Margarita Garcia

Caricatura de Quino.

Le corresponde a la ciudadanía quitarle la careta a los falsos políticos, denunciar sus incoherencias, desatinos, desafueros e iniquidades.

La hipocresía es una peligrosa práctica que hace carrera en los gobiernos, los partidos políticos, y otros centros de poder. Es pues interesante indagar acerca de sus rasgos distintivos, sobre la forma que adopta comúnmente en el ámbito político y sus efectos negativos en la política y la democracia. 

Conviene recordar que a pesar del desarrollo científico y el progreso humano el ser humano continúa siendo un gigante con pies de barro que puede fácilmente ser presa de sus propias debilidades y apetitos. Porque sus verdaderos enemigos crecen en su interior, sin que él se dé cuenta.

Esas malas conductas nublan el discernimiento y dan al traste con el recto proceder, impiden vivir en la verdad y decirla abiertamente. Tal vez, una de las más infames es la hipocresía: ese aparentar y disimular para estar bien con todos, ese ilusionar e intrigar para sacar provecho, ese decir y no hacer.

Por desgracia, esta práctica hace parte integral de la actividad política.  Me refiero, sobre todo, a aquellos políticos que parecen estar poseídos por un espíritu farisaico, que se disfrazan de honestos y justos, pero por dentro están llenos de codicia y maldad. Son gente que engaña y desprecia a los demás.   

Pero el egoísmo y el engaño son solo la punta del iceberg, porque el verdadero peligro del fariseísmo político está en lo que no podemos ver a simple vista, en la raíz de su proceder, y esto es que la única norma de vida que obedecen es transgredir los preceptos morales, sin tener un sentimiento de culpa.

Los problemas de la democracia tienden a complicarse y agravarse cuando el ideal de verdad se pone al servicio de la mentira, el ideal de justicia a disposición del egoísmo.

Este relativismo moral o, más bien, falta de valores objetivos, es el motivo por el que actúan de forma contraria a los principios que juraron defender, y por el que suelen extraviarse con terquedad en toda clase de empresas aberrantes que terminan vulnerando la salud política y las virtudes democráticas.  

Ciertamente, los problemas de la democracia tienden a complicarse y agravarse cuando el ideal de verdad se pone al servicio de la mentira, el ideal de justicia a disposición del egoísmo, el ideal de igualdad al encargo de la soberbia y las aspiraciones de progreso quedan en manos de la codicia. 

Ese descomunal absurdo, ese espantoso despropósito, es algo que los ciudadanos no pueden pasar por alto, ni normalizar y, menos, aceptar. Es claro que existen razones de mucho peso para exigir más verdad, más transparencia y coherencia en la política. ¿Qué hacer entonces con el fariseísmo político?

Me parece que el fariseísmo político no podría moverse a sus anchas, ni sería tan dañino, si no permaneciera camuflado en el ámbito político. En consecuencia, lo que le corresponde a la ciudadanía es quitarle la careta, denunciar sus incoherencias, desatinos, desafueros e iniquidades.

Al fin y al cabo, el hipócrita sabe en el fondo de sí mismo que sus caretas se van a caer más temprano que tarde y que pagará su efímera gloria con la deshonra definitiva. Parafraseando a Hannah Arendt: por mucho que crezca el cinismo y la mentira nunca tendrán la capacidad de oscurecer el brillo de la verdad. 

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Julio Antonio Martín Gallego

Magíster en educación, Especialista en filosofía contemporánea e Ingeniero Mecánico de la Universidad del Norte. Investigador y consultor especializado en procesos de cambio educativo y aprendizaje organizacional.