Margarita Garcia

Aunque la vida y obra del poeta maldito Gabriel Escorcia Gravini ha estado rodeada por un hálito de misterio y el mito, nuevas pesquisas brindan luz sobre la existencia y creaciones del bardo soledeño. Ilustración: Guillermo Solano.

La vida del poeta soledeño Gabriel Escorcia Gravini (1891 -1920) es un misterio que está lejos de agotarse. Condenado por la lepra a vivir aislado del mundo, su poema La gran miseria humana (1918) terminó ocupando un sitio en la poesía popular colombiana. Más de cien años después de su muerte, sin nadie vivo que lo haya conocido y sin archivos que revisar, la leyenda se ha impuesto frente a la certeza. Parecería imposible cuestionarla, de no ser porque alrededor de su leyenda orbitan datos que nos ofrecen una perspectiva distinta a la tradición oral. Crítica a propósito de la publicación de un poemario suyo por la Editorial Uninorte.

La historia registra que Gabriel Escorcia Gravini nació el 19 de marzo de 1891, en Soledad, Atlántico; que a los quince años fue diagnosticado con lepra, una enfermedad atávica considerada como el símbolo del atraso de la nación por el entonces presidente Rafael Reyes; que su destino de enfermo era malvivir en uno de los lazaretos construidos por el Estado; que sus padres se opusieron negociando con el alcalde, vaya uno a saber cómo, que su hijo permaneciera en el pueblo siempre y cuando viviera encerrado en una pequeña habitación en el patio de su casa; que en medio de semejante condena el joven Escorcia Gravini encontró alivio en la poesía; que se dedicó a componer poemas que hacía llegar a José Miguel Orozco, su antiguo amigo de escuela; que en esas estuvo hasta el día de su muerte, el 28 de diciembre de 1920 en su natal Soledad, a la edad de 29 años; que como era usual con los leprosos, sus pertenencias fueron echadas al fuego por su familia y sus poemas se perdieron para siempre.

De entre esa vida anodina sobresale una anécdota de película de terror: a veces el poeta, a medianoche, desacataba la orden de encierro y salía de su casa vestido de punta en blanco en dirección al cementerio. Allí, rodeado de tumbas, escribió La gran miseria humana, su poema más famoso, el único que sobrevivió a la hoguera de su obra porque los soledeños lo aprendieron de memoria. Gabriel García Márquez recuerda que La gran miseria humana se convirtió en un exitoso “(…) poema popular que se vendía en cuadernillos de papel de estraza o recitado por dos centavos en los mercados y cementerios de los pueblos del Caribe”, allá por la década de 1940. La gran miseria humana llegó a ser tan conocida que ese cuadernillo del que habla García Márquez se imprimía con el nombre del difunto y se obsequiaba entre los asistentes al velorio, como recordatorio de que la vanidad y la belleza serán arrasadas por la muerte. En 1976, el cantante y acordeonero Lisandro Meza musicalizó trece de las treinta décimas del poema en un paseo vallenato de más de diez minutos.

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Esta es, en resumen, la vida del poeta Gabriel Escorcia Gravini. Una historia a medio camino entre la verdad y la mentira.

Bien, no digamos que mentira. Nació y murió en Soledad, con toda seguridad. Es verdad la lepra y la vida solitaria que llevó en consecuencia. Y la canción de Lisandro Meza la hemos escuchado todos al final de la fiesta, de madrugada, cuando la melancolía arrecia entre los invitados. Los datos cuadran; lo que no cuadra tanto es la interpretación de esos datos, más inclinada a convertir a Escorcia Gravini en una especie de genio gótico tropical, marginado por la enfermedad primero y después por la tragedia del fuego. A más de cien años de su muerte, distinguir qué de su atribulada vida es cierto y qué es leyenda parece un asunto imposible. El misterio de su figura embruja a cuanto experto o aficionado se acerca: todos terminan caminando en círculos, reiterando hasta el desespero las anécdotas que aparecen en prácticamente cualquier publicación donde se le mencione. La historia de Gabriel Escorcia Gravini es tan fascinante como incuestionable, incluso cuando hay bastantes hechos, varios de ellos de dominio público, que contradicen la versión oficial.

