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‘Adulthood’, ilustración por Roxie Vizcarra.

Sin amor, el hombre es un lobo para el hombre.

En el segundo capítulo de Palinuro de México –ese delirio de la trama y la forma que nos dejó Fernando del Paso–, hay un momento en el que se menciona la existencia de un perro con dos cabezas. Se trata de un animal escalofriante creado por el doctor Charles Claude Guthrie en uno de los tantos experimentos quirúrgicos que llevó a cabo a principios del siglo XX en los Estados Unidos. En la novela, cada cabeza tiene un nombre: la que fue cercenada para ser cosida a otro perro se llama Tweedledum y la del cuerpo original que recibió el injerto se llama Tweedledee. Ambas odian vivir juntas y ese sentimiento amargo las ha transformado en una criatura quejumbrosa. Estefanía, un personaje que se enternece con sus lamentos, les pide un poco de calma mientras les ofrece dos pedazos de pan. “No, gracias”, dice Tweedledum, “prefiero morirme de hambre que alimentar a un cuerpo que no es el mío”. “No, gracias”, añade Tweedledee, “prefiero morirme de hambre que alimentar a una cabeza que no es la mía”.

Después de estas declaraciones suicidas, Fernando del Paso no nos cuenta nada más al respecto, pero el lector supone que es cuestión de tiempo para que el perro bicéfalo perezca a causa de su propia mezquindad. El relato, a mi juicio, es una excelente fábula sobre la intolerancia y sus estragos. Los seres humanos somos como perros con varias cabezas atadas a un mismo cuerpo. Muchas veces, arrojados al escenario de la convivencia, optamos por la autodestrucción en lugar de aceptar la legitimidad —y la importancia— del otro. Es una decisión irracional, como tantas otras que se destilan en el corazón de nuestra especie, y puede que algún día determine nuestra extinción.

“Homo homini lupus”, decía Thomas Hobbes: el hombre es un lobo para el hombre. La reflexión me recuerda a eso que en el Caribe se conoce como la mentalidad del cangrejo. Atrapados en un balde que los llevará a una muerte segura en el caldero caliente, los cangrejos se arrastran unos a otros al fondo de su cárcel para evitar que alguno de ellos salga libre y se salve.

Muchas veces, arrojados al escenario de la convivencia, optamos por la autodestrucción en lugar de aceptar la legitimidad —y la importancia— del otro.

Hace falta bastante amor para acabar con esta metáfora que nos refleja en los crustáceos y los canes. La expresión suena algo cursi, lo sé, acaso porque vivimos en un mundo donde el amor ha perdido el encanto poético que solía tener cuando aparecía de improviso dentro de una frase. También es posible que, a falta de vivirlo, nos hayamos conformado con burlarnos de él. No importa. Estoy convencido de que será el amor, investido de ridiculez o no, lo que permitirá la paz entre tantas cabezas remendadas a este cuerpo de perro con en el que hemos nacido todos.

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Orlando Oliveros

Escritor y periodista cultural. En la actualidad es editor del Centro Gabo.