Margarita Garcia

Los haikús, el cine de Akira Kurosawa y la lectura de diferentes escritores japoneses, acercaron al Nobel colombiano a la narrativa japonesa, pero la influencia de Gabo en la gran isla no pasó desapercibida. Imagen: Guillermo Solano. Contexto.

Las artes cinematográficas y literarias del país del sol naciente cautivaron desde su juventud al Nobel costeño, un gesto correspondido por lectores y escritores nipones de la obra de Gabo. De Macondo al lejano oriente, cartografía de un romance narrativo que hoy vuelve a brillar.

La literatura de Japón, país en el que García Márquez empezó a ser leído y conocido en 1972, empezó a su vez a ser leída por el escritor colombiano hacia finales de esa misma década. Así se iniciaron, con una diferencia de pocos años, dos procesos entre dos sujetos que eran antípodas el uno con respecto al otro y que, formando una creciente comunicación bidireccional, culminaron en el siguiente resultado: por un lado, Japón se convirtió en una nación de entusiastas lectores y escritores garciamarquianos, y, por otro, García Márquez se convirtió en un “escritor japonés”, para decirlo con sus palabras textuales.

La primera obra de García Márquez publicada en japonés fue por supuesto Cien años de soledad, lo que tuvo lugar, como se ha recordado por estos días, en 1972. La respuesta del público fue apenas regular: sólo se vendieron 2.000 ejemplares durante los primeros cinco años. El verdadero impacto se produjo entre los escritores, que desde entonces empezaron a leer con verdadera devoción la novela y eligieron varias de sus múltiples facetas como un modelo fecundo bajo cuya influencia trabajar sus propias creaciones (algunos de ellos, incluso, ya la habían leído en otras lenguas, como el inglés o el francés). 

Entre los autores japoneses que, según ellos mismos o sus compatriotas (críticos, académicos, simples lectores), muestran esa influencia, se menciona principalmente a Kōbō Abe (1924-1993), Hisashi Inoue (1934-2010), Yasutaka Tsutsui (1934), Kenzaburō Ōe (1935-2023), Natsuki Ikezawa (1945), Kenji Nakagami (1946-1992), Yūka Ishii (1963), Tomoyuki Hoshino (1965), Hideo Furukawa (1966), Kazushige Abe (1968), Kazuki Sakuraba (1971) y Satoshi Ogawa (1986). Como puede observarse, la nómina abarca casi tantas generaciones como las de los Buendía. En ella, suele incluirse también a Haruki Murakami, pero él rechaza tal adscripción.

Los elementos de la poética garciamarquiana de los que más han hecho uso estos escritores son, entre otros, la combinación de realidad cotidiana y fantasía extraordinaria, la localización de los hechos narrados en un único espacio ficticio y aislado, la narración de la historia de varias generaciones de una familia (saga), la hipérbole, la desmesura y el humor.

Exactamente diez años después de la publicación de Cien años de soledad en Japón, García Márquez obtuvo el Premio Nobel de Literatura y ese hecho disparó el interés por la novela y por su autor, sobre todo en los círculos literarios y académicos. Pero las ventas del libro también se incrementaron, de modo que, transcurridos unos cinco lustros desde el galardón sueco, alcanzaron la cifra de más de 275.000 ejemplares. Hay que tener en cuenta que se trataba siempre de ediciones y reimpresiones en formato costoso. 

El Premio Nobel a García Márquez también le dio un fuerte empujón al resto de su obra –que, paso a paso, se traduciría prácticamente toda–, así como al resto de la tropa del ‘boom’ latinoamericano: en solo dos años (1983-1984), una de las principales editoriales de Japón, Shueisha, publicó 18 títulos de los integrantes de este movimiento (Carpentier, Rulfo, Donoso, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, Onetti, entre otros), incluido El otoño del patriarca, del propio autor colombiano.

La publicación de la edición de Bolsillo de “Cien años de soledad” en Japón ha sido un éxito editorial. El universo literario del escritor colombiano vive en las mentes de los lectores japoneses. Foto: El País de España.

