Entre las opiniones de amigos y detractores de la paz en Colombia, el proceso avanza tratando de dejar atrás décadas de cruento conflicto.
No hemos superado la “mentalidad del plebiscito”. A veces parece que la votación hubiera sido el domingo pasado. ¿Hubo exceso de vanidad o de alarmismo?
Cuatro años del plebiscito
Se cumplen cuatro años del plebiscito que pretendía refrendar los acuerdos de paz entre el gobierno Santos y las FARC-EP.
Según los defensores públicos del No, el propósito fundamental del proceso era refundar el país; su oposición al acuerdo se convirtió en un memorial de agravios, cuya figura representativa es un conejo. Según los defensores del Sí, se trató de un proceso épico e histórico —digno de imitación en el mundo—, cuyo símbolo es una paloma blanca impecablemente diseñada.
De todas maneras, más allá de las narrativas grandilocuentes de unos y otros —que la realidad institucional, militar, territorial, económica y social desmienten día a día—, debería preocuparnos que aún no hayamos superado la “mentalidad del plebiscito”, como si se tratara de un trauma colectivo. De hecho, a veces parece que la votación hubiera sido el domingo pasado.
“Amigos” y “enemigos” de la paz
En 2016 —con una abstención del 62 %—, el No se impuso por 53.894 votos; este plebiscito es uno de los acontecimientos políticos que explican buena parte de las vicisitudes de la Colombia contemporánea.
El problema, visto retrospectivamente, no es tanto que haya ganado el No —como les gusta repetir a quienes asocian aquel 2 de octubre con lo ocurrido ese mismo año con el Brexit en el Reino Unido y con la elección de Donald Trump en Estados Unidos—, sino los efectos que este proceso político y su fallida refrendación popular dejaron como legado en la cultura política.
Cuando digo que no hemos superado la mentalidad del plebiscito, quiero decir que mucha gente —léase políticos, periodistas, académicos, empresarios y ciudadanos de a pie— aún cree que el acuerdo de paz demanda compromisos incondicionales, como si aquel fuera el meridiano de lo político y agrupara a unos y a otros como amigos y enemigos de la paz —en una mala paráfrasis de Carl Schmitt—.
Por supuesto, la persistencia de la mentalidad del plebiscito no obedece únicamente a la nostalgia: está alimentada por sectores políticos que, a falta de un mejor proyecto de país, han resuelto convertir el acuerdo en una suerte de texto fundacional de la Colombia contemporánea. Para unos, merece ser suprimido en bloque y, para otros, solo admite acérrimas defensas.
Ganó el No, perdió Colombia
El presentismo —la mirada coyuntural y episódica de los asuntos públicos— es uno de los problemas de nuestro debate político. Por eso, la reciente publicación del libro Ganó el No, perdió Colombia —editado por el IEPRI de la Universidad Nacional— es una buena noticia editorial.
A pesar de la toma de postura del título —propia de la tusa del día después—, se trata de una radiografía que ayuda a poner en sus justas dimensiones el proceso de refrendación del acuerdo firmado en La Habana, celebrado con pompa en Cartagena, ratificado por la aplanadora del Congreso y aplaudido discretamente en el Teatro Colón.
Este libro aborda el problema de las estrategias gubernamentales y comunicativas, las emociones promovidas por ambas campañas, los efectos de la votación y de la movilización ciudadana de los días siguientes. Tiene el mérito de ir más allá del andamiaje legislativo y constitucional para tratar diferentes facetas del proceso de refrendación. En todo caso, María Teresa Garcés lo describe ampliamente en el capítulo “Las vicisitudes constitucionales y el blindaje de los acuerdos de paz entre el Gobierno y las FARC-EP”.
Ciertamente, el país necesita una conversación pública y que vaya más allá de lo legal sobre la paz y tantos otros temas de la agenda nacional, más aún si se tiene en cuenta que durante la negociación predominó el debate alrededor de los umbrales, del fast track, del blindaje constitucional, de las sentencias de constitucionalidad y de los acuerdos humanitarios, entre otros.
Cuando digo que no hemos superado la mentalidad del plebiscito, quiero decir que mucha gente —léase políticos, periodistas, académicos, empresarios y ciudadanos de a pie— aún cree que el acuerdo de paz demanda compromisos incondicionales, como si aquel fuera el meridiano de lo político y agrupara a unos y a otros como amigos y enemigos de la paz.
“El plebiscito por la paz: una perspectiva comparada”
El capítulo de Juan Gabriel Gómez Albarello merece una mención especial: hace una exhaustiva comparación de los mecanismos de refrendación desde el siglo XVIII hasta nuestros días, mostrando su multiplicidad y, además, sus variados alcances y los contextos políticos en los que ocurren.
