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Boric y Petro encarnan al progresismo social latinoamericano, pero sus promesas de campaña se han topado con las realidades económicas y sociales de sus respectivos países.

El desafío para gobernantes progresistas como Boric, en Chile, o Petro en nuestro país no es tanto seguir hablando el lenguaje con el que ganaron las elecciones, sino decodificar el lenguaje que impone las urgencias de la realidad.

Los primeros cien días del gobierno de Gustavo Petro han sido una ocasión oportuna para los primeros balances. Me voy a centrar en un aspecto ambivalente que ya puede identificarse, y lo resumo así: con Petro hay un retorno a la discusión ideológica, doctrinaria o programática, pero allí mismo se presagia su mayor debilidad de gobierno. Para decirlo de otro modo: Petro ganó por exhibir su alma activista, pero sólo tendrá éxito si es capaz de conciliarla con su alma pragmática.

Los activistas en el poder

Es apenas lógico que un gobierno elegido como símbolo de cambio y que ganó con promesas que no pocos expertos calificaron como inviables haya empezado por mostrar ya no tanto qué va a hacer, sino cómo piensa hacerlo. Y es cierto que la igualdad –de acceso, de oportunidades, de ingreso, simbólica– es quizás el concepto político que mejor engloba el proyecto político del Pacto Histórico. Con un Congreso en desconcertante mayoría, una oposición obsesionada con los adjetivos y lo anecdótico, una opinión pública por ahora favorable y las sinergias con sus socios latinoamericanos, Petro tiene viento a favor para hacer un gobierno reformista que marque un hito en la historia de Colombia.

Aunque hace unas semanas él mismo aludió a un “enemigo interno” que se oponía a los cambios, el término bien podría aplicarse al sector más activista y voluntarista de su propia coalición de gobierno. El principal obstáculo del gobierno Petro hoy no son los cacaos, no es la oposición, no son las calles: son sus activistas, aquellos que desconocen que en política nunca es posible ganarlo todo y que gobernar no es un juego de todo o nada.

Por activistas me refiero a aquellos que dentro de la coalición de gobierno tienen un discurso “adanista”, refundacional o excesivamente ideológico y poco pragmático. Son los que creen que la transición energética hay que hacerla ya o sino no se hará nunca, los que dicen que el sistema de salud del país es uno de los peores del mundo, los que creen que ad portas de una crisis económica se pueden invocar buenas intenciones como justificaciones, los que presumen de la pureza moral de sus propósitos, los convencidos de que para implementar políticas de igualdad solo sirve crear un nuevo ministerio. El propio Petro, lo sabemos, tiene dos almas: una activista –la del sepulturero de las energías fósiles– y otra pragmática –la del negociador de la “paz total”–.

Sus discursos en la Asamblea General de la ONU en Nueva York y en la COP27 en Egipto fueron una puesta en escena de su alma activista: en ambos, Petro habló con grandilocuencia y en lenguaje apocalíptico más propio de un predicador que de un estadista. En síntesis, lució sobreactuado. Y los activistas aplaudieron. Pero, paradójicamente, en ambos fue más relevante lo que calló que lo que dijo: nuestra enorme responsabilidad en el desangre de la guerra contra las drogas en uno, nuestro modesto impacto en el proceso de transición energética en el otro. Pero claro, tales matices no habrían suscitado cánticos en su tribuna.

Los activistas dirán que se trata de discursos en los que dijo lo que había que decir, que todo suma, que en eso consiste el simbolismo del cambio y demás. Pero ahí está justamente el problema de su visión: que la política no es un proceso meramente acumulativo y que las posturas de todo o nada son, irónicamente, una buena receta para el inmovilismo. Un discurso grandilocuente y apocalíptico puede ser, paradójicamente, la mejor contribución al mantenimiento del status quo, pues sacraliza los fines y desdeña los medios.

A los activistas les sobran convicciones, pero les falta pragmatismo y capacidad de concertación. Entran a la política instrumentalmente, pues la conciben como una arena para agenciar –representar se dice ahora– sus causas, pero desconocen que la política requiere acompañar, ajustar y equilibrar, no siempre transformar o revolucionar.

Petro, lo sabemos, tiene dos almas: una activista –la del sepulturero de las energías fósiles– y otra pragmática –la del negociador de la “paz total”–.

Boric: un progresista moderado

En Chile, el presidente Gabriel Boric ha enfrentado un desafío similar al de Petro: desde el 11 de marzo ha tenido que mostrarle a quienes no lo votaron que puede ser un líder confiable para todos. Y así como Petro fue un tenaz opositor, Boric era un duro activista estudiantil. Pero el poder lo ha moderado.

Por eso, cuando Boric llegó al Palacio de la Moneda nombró a un Ministro de Hacienda que transmitió estabilidad a los mercados, se opuso al quinto retiro del 10 % de los ahorros privados de los fondos de pensiones (una medida que como diputado había apoyado), ha ido endureciendo su discurso contra la inseguridad, la violencia y el vandalismo, pues las encuestas sitúan estos problemas en los primeros lugares de preocupación ciudadana. Luego del plebiscito en que la propuesta de Constitución que había apoyado abiertamente sufriera una estruendosa derrota, hizo una autocrítica e incorporó a dos mujeres de centro izquierda que le dieron un tono más moderado y experimentado a su gabinete. Y en varias ocasiones se ha desmarcado públicamente de las tendencias más duras de una coalición en la que habitan no pocos activistas y el Partido Comunista.

En resumen, Boric es una muestra de que un gobernante progresista puede cambiar de opinión sin avergonzarse de ello. También de que se puede ganar con unas banderas (dignidad, derechos sociales e igualdad) pero se deben tomar otras (seguridad, empleo y economía) cuando las urgencias ciudadanas las reclaman.

Luego, el desafío para un gobernante progresista hoy no es tanto seguir hablando el lenguaje con el que ganó, sino decodificar el lenguaje que impone las urgencias de la realidad. No se trata tanto de que renuncie al qué, sino de que sea capaz de ajustarlo, matizarlo, adaptarlo, en una palabra, moderarlo. Y entender, en suma, que el gobernante no es un sabio iluminado, un predicador ni un reformador social, sino un ciudadano que tiene la difícil pero honrosa tarea de acompañar a la sociedad a conseguir los fines que se traza, encontrando los medios apropiados para hacerlo. El paso a paso es una vía más segura que un brusco viraje.

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Iván Garzón Vallejo

Profesor investigador senior, Universidad Autónoma de Chile. Su más reciente libro es: El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Crítica, 2022). @igarzonvallejo