. También su gastronomía, basada en la carne de cerdo y los tés de frutas, que son parte de sus prácticas diarias en los hogares gitanos. 

“Nuestros abuelos decidieron quedarse en Sabanalarga porque encontraron una tierra productiva. Aunque al principio hubo cierto rechazo hacia nuestra cultura, con el pasar de los años ambos mundos se han ido encontrando y se han desvanecido esos estigmas que nos acusaban de ser brujos o que nos robábamos a los niños”, afirma la líder gitana.

Mientras siguen luchando contra la estigmatización de la que son víctimas, los gitanos aseguran ser personas “comunes y corrientes”. Quizá ya no viven en grandes carpas de aspecto circense, pero conservan particularidades culturales que quieren seguir visibilizando y costumbres que desean preservar para transmitir a otras generaciones.

Eduardo Patiño M.

Periodista de las secciones Ciudad y País de Contexto.

 

 

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