Esto ayuda a poner en perspectiva el plebiscito por la paz. En este proceso, pecaron por exceso de vanidad quienes cambiaron las reglas del juego para inclinar la cancha a su favor; pero también fallaron por exceso de alarmismo los que hicieron campaña contra este mecanismo de participación ciudadana, como si este fuera a decidir un cambio de régimen político.
Clara Rocío Rodríguez, por su parte, reconstruye el proceso político y constitucional que llevó a la votación de aquel domingo 2 de octubre.
“Colombia, país de paces”
El capítulo del exministro Jaime Castro es oportuno como un gesto de pluralismo por parte de los editores; es necesario para hacer una radiografía de los motivos del No.
Castro pone en perspectiva histórica el acuerdo de paz y lo compara con el plebiscito que validó el Frente Nacional en 1957 y con el proceso constituyente que alumbró la Constitución de 1991. Ambos acontecimientos marcaron un hito en la historia del país y trajeron consigo importantes reformas políticas e institucionales.
Pero no creo que haya que darles un alcance normativo —ningún hecho histórico, por definición, lo tiene— más allá de que ambos involucraron a la oposición y produjeron una importante movilización nacional, cosas ausentes en el plebiscito de 2016, cuyas consecuencias aún padecemos.
“En la tierra del No”
Juan David Velasco propone una sugerente lectura cuantitativa e histórica, en la que se puede ver cómo las regiones más conservadoras del país fueron baluartes de la coalición del No. Este análisis ayuda a cuestionar la narrativa simplista de que el No ganó con mentiras y de que el Sí perdió porque en la costa no pudieron salir a votar en masa a causa del huracán Matthew; además, pone de presente la oposición de las élites regionales a los intentos de democratizar y redistribuir la riqueza.
El acuerdo de La Habana demostró que es imposible que una negociación política consista en un sometimiento a la justicia.
El plebiscito: una perspectiva comunicacional y de cultura política
Fabio López de la Roche y Andrei Gómez-Suárez se enfocan en las narrativas de la campaña, para desentrañar las emociones e interpretar los mensajes que se difundieron en los medios. El primero de estos autores rastrea la forma como se instaló en algunos departamentos un marco de referencia ‘antipaz’ —caracterizado por el miedo, la rabia, la decepción y la indignación—; el segundo explora cómo prevaleció el “nacionalismo ‘antifariano’” en la discusión nacional durante la campaña y cómo fue equilibrado con la movilización ciudadana después del plebiscito.
Lecciones para eventuales negociaciones
A nombre propio, el plebiscito validó el cambio de las reglas de juego; pero, en términos de cultura y política, su legado más importante también es negativo: normalizó las posiciones incondicionales en el debate público.
Las empresas ideológicas —medios de comunicación, iglesias, universidades y ONG—, los empresarios, los militares, los académicos y los intelectuales públicos tuvieron una importante responsabilidad en eso: asumieron posiciones de apoyo o rechazo, en bloque, que muchas veces rayaron con el fanatismo propio de los hinchas. Esto convirtió la conversación sobre el acuerdo de paz en un diálogo entre sordos.
En una democracia, es apenas lógico que el gobierno y la oposición tengan un compromiso incondicional con una causa política; pero que hagan lo mismo los ciudadanos —que tienen el deber de formar la opinión pública— revela un escaso compromiso con el bien común y con la deliberación pública.
Finalmente, el acuerdo de La Habana demostró que es imposible que una negociación política consista en un sometimiento a la justicia; también señaló los límites de un proceso de paz entendido como un ambicioso programa de reformas del Estado.
Por eso, no hay que engañarse ni buscar al ahogado río arriba; el actual déficit de legitimidad del acuerdo de paz y de sus instituciones obedece a la forma como fracturamos el país pisoteando nuestra cultura cívica y democrática. El problema se ha agravado con que el gobierno de Duque no haya mostrado hasta ahora una política seria de seguridad y con que siga empecinado en la narrativa del No.
En el futuro, cualquier reforma institucional de envergadura debe incluir a la oposición, ser más realista y movilizar al país: ese es el mejor “blindaje”; esa es la mejor garantía de eficacia y perdurabilidad. La sociedad civil no puede actuar como notario de los pactos de élites, sino como protagonista de los cambios sociales que las élites interpretan y efectúan.
*Texto publicado originalmente en el portal Razón Pública www.razonpublica.com
Iván Garzón Vallejo
Profesor de Ciencias Políticas, Universidad de la Sabana. Su último libro se titula Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado (Ariel). @igarzonvallejo