Escorcia Gravini, en una reconstrucción de un retrato a mano de su figura. Del poeta soledeño no se conserva ningún retrato, pero sí la música de su poema más famoso. Ilustración: Guillermo Solano. Contexto.
Hace 100 años dejó este mundo el poeta costeño que convivió la mitad de su existencia con lepra. Conozca la trágica y breve historia del bardo costeño autor de ‘La gran miseria humana’, el poema que se convirtió en paseo vallenato.
Una noche de misterio
estando el mundo dormido
buscando un amor perdido
pasé por el cementerio…
Desde el azul hemisferio
la luna su luz ponía
sobre la muralla fría
de la necrópolis santa,
en donde a los muertos canta
el búho su triste elegía.
La luna sus limpideces
a las tumbas ofrecía.
y pulsaba el aura umbría
el arpa de los cipreses,
y en aquellas lobregueces,
de mi corazón hermanas
me inspiraron y con ganas
de interrogar a la Parca
entré a la glacial comarca
de las miserias humanas.
La gran miseria humana (fragmento)
—Gabriel Escorcia Gravini
Todo lo que se sabe sobre el poeta soledeño Gabriel Escorcia Gravini (1891–1920) está envuelto por la bruma del misterio. Cuenta Gabriel García Márquez en Vivir para contarla que, cuando era niño, el poema de Escorcia Gravini se vendía por todo el Caribe en ediciones baratas impresas en papel madera. La gran miseria humana era un poema tan famoso que la gente lo sabía de memoria, y era fácil encontrar a alguien en el mercado o el cementerio que lo recitara por dos centavos. En 1976, el cantante y acordeonero Lisandro Meza musicalizó la mayoría de los versos en un largo paseo vallenato de más de diez minutos; la versión popularizó aún más al poema, pero poco a poco ensombreció al autor.
Portada de una edición póstuma del poema de Gabriel Escorcia Gravini.
El bardo maldito
En vida, Gabriel Escorcia Gravini pasó inadvertido. Las circunstancias lo llevaron a convertirse en una especie de poeta maldito del trópico, alejado por la fuerza de las vanidades del mundo. A los quince años fue diagnosticado con lepra, una enfermedad que a principios del siglo XX aún provocaba rechazo y humillación. Esa mezcla de maldición bíblica con salud pública perversa obligaba a los médicos a reportar cada caso. Los leprosos, contra su voluntad, eran trasladados al lazareto de Caño de Loro, en la isla de Tierra Bomba, Bolívar. Sus padres, Felipe Gabriel Escorcia e Isabel Gravini, se negaron a que muriera encerrado en las paredes de un siniestro leprosario. Convencieron al médico para que no registrara el caso y construyeron una habitación para su hijo en el patio de la casa. De una u otra manera, el futuro del poeta parecía estar entre cuatro paredes, pero él halló la forma de resistirse.
En su habitación, a la que se refería como “mi celda cristiana”, estudió de forma autodidacta. Leyó a Julio Flórez y escribió décimas para los concursos de decimeros que se celebraban en las cantinas del pueblo. Su amigo, el también poeta José Miguel Orozco, hacía las veces de mensajero para que los poemas de Escorcia Gravini fueran declamados por un famoso versificador llamado Manuel María Castro. También, para evadir el encierro, entregaba su amor en versos que escribía a una vecina; la joven los leía con guantes y después los quemaba.
En vida, Gabriel Escorcia Gravini pasó inadvertido. Las circunstancias lo llevaron a convertirse en una especie de poeta maldito del trópico, alejado por la fuerza de las vanidades del mundo. A los quince años fue diagnosticado con lepra, una enfermedad que a principios del siglo XX aún provocaba rechazo y humillación.
En la placa que indica la casa donde nació y murió el poeta soledeño la fecha de su nacimiento está errada.
La Gran Miseria Humana
Pero lo que más llamaba la atención eran sus visitas al Cementerio Central. De noche, cuando Soledad dormía, el poeta se escabullía entre las sombras vestido de punta en blanco y se perdía tras las tumbas. Allí, seguramente, encontró la serenidad necesaria para componer La gran miseria humana, ese legado suyo de treinta décimas en las que el poeta dialoga con la muerte –representada por el cráneo de una enamorada–, la cual le recuerda brevedad del mundo y los placeres de la existencia.
Gabriel Escorcia Gravini murió a los 28 años, en 1920, destrozado por la lepra. Su familia, para borrar todo rastro de la enfermedad, sacó sus cosas a la calle y les prendió fuego. Es de suponer que la mayor parte de su obra se deshizo entre humo y cenizas. Quedan los versos que guardó José Miguel Orozco y publicó después en su pequeña editorial y, en especial, aquellos que los soledeños decidieron memorizar. Hoy, por cuenta de Lisandro Meza, los versos se cantan casi siempre en la madrugada, al final de la fiesta, cuando los extenuados bailadores se dejan llevar por la melancolía. La mayoría ignora la historia del autor, un personaje tan trágico y al mismo tiempo tan vital como los versos de ese poema.
Cien años después de su muerte, Soledad aún hace algunas reverencias al poeta. Su casa ha sobrevivido a los afanes de la modernidad. En su entrada hay una placa que recuerda el paso del poeta por el mundo, aunque la fecha de nacimiento está errada. Su tumba sí sucumbió a los cambios de estilo y parece más un lavamanos que un mausoleo; es visitada con frecuencia por poetas y curiosos que han escuchado de su vida improbable. Ahí, en el Cementerio Central, hay un sepulturero que narra la historia del poeta y enumera los homenajes que han sido ofrecidos a su memoria, al menos desde que él se dedica al oficio. Y también, como hicieron otros hace décadas, el sepulturero recita la primera estrofa de La gran miseria humana, la única que sabe, a todo aquel que quiera escucharlos. No cobra por eso.
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Fabián Buelvas
Autor del libro de cuentos La hipótesis de la Reina Roja (2017, Collage). Ha escrito para El Malpensante, El Heraldo y Corónica. En 2017 obtuvo el Premio de Novela Distrito de Barranquilla, con Tres informes de carnaval. Es profesor de Psicología en la Universidad del Norte.