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Portada de La boliviada, publicada en 1925. Fuente: Biblioteca Luis Ángel Arango.

En 1925 se publicó un libro póstumo de Escorcia Gravini titulado La boliviada. El autor lo define como un poema épico en seis cantos que narra la gloria y caída de Simón Bolívar. Hallarlo fue sencillo, sospechosamente sencillo: basta una búsqueda rápida en el catálogo virtual de la Biblioteca Luis Ángel Arango para saber que está en Bogotá, colección Libros Raros y Manuscritos, número 12780. Tiene una dedicatoria de José Miguel Orozco: “Para la Biblioteca del Ministerio de Gobierno. Atentamente, el editor”. Es razonable suponer que Escorcia Gravini, poco antes de morir, dejó en manos de Orozco el poema, de manera que la existencia de La boliviada echa al suelo la historia sobre la quema de su obra. 

Lo verdaderamente interesante de La boliviada está en las páginas iniciales, en las que encontramos tres breves prólogos. El primero lo firma el poeta y editor cubano Paulino G. Báez, un tipo con buen ojo: en 1923 incluyó en una antología de poesía cubana a un jovencísimo y desconocido Nicolás Guillén. Báez cuenta que fue Orozco quien le hizo llegar a Cuba esta y otras obras de Escorcia Gravini, a quien define como “poeta exquisito (…) vibrante bardo (…) de versos elegantes que tuvo la mala fortuna de morir en plena epopeya de éxitos”. Báez también hace un inventario de la obra de Escorcia Gravini: Huerto pensante, Espigas de la gloria, Selva encantada, Jardín sonoro, Gruta encantada y El siglo de las flores; salvo esta última, todas fueron publicadas antes de 1925. Y todas están desaparecidas. No hay registro de ellas en la Red Nacional de Bibliotecas Públicas.

El segundo prólogo son siete párrafos elogiosos de Lorenzo Ortega, autor del que nada se sabe y quien sin ninguna vergüenza lo compara con Lord Byron. Tanto Ortega como Báez dan a entender dos cosas: que la obra de Escorcia Gravini fue ampliamente difundida en vida, y que traspasó las fronteras nacionales.

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Otro dato importante es el impresor de La boliviada: Tipografía Licona, abreviada como Tip. Licona o Tip. de Licona. Estaba ubicada en Barranquilla, callejón de San Roque, número 21 o 32 dependiendo de la publicación, teléfono 200. Su publicidad era toda una declaración de intenciones: “El establecimiento en que se trabaja más nítido, más barato y más rápido”. Su propietario fue Domingo César Licona.

Primera página del número 1 de la revista El Ensayo. Fuente: Biblioteca Nacional de Colombia. 

La imprenta publicaba varias revistas. Una de ellas, El Ensayo, era dirigida y redactada por Orozco y por el mismo Domingo Licona. El eslogan daba cuenta de su espíritu multipropósito: Semanario de crítica, literatura y variedades, resumido a partir del número 15 en Crítica, literatura y variedades. Sus dos editores dejaron claro desde el primer párrafo que tenían más pasión que técnica: “(…) a pesar de nuestro escaso intelecto para abordar tan escabroso sendero, comenzamos por pedir al indulgente público la debida dispensa de los errores que como principiantes nos sean propios”. Aunque hecha en Barranquilla, El Ensayo era una revista soledeña que destacaba los acontecimientos del municipio; también tenía columnas de opinión, la naciente cartelera de cine, edictos, obituarios, clasificados, y los resultados de la Lotería de Bolívar, que para la época entregaba un premio mayor de $100.000. Circulaba los domingos por valor de un centavo.

La Hemeroteca Nacional conserva apenas diecinueve ejemplares en mal estado, entre los números 1 y 37, aparecidos del 21 de abril de 1912 al 23 de febrero de 1913. Entre sus páginas hay siete poemas de un joven Escorcia Gravini, escritos alrededor de los veintiún años y que muy pocas personas habrán leído en más de un siglo. Los poemas aparecen desde el número 1, junto con los de su amigo José Miguel Orozco. Ningún otro poeta publicó tanto en El Ensayo.

