Alejo Durán, eterno juglar.
Una breve semblanza del mítico acordeonero Alejo Durán y una pieza sobre Diego Nicuesa, el primer músico en tierras americanas, son algunos de los textos que componen el libro Adolfo González Henríquez: Ensayos, artículos, columnas, obra de reciente publicación que recoge de manera póstuma parte de la producción intelectual del académico costeño.
Era diciembre de 1971 en Ciénaga, era un baile soso amenizado por cualquiera, era algo tan aburrido que muchos estaban pensando en dormir, y en eso llego Durán: el pueblo se electrizó, aquello fue catártico y el mundo se enloqueció; tocó sin parar hasta la madrugada, nadie se volvió a acordar del sueño ni del trago, a muchos se les olvido convidar a la pareja a dar un paseo por ahí en la noche, porque la presencia del negro y su magia todo lo absorbieron: “oye lo que dice la gente, que ese negro sí toca, que ese sí come nota”, cantaba Durán con orgullo y placer.
Años más tarde, en la Bogotá de 1974, se regó la noticia de que el negro se había muerto: se alborotaron aún más, si cabe, los ruidosos apartamentos de estudiantes costeños, se llenaron las cantinas de adoradores: El Troyano, desaparecido bar del barrio Santa Fe que se especializaba en música de acordeón, ofreció a su distinguida clientela un selecto concierto que terminó en llanto de los parroquianos y propósitos de enmienda por parte de las meseras, es decir, en una borrachera general.
Fue una falsa noticia, desde luego, pero mostró que la idolatría en torno a Alejo Durán es casi unánime entre los colombianos (con la posible excepción del Festival Vallenato); es muy sugestivo pensar que esa idolatría podría estar cubriendo trasfondos ancestrales y Alejo sería, según esto, una especie de líder milenarista cuyo credo militante sería “la mujer y la primavera”. Algo que ninguno de nuestros políticos llega a ser: un ídolo nacional indiscutible, con la magia de la tierra en su verbo y su persona, con el color de nuestra cultura popular en su pensamiento.
De acuerdo con esto, Alejo Durán sería un ser escogido, mítico, heroico, el espejo mismo de la leyenda, el futuro y la esperanza de su pueblo, un poco como Bioho Benkos, rey de Palenque; y un poco también como el bravo indio Catarpa, príncipe de Calamar, en la novela Ingermina del General Nieto, quien contrapuso la lengua conquistadora de Castilla a la belleza de su propio lenguaje vernáculo.
Alejo Durán era un prototipo de belleza masculina, una belleza nuestra, mestiza, su rostro perfecto, el de todos los costeños; era un dechado de amor al prójimo, como lo muestran sus más de 25 hijos esparcidos por toda la Costa.
Lo cierto es que Alejo Durán era un prototipo de belleza masculina, una belleza nuestra, mestiza, su rostro perfecto, el de todos los costeños; era un dechado de amor al prójimo, como lo muestran sus más de 25 hijos esparcidos por toda la Costa, y las mujeres de todas las edades y posiciones sociales, que se enloquecieron por él, quien, a su vez, les correspondió como un poeta, con su música y sus versos. El Dios de los costeños deberá tener sus ojos inmensos, su inolvidable sonrisa de grandes dientes blancos, su paz interior, su sombrero, y deberá tocar el acordeón como él, si puede.
Por su vida, su ejecución, su personalidad, su ejemplar negativa a corromper su arte con el dinerismo, por tantas cosas más, Alejo Durán es el músico más importante que haya producido la Costa en toda su historia; su muerte necesariamente prematura da la impresión de cercenamiento con la historia, como si se hubiera llevado al cementerio una parte de ella, junto con su pedazo de acordeón.
Cuadros de historias (1)1
Hace cosa de 23 años2 Orlando Fals Borda consignó las siguientes palabras en su tesis de maestría en la Universidad de Minnesota:
“no ha sido posible hallar constancia de la primera guitarra o del primer laúd introducidos al Nuevo Reino”.
