Ilustración: Morgan Hausel. Unsplash.
A la pregunta “¿Por qué vendiste el voto?” se recibe la respuesta “Esos $50.000 me sirven”, seguida de “Por donde vivo todos lo hacen”, y luego un contundente “¿Qué tiene de malo? No estoy matando a nadie”. El autor del siguiente texto se pregunta qué tan posible es desterrar la corrupción de nuestro ADN cultural.
Un saqueador del Tesoro Público afirmó hace un tiempo, en tono retador, que “la corrupción es inherente a la naturaleza humana”. De tener razón se entendería por qué la lucha contra la corrupción no parece ser exitosa y una muy vilipendiada política pública, “llevar la corrupción a sus justas proporciones”, sería en realidad el logro máximo al que podría aspirar una colectividad aquejada por tal plaga.
Es entonces oportuno analizar el dicho de ese especialista en lugar de desacreditar su afirmación argumentando ad hominem.
¿Es posible caracterizar con precisión la naturaleza humana? ¿Qué quiere decir que una conducta humana sea inherente a esa naturaleza? ¿Son rígidas e inevitables tales conductas? Como definición de trabajo y simplificando al máximo puede afirmarse que la naturaleza humana individual se articula en torno a tres elementos básicos. Un genoma biológico individual fijo transmitido en el ADN y que se ha estructurado por la evolución neodarwinina de la especie humana. El entorno biofísico en que nace y se desarrolla el individuo, un nicho modificado a su antojo por los humanos mismos. Y el genoma cultural social del grupo de nacimiento, un patrimonio cultural compuesto por múltiples construcciones sociales condicionadas por la biología de la especie y las características del nicho, sujetas a evolución darwiniana y que se transmiten a lo largo del tiempo mediante formas comunicativas sociales. Como ejemplo de naturaleza humana considérese el habla. El genoma biológico individual incluye el gen FoxP2 que es uno de los factores determinantes de la competencia lingüística. Un bebé así dotado, debidamente expuesto en el tiempo oportuno al lenguaje grupal, aprenderá sin poder evitarlo ese lenguaje y no otro, lenguaje que pasará entonces a ser parte inherente de su genoma cultural individual. Las características biológicas del individuo y sus rasgos culturales cambian durante su ciclo vital a través de la interacción con su entorno: no hay gemelos idénticos que usen el lenguaje de la misma manera. Se habla entonces de genotipos que a lo largo del desarrollo individual devienen en fenotipos. La naturaleza humana se puede entonces entender como el consolidado de dos fenotipos, uno biológico y otro cultural.
Disponible esa definición de trabajo pueden abordarse ahora dos preguntas: ¿es posible definir la corrupción? ¿Es la corrupción, así definida, inherente a la naturaleza humana?
De manera sencilla puede decirse que la corrupción es una conducta humana egocéntrica mediante la cual el perpetrador actúa en beneficio propio y a costa del beneficio grupal trasgrediendo el pacto de convivencia aceptado y construido por el grupo, pacto que forma parte del genoma cultural grupal. La pregunta de si la corrupción es inherente a la naturaleza humana puede obtener respuesta si la comparamos con la conducta lingüística. ¿Existe un complejo de genes culturales que caractericen una cultura de corrupción que el individuo puede aprender? ¿Si se aprende a ser corrupto, tal conducta es irrenunciable e inevitable como sucede con el lenguaje? ¿La conducta así aprendida puede modularse a través de la educación?
Se obtienen algunas luces sobre esto al analizar las microcorrupciones, conductas individuales trasgresoras que incluyen colarse en una cola, aparcarse en sitios reservados a minusválidos sin serlo, engañar al cónyuge o vender el voto. Desde la óptica del perpetrador se trata de trivialidades, casi travesuras, que le reportan gratificaciones personales. Los miembros del colectivo rechazan en principio tales acciones pero ante la posibilidad de recibir gratificaciones egocéntricas sin costo hay quienes las normalizan y transmiten a otras generaciones, clara muestra de selección cultural darwiniana. Las microcorrupciones se incorporan así a la naturaleza humana social del segmento grupal que las acepta conformando una cultura de corrupción en un entorno cultural corrupto.
¿Existe un complejo de genes culturales que caractericen una cultura de corrupción que el individuo puede aprender? ¿Si se aprende a ser corrupto, tal conducta es irrenunciable e inevitable como sucede con el lenguaje? ¿La conducta así aprendida puede modularse a través de la educación?
Un diálogo imaginario ayuda a detectar algunos genes específicos que integran el genoma cultural grupal de una cultura de corrupción.
A la pregunta “¿Por qué vendiste el voto?” se recibe la respuesta “Esos $50.000 me sirven”, seguida de “Por donde vivo todos lo hacen”, luego un contundente “¿Qué tiene de malo? No estoy matando a nadie”, y a manera epílogo “Hoy había comprador, mañana no se sabe” así como “Nadie se va a enterar”. Respuestas similares pueden obtenerse en diálogos imaginarios con personas que engañan al cónyuge o con un agente que transa por una mordida no imponer una multa de tráfico.
Un análisis de las respuestas detecta al menos los siguientes genes culturales:
- El principio del egocentrismo, que lleva a anteponer el interés personal al interés colectivo.
- El principio de universalidad del goce, traducido como “yo también quiero de ese pastel”.
- La aceptación del mal menor, traducido como “Lo que hago está mal pero no es muy grave”.
- El doceavo mandamiento: Papaya puesta … papaya partida.
- La certeza de incapacidad sancionatoria grupal respecto al trasgresor del pacto social.
En un entorno cultural corrupto el neonato se nutre de esos genes de la misma manera en que asimila el lenguaje del grupo. Luego, al igual que con el lenguaje, no podrá por un mero ejercicio de voluntad renunciar con facilidad a su naturaleza humana cultural. Es este tipo de análisis el que permite entender por qué una especialista en tráfico de votos justifica su proceder diciendo “ … desde niña lo que vi fue eso. A mí me criaron en una familia compradora de votos. Yo qué voy a pensar que eso es ilegal. Yo veo normal en la costa que todo el mundo compre votos”. Y también es así como puede entenderse la dificultad de abandonar la religión de infancia, o el racismo, o la homofobia incorporados a un genoma cultural social.
¿Puede modificarse ese genoma cultural que es parte de la ética social? Sí, pero no en el corto plazo, pues la modificación de construcciones sociales requiere acciones sociales de alcance intergeneracional. En algunos individuos los procesos educativos adecuados conducirán a fenotipos modificados, en otros no. Por ejemplo insistir en que quien acepta el mal menor está aceptando el mal.
Tal vez nada ilustre mejor las dificultades del cambio en los genomas culturales que la parábola bíblica narrada en Números 14: 20-35. El grupo del Éxodo debió peregrinar por el desierto durante 40 años pues a los nacidos y educados como esclavos, incapaces de entender la idea y la vida en libertad, les fue prohibido el arribo a la Tierra Prometida, incluido Moisés. Sus huesos quedaron dispersos a lo largo del camino.
Los abanderados de la lucha contra la corrupción deberían entender, aceptar y explicar al grupo social que en esa lucha no habrá logros globales en el corto plazo y que el horizonte de planeación va más allá de una generación. Prometer inmediatez es un engaño y por ende otra forma de corrupción.
Eduardo de la Hoz
Ingeniero y animador de lectura.