Escorcia Gravini compartía páginas con poetas laureados y coterráneos de musa corta caídos hoy en el olvido. La lista incluía a Goethe, Abelardo Reales, Teodoro Bernirler, Robert Byron, Manuel Fonseca, Nicasio Salazar, Fidel Pérez, Ismael Enrique Arciniegas, Adolfo León Gómez, Juan de Dios Peza, Rafael Pombo, Jacinto Benavente, Rubén Darío y Julio Flórez. Pombo, Benavente, Darío y Flórez eran poetas vivos para el tiempo en que circulaba la revista. Es de suponer que los jóvenes editores tenían un conocimiento amplio o al menos suficiente del panorama poético nacional e internacional.

El Ensayo dedicaba páginas completas a los poemas de Escorcia Gravini. Fuente: Biblioteca Nacional de Colombia.  

Los enamorados que leyeron a Escorcia Gravini compartieron sus poemas, los músicos compusieron canciones y los dolientes lo recitaron de memoria pensando en sus muertos.

A partir del número 34, sin mencionar razones, el semanario prescinde de los servicios de Domingo Licona y, de paso, da un vuelco ideológico: ahora defenderá los intereses del proletariado. El slogan cambia: Órgano defensor de la clase obrera, se lee bajo el título. La nueva línea política de El Ensayo va en contra del partido Conservador, se opone al servicio militar obligatorio y desprecia el carnaval, al que considera una payasada. Decisiones editoriales aparte, los cambios estéticos son menores: el formato pasa de dos a tres columnas y su precio se eleva a dos centavos. Los poemas de Escorcia Gravini siguieron publicándose. El último número conocido, el 37, no tiene ninguna nota que arroje luces sobre el futuro de la revista; por el ánimo con que escribían sus editores, seguramente El Ensayo continuó por más tiempo.

José Miguel Orozco logró publicar los poemas de su amigo porque trabajaba como editor en una revista. Nada del otro mundo: la estrecha relación entre el arte y la amistad es de sobra conocida. Lo que deja entrever este hecho simple es que la actividad cultural de Barranquilla a principios del siglo XX fue mucho más vigorosa de lo que creíamos. El escritor Ramón Illán Bacca tiene un extenso artículo sobre lo que llamó “el mundillo literario de la Arenosa”, destacando la llegada de Ramón Vinyes en 1914 y su influencia cultural en la ciudad, que alcanzó su punto más alto con la publicación de Voces (1917-1920), esa original revista que rompía con la incipiente tradición literaria de Barranquilla. Ninguno de los autores locales publicados en El Ensayo aparece en la revista de Vinyes, ni los de Voces en El Ensayo. Es improbable que, en una ciudad de cien mil habitantes, los poetas de uno y otro lado no se conocieran. Quizá la actividad cultural de esos años no solo era vigorosa sino conflictiva, y reflejaba las tensiones entre la intelectualidad barranquillera y la soledeña.

El paradigma de esta disputa tiene nombre y apellido: Julio Flórez, el poeta más popular de Colombia a inicios del siglo XX. Boyacense de nacimiento, vivía desde 1909 en Usiacurí, un pueblo a cuarenta kilómetros al suroccidente de Barranquilla a donde llegó buscando aguas termales que aliviaran los males del cuerpo. Para algunos era el mayor de los románticos: profundamente emotivo, su poesía melancólica era la favorita entre los enamorados; para otros, en cambio, era un tipo sensiblero y pasado de moda.

La vanguardia barranquillera estaba entre sus malquerientes. En el número 10 de la revista Voces lo describen como un escritor de barbaridades; después Vinyes, más reposado, dijo que su mejor poesía era la menos conocida, la que no se había vuelto popular. Álvaro Cepeda Samudio escribió en 1948 una columna en el diario El Nacional, asegurando que ningún otro poeta colombiano había tenido tanta ascendencia sobre sus lectores como él; ese Cepeda Samudio lector de Flórez sería descrito por su amigo Alfonso Fuenmayor como un joven desorientado, con una visión de la literatura que luego sería calibrada por Vinyes y José Félix Fuenmayor. Lo cierto es que Cepeda Samudio jamás volvió a mencionarlo. García Márquez, en una entrevista de 1977, dijo que “(…) solo a través de la mala poesía se puede llegar a la buena poesía”, y que mucha de la mala tiene que ver con Julio Flórez.   