García Márquez, escritor japonés

García Márquez, según su propio testimonio, vio por primera vez en su vida a un japonés en París, a mediados de la década de 1950. Sin embargo, varios años atrás, el 10 julio de 1950, había publicado en “La jirafa”, su columna de El Heraldo, un texto titulado “31 japoneses y una japonesa”, en el que, a partir de los cables noticiosos internacionales, recreaba una atroz historia de la II Guerra Mundial protagonizada, en una de la islas Marianas, por un grupo de soldados y una mujer nativos del país extremo-oriental, y a la que le dio un final ya típicamente garciamarquiano.

Pero tal vez esto no sea tan importante como señalar que el primer contacto que él tuvo con la creación artística japonesa, fuera de los haikús leídos en el bachillerato, se dio a través del cine. Entre 1954 y 1955, hizo constar en El Espectador su admiración por películas como Rashomon, de Akira Kurosawa, y Los niños de Hiroshima, de Kaneto Shindō, lo mismo que su gran interés en general por la cinematografía entonces en auge de Japón. Con el tiempo, y a lo largo de su vida, se volvería un espectador apasionado de la obra de Kurosawa.

El primer contacto que García Márquez tuvo con la creación artística japonesa, fuera de los haikús leídos en el bachillerato, se dio a través del cine. Entre 1954 y 1955, hizo constar en El Espectador su admiración por películas como Rashomon, de Akira Kurosawa.

Después vendría la lectura de sus narradores literarios. Empezó por los cuentos de Junichiro Tanizaki. A continuación, algunos años antes de obtener el Premio Nobel, y a raíz de una velada en París con un grupo de escritores japoneses que se morían por conocerlo, leyó durante casi un año a Shūsaku Endō, Kenzaburō Ōe, Yasushi Inoue, Ryūnosuke Akutagawa, Masuji Ibuse, Osamu Dazai, Yasunari Kawabata y Yukio Mishima. De ellos, el que más lo impresionó fue Kawabata, cuya novela La casa de las bellas durmientes le pareció tan arrasadoramente hermosa que quiso reescribirla él mismo a su manera. De hecho, la releyó hacia finales de 1983, cuando trabajaba en los primeros borradores de El amor en los tiempos del cólera y “andaba buscando pistas sobre el comportamiento sexual de los ancianos”. Al parecer, no le “sirvió de nada” para ese propósito, pero sí le había sido útil un año antes para escribir el cuento “El avión de la bella durmiente” y lo sería de nuevo más tarde para escribir la novela Memoria de mis putas tristes, que publicó en 2004.

García Márquez visitó por primera vez Japón en el verano de 1979, en un simple plan vacacional, y volvió en el otoño de 1990 para presidir el Festival de Cine Latinoamericano en Tokio, ocasión en la que se reunió con sus colegas y admiradores Kenzaburō Ōe (que en 1994 ganaría también el Premio Nobel de Literatura), Kōbō Abe y Shūsaku Endō, e igualmente, en un entrañable encuentro cuya conversación se publicaría años después, con su admirado Akira Kurosawa.

El reencuentro masivo entre el colombiano y la sensorial nación donde se levanta el sol ha tenido lugar este año con la publicación de la edición de bolsillo de Cien años de soledad, que tiene locas las cajas registradoras y felices a los lectores. Desde hacía muchos años, una ingeniosa hipérbole popular japonesa decía que el día en que esa novela se publicara en rústica, se destruiría el mundo. Ello no ha ocurrido, desde luego, pero Japón sí está viviendo un estremecimiento en torno a quien es allí el escritor latinoamericano –y quizá de toda la lengua española– más traducido, leído y conocido, pero que para ellos es en realidad ya un escritor japonés: Gaburieru Garushia Marukesu, como le llaman en su lengua.

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Joaquín Mattos Omar

Santa Marta, Colombia, 1960. Escritor y periodista. En 2010 obtuvo el Premio Simón Bolívar en la categoría de “Mejor artículo cultural de prensa”. Ha publicado las colecciones de poemas Noticia de un hombre (1988), De esta vida nuestra (1998) y Los escombros de los sueños (2011). Su último libro se titula Las viejas heridas y otros poemas (2019).