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Al igual que en 2021 por la pandemia de la COVID-19, el Carnaval de Barranquilla de 1890 estuvo amenazado por una epidemia de cólera. En la imagen, la fundacional Calle Ancha, en un montaje de Guillermo Solano.  

Corrían los carnavales en la Barranquilla de 1890 cuando cientos de muertes por el cólera dividieron la ciudad entre los que lloraban alrededor de los cortejos fúnebres y quienes se disfrazaron para gozar las fiestas.

Como cada año, la polvorienta Calle Ancha se engalanaba para ser el punto de encuentro en el que propios y forasteros se congregaban para, al son de un tambor y una flauta, dar inicio al Carnaval de Barranquilla.

Era 1890, pero ese año que apenas iniciaba cargaba consigo cientos de muertes ocasionadas por una epidemia de cólera que desde meses atrás venía acechando a Barranquilla en todos sus puntos cardinales.

El miedo era latente, pues la enfermedad, cuatro décadas atrás, se había llevado consigo a 1.300 habitantes de un pueblo que no pasaba de 6.000 personas. Para muchos era una desconsideración pensar en fiesta y jolgorio; otros, por el contrario, bailaban sin cesar haciendo alarde de la frase “el muerto al hoyo y el vivo al baile”.

A pesar del luto colectivo provocado por la muerte de no menos de 800 niños en los últimos seis meses, el alcalde de entonces, Gabriel Martínez – Aparicio, aseguraba que el empuje y el desarrollo de Barranquilla llamaba, cada vez más, la atención pública.

El azote de la epidemia produjo una gran cantidad de defunciones que afectaron a muchas familias de diversos niveles sociales, pero el Carnaval no fue suspendido, como sí ocurrió en 1885, cuando la ciudad fue el escenario entre la batalla de las tropas gobiernistas y los revolucionarios radicales.

No obstante, a pesar del decreto de la máxima autoridad de la ciudad, no se escogió un presidente del Carnaval; tampoco se realizó el tradicional simulacro de la Conquista que todo el pueblo esperaba el día martes, ni hubo desfile de carros alegóricos.

El de 1890 fue un carnaval atípico; en los oídos de las personas todavía retumbaba el grito desesperado de quienes cada mañana lloraban a un ser querido. Con el pasar de las semanas, esos gritos se convirtieron en campanas que avisaban que un ciudadano más había muerto a causa del cólera.

Los carnavales de ese año transcurrían sin el fervor acostumbrado de otras calendas. Los bailes en la Plaza de San Nicolás y en los salones burreros de los barrios populares no se llenaron. Algunos culpaban de la situación a empresarios que no llevaron agrupaciones musicales que movieran masas, mientras otros opinaban que la falta de entusiasmo se debía a que muchos habían decidido no festejar por respeto y consideración.

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Un grupo de carnavaleros emulan la apariencia de la corte de Luis XV, rey de Francia en los carnavales de 1917.

El de 1890 fue un carnaval atípico; en los oídos de las personas todavía retumbaba el grito desesperado de quienes cada mañana lloraban a un ser querido. Con el pasar de las semanas, esos gritos se convirtieron en campanas que avisaban que un ciudadano más había muerto a causa del cólera.

Pero hubo quienes sí festejaron, y lo hicieron desaforados. Aquellos a los que la muerte no tocó a sus puertas salieron a lucir sus atuendos tradicionales de diablos, polleras y tigres. Deambulaban por la Calle Ancha a pesar de que en esta edición carnavalera lucía triste y vacía, apenas ocupada por los pocos espectadores que se asomaban al final de las calurosas tardes de febrero.

El avance de la epidemia no fue obstáculo para que ciudadanos de las clases altas organizaran elegantes bailes. Ese año fueron exitosos los bailes en casa de don Evaristo Obregón, don Rafael Salcedo y en el Club Barranquilla.

Allí llegaban quienes estaban libres de luto propio o ajeno. Eran llamados la sociedad de los escogidos, y se codeaban los más grandes empresarios de la ciudad en torno a una copa de jerez o una Lager beer, mientras sonaban en tarimas los grupos musicales más prestigiosos de la época.

Fue tan atípico ese carnaval del 90 del siglo XIX que el baile del último día se postergó por semanas, hasta finalmente realizarse el 23 de marzo. Su concurrencia, como los otros eventos de las carnestolendas, no fue tan numerosa. No obstante, asistieron con rigurosa etiqueta las más distinguidas damas que competían en lujo, riqueza y elegancia. Los caballeros, por otro lado, vistieron todos de frac y guantes blancos.

En los anales de la historia barranquillera poco se habla de este no tan afortunado Carnaval, más allá de algunos textos redactados por el gestor e investigador cultural barranquillero Moisés Pineda Salazar. No obstante, si atendemos al hecho de que la historia es cíclica, lo ocurrido en 1890 vuelve a suceder 131 años después, esta vez en la forma de una pandemia que no solo puso en pausa al carnaval sino al mundo entero.

 

*Con información del texto «Carnaval en los tiempos del cólera», por Moises Pineda Salazar.

Eduardo Patiño M.

Periodista de las secciones Ciudad y País de Contexto.