Esta nueva edición tiene siete poemas poco conocidos hallados en la revista El Ensayo. Fuente: Editorial Uninorte.

El Ensayo y las demás revistas de la Tipografía Licona simpatizaban con Flórez. Tenía un séquito de admiradores que le dedicaban poemas. El mismo Escorcia Gravini escribió en 1912 uno en su honor: “yo también quiero seguir tus huellas”, se lee en uno de los versos. La gran miseria humana es un poema oscuro que trata sobre la muerte: hay referencias a la noche, la luna, cipreses, laureles, calaveras y amores no correspondidos, los mismos temas de Flórez. 

Aquí es donde el misterio comienza a esclarecerse. Sabemos por los prólogos de La boliviada, los poemas de El Ensayo y los innumerables folletines que se vendían en las calles como si se tratara del Almanaque de Bristol, que Gabriel Escorcia Gravini tuvo renombre en vida e incluso varias décadas después de su muerte. El asunto es que ese renombre le fue concedido por enamorados, músicos, personas dolidas por la muerte de alguien querido y también por su amigo José Miguel Orozco, quien lo publicó en cuanta revista tuvo a su cargo. En la otra orilla estaba el Grupo de Barranquilla: el éxito de varios de sus integrantes les dio una patente de corso para escoger quiénes eran los verdaderos escritores y poetas de este país; Escorcia Gravini era un imitador de Flórez, así que no entraba en consideración.

No es que esto haya ocurrido deliberadamente, ni que sea algún tipo de destino siniestro: es que mantenerse al margen del canon literario te borra de los archivos oficiales de la historia. Pero estar en ese otro lugar tiene sus ventajas: los enamorados que leyeron a Escorcia Gravini compartieron sus poemas, los músicos compusieron canciones y los dolientes lo recitaron de memoria pensando en sus muertos. Esta suerte de conservación paralela protegió a la figura del poeta contra el paso del tiempo, habida cuenta de la dificultad que hay para conseguir sus poemas. 

En Soledad lo adoran. El cementerio central y un colegio público llevan su nombre. Su casa natal aún está en pie. Hay una cofradía muy devota de artistas e investigadores que se reúnen para honrarlo en el cementerio o en otros puntos del municipio. Varios aseguran guardar poemas inéditos o poco conocidos. Hablan incluso de tener o haber tenido en sus manos manuscritos originales, lo que descarta nuevamente la hipótesis de la quema. Sin embargo, cuando se les pregunta por el paradero de esos documentos, responden con evasivas o muestran el celo del investigador temeroso de compartir y perder el trabajo de su vida.

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El tercer prólogo de La boliviada son las palabras pronunciadas por José Miguel Orozco ante el cadáver de su amigo. Lo pinta como un hombre ingenioso agobiado durante dieciséis años por un mal que finalmente lo mató. “Alma buena, corazón sufrido”, escribe sobre él. Orozco confiesa en su pequeña elegía que solía acompañar a su amigo en sus salidas nocturnas. Cuenta que entraban al cementerio a ofrendar versos ante la tumba de la amada sin nombre de Escorcia Gravini.

Imaginemos la escena: Orozco dice frente al cadáver de su amigo, rodeado de familiares y conocidos, que él acompañaba a un enfermo de lepra a dedicarle poemas a una mujer muerta. Teniendo en cuenta que Escorcia Gravini se lo pasaba encerrado en casa, debió tratar poco con esa mujer, si es que acaso la conoció. Orozco parece empeñado en iniciar la leyenda del poeta desde el mismo momento de su muerte. Mientras pronuncia su discurso no parece importarle lo que puedan pensar los dolientes que le escuchan; le interesa contar que caminó al lado de él hasta el final.

Entre las distintas versiones que existen sobre la vida de Escorcia Gravini, agreguemos una conjetura: la secreta historia de un amor entre hombres.

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Fabián Buelvas

Escritor barranquillero. Autor del libro de cuentos La hipótesis de la Reina Roja (2017) y la novela Tres informes de carnaval (2022). Editor de la Editorial Uninorte. @fabianbuelvasg