Por ento que apenas se iniciaba seriamente en tierras colombianas.
Para quienes se interesaban en la historia musical del país, la incapacidad de descifrar esta suerte de enigma era algo así como el retrato mismo de nuestra amnesia colectiva. Sin embargo, los avances en el conocimiento no son casuales ni dejan de arrojar sus resultados y las palabras de Fals Borda resonaron durante muchos años en oídos receptivos e intelectualmente curiosos, o sea, dejaron la espina clavada en el alma.
Es con cierta satisfacción, entonces, que hoy podemos informarle al público nacional que este interrogante de nuestra historia se encuentra ya parcialmente despejado, y ya sabemos el nombre del primer músico llegado a estas costas. Con él empieza realmente el proceso de mestizaje musical que, con el tiempo, llegaría a configurar a la música costeña. Quiso la suerte que se tratara de un personaje singularmente pintoresco y folclórico. Como nosotros.
El equipo de investigación que, en la Universidad del Norte, se dedica al rescate de la historia musical costeña, encontró el primer rastro de un músico inmigrante en predios neogranadinos alrededor de 1502. En efecto, la Costa Atlántica se vio favorecida por la llegada de Don Diego de Nicuesa, un jacarandoso notario andaluz que fue nombrado Gobernador de Veragua y a quien en Sevilla llamaban “el gran tañedor de vihuela”. En un episodio que parece cantinflesco, Don Diego naufragó frente a las costas de su jurisdicción y ante los ojos de sus futuros gobernados, pero, eso sí, se salvó él mismo y, sobre todo, su espléndida vihuela tachonada de piedras preciosas, recamada en oro y nácar.
Don Diego perdió a su india en brazos de otro, pero en vez de escribir boleros resultó componiendo villancicos. Fresco que era.
Portada del libro de Adolfo González Henriquez, publicado por la Editorial La Iguana Ciega.
También salvó Don Diego a su no menos espléndida yegua de paso andaluza que haría las delicias de aborígenes y españoles haciendo el paso español, desplazándose de costado, repiqueteando con sus cascos y otras especies de alardes. Debió ser un seductor algo espectacular pues acostumbraba cantar serenatas montado en su inefable yegua bajo los balcones coloniales de En Nombre de Dios, puerto que el mismo fundó para capital de su gobernación. De su habilidad para los lances amatorios queda entre nosotros una huella bastante conocida: Don Diego se raptó nada menos que a una indiecita adolescente hoy conocida en los reinados de belleza como la India Catalina. “Entonces Don Diego fue el primer edecán de nuestra historia”, observa Ramón Bacca mirándome la cuartilla por encima del hombro, pero creo que su anotación carece del necesario rigor científico aun cuando no le falta su resplandeciente imaginación.
Como les ocurriría siglos después a los grandes galanes del cine mexicano, Don Diego perdió a su india en brazos de otro, pero en vez de escribir boleros resultó componiendo villancicos. Fresco que era. Su figura se anticipa un poco al espíritu de Papá Montero, el ñáñigo legendario del folclor afrocubano, aquel hombre garboso y chévere, “de bastón y canalla rumbero”.
Mientras que España envió a otras partes caudillos típicamente aguerridos, a nosotros nos mandaron un típico precursor de la guapería antillana, en otras palabras, un camaján.
La bacanería no la recogemos del suelo.
Referencias
1Artículo de Adolfo González H. publicado en Diario del Caribe. Enero 6 de 1988. P.10A. Barranquilla.
2Tener en cuenta el tiempo de escritura y publicación de este artículo para tener la referencia temporal a la que el autor se refiere.
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Adolfo González Henríquez
Abogado y sociólogo, fue director del programa de sociología tras iniciar la apertura de esa facultad en Uniatlántico en el año 2002. Abogado de la Universidad Externado. Fue investigador de Colciencias, traductor del Banco de la República, y profesor e investigador de la Universidad del Atlántico. Tradujo el libro Música, raza y nación del antropólogo inglés Peter Wade.