Margarita Garcia

Imagen: Relativity, obra de M.C. Escher.

Apego a los requisitos inútiles y tramitología, un “deporte” nacional.

En esta columna se propone que en Colombia se sufren dos problemas que al final resultan ser uno solo: el apego a los estándares inútiles y el desapego por los que realmente importan.

El apego a los inútiles es quizá más evidente en la burocratización innecesaria de los procesos. Tanto en el sector público como en el privado, en pleno siglo XXI, no es raro que un documento sea devuelto porque no tiene la firma “física” o porque la firma está en el color de tinta equivocado. Los más “avanzados” aceptan permisos, certificaciones o solicitudes electrónicas, pero “como un pdf adjunto, por favor; el correo solo no sirve”. Me pregunto: ¿qué será más fácil de falsificar, un mensaje de correo electrónico con metadatos que certifican al remitente o un ‘pdf’ adjunto?

Es cierto que ha habido intentos por mejorar la situación. Se aprobó una ley anti-trámite y, probablemente, se han logrado avances. Sin embargo, en algunos casos se ha retrocedido. Por ejemplo, en el proceso para inscribir el nacimiento de un colombiano en el extranjero. El gobierno anterior impuso un nuevo requisito: apostillar el certificado de nacimiento extranjero bajo el Convenio de La Haya. Lo paradójico es que muchos de estos certificados (como los nacionales) ya cuentan con un código de barras que permite verificar su autenticidad. Pero no, había que seguir el “estándar”.

La dictadura de los estándares inútiles es parte de la vida cotidiana. A veces se acepta con resignación, otras con indignación.

Y luego está el problema opuesto: la anarquía de los estándares útiles. Un ejemplo evidente se da en las ciudades. ¿Cuántas intersecciones, ‘orejas’ de puentes y pasos peatonales violan los principios más básicos para facilitar el tránsito de vehículos y peatones? Vivo cerca de un paso peatonal que lleva de un andén a una pequeña loma infranqueable al otro lado de la calle. ¿El resultado? Los peatones, sin señales de cruce y vulnerables ante la falta de cortesía de los conductores, cruzan en zonas sin demarcación. Ni hablar de los cruces de vías rápidas, mal diseñados, que terminan por hacer imposible un flujo ordenado. Mucho podría mejorar la movilidad y reducir la accidentalidad con tan solo pintar bien los carriles de las vías y otras demarcaciones. Y así, podríamos continuar. 

No sorprendería que esas vías sin ‘orejas’ bien concebidas, con carriles que desaparecen sin previo aviso o con cruces peatonales imposibles, tengan “todos los papeles en regla”, con apostilla y tinta azul incluida. Es lamentable. Especialmente en ciudades congestionadas como las nuestras, donde muchos problemas de movilidad requieren inversiones gigantescas. Sin embargo, algunos, no menos importantes, podrían resolverse con pequeñas inversiones que ahorrarían miles de horas anuales atrapados en el tráfico por culpa de la “chambonería” con los estándares que realmente importan.

Tengo una hipótesis inquietante. Los colombianos hemos convertido los estándares inútiles en un sustituto de los útiles. Seguimos los primeros para sentirnos serios y rigurosos, compensando así nuestra mediocridad al no cumplir los segundos.

El problema no es exclusivo del sector público. En el sector privado ocurre algo similar. Algunos edificios o conjuntos hacen llenar un formulario de visita que incluye prácticamente toda la hoja de vida. Se cumplen con rigor los estándares inútiles. En pequeños actos de resistencia, a veces nos burlamos de ellos (¿o quién no ha dado un nombre falso, incluso humorístico, para la eterna bitácora de nombre, entidad, propósito, cédula, etc., de una portería?). Pero no se sorprendan si esos mismos lugares violan todos los estándares útiles que afectan el uso público de áreas privadas, como los antejardines. O que la construcción del edificio haya ignorado por completo las normas sobre andenes y accesos.

Tengo una hipótesis inquietante. Los colombianos hemos convertido los estándares inútiles en un sustituto de los útiles. Seguimos los primeros para sentirnos serios y rigurosos, compensando así nuestra mediocridad al no cumplir los segundos. La pandemia lo dejó muy claro: seguimos con devoción una serie de estándares inútiles que nos tranquilizaban –por ejemplo, los tapetes antivirales–, mientras ignorábamos los que realmente importaban, como la ventilación adecuada de los espacios o el uso correcto del tapabocas (que más bien podría llamarse el “cubrequijada”).

Mientras la mediocridad sustantiva siga sustituida por la excelencia superficial, no llegaremos muy lejos. 

A modo de desahogo, los invito a compartir en redes sociales, con el hashtag #Estandares, ejemplos de nuestra mediocridad sustantiva y de nuestra “excelencia” superflua.

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Leopoldo Fergusson

Economista y profesor titular de la Universidad de Los Andes. PhD del Massachusetts Institute